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Los venenos terrestres: Distancia de rescate de Samanta Schwenlin

Los primeros diálogos tienen un estilo rulfiano y si vemos el soberbio diseño de la edición de Literatura Random House (que incluye la bendición papal de Vargas Llosa en la contraportada), donde un pájaro dorado picotea plantas que esconden granadas, ya sabemos que estaremos en vilo afiebrado por ciento veinticuatro páginas. Es que la escritura de la argentina Samanta Schweblin es justo eso: esperar que el animal le quite el seguro a una de las bombas y esperar en silencio la explosión.

Da la impresión de ser un cuadro sencillo de contraposiciones porque tenemos a una mujer que agoniza a la par de un niño que empieza la vida; esta delira y confunde el tiempo y el segundo más bien habla con un razonamiento que no corresponde a su edad. Pero, en realidad, esto abre la cabida a dos opciones para leer dos novelas diferentes.

La primera es una denuncia social, una que no coloca en primer plano como un escritor novel. Se maneja con la sutileza de una verdadera orfebre narrativa porque los campos de soya son apenas un fondo, donde nunca se mencionan los plaguicidas. Las novelas ambientalistas usualmente están llenas de burocracias innecesarias, investigaciones tediosas, y denuncias que no llevan a nada. Schweblin sabe suprimir esto para dar un mejor impacto: el de la incertidumbre de quien ignora el agente que los está descomponiendo. No tenemos una parrafada sobre si los principios activos son el acefato contaminando los ríos y manantiales subterráneos o el inclusive más tóxico metomilo, sino la terrible experiencia que deben tener las mujeres de las bananeras que no comprenden porque no pueden concebir o esos pueblos donde todos los habitantes empiezan a desarrollar tumores malignos.

La segunda es una novela donde esos venenos terrestres y anónimos son los que desencadenan las transmigraciones del alma, un rito teosófico que efectúa la mujer de la casa verde, que como todo monstruo cabalístico está rodeada de siete crías. Y por esos número se valida la idea de desligarse por completo de la denuncia social: es la cantidad también cabalística de treinta tres niños deformes en el pueblo, la muerte inexplicable de unos patos y un sueño que predice lo que en efecto va a ocurrir.

Además, tiene una técnica eminente: por mucho que hablen de recuerdos o del ahora, los personajes conjugan los verbos en presente. La condición de la protagonista agónica permite a Schweblin confundir al lector a tal modo que, si no es perspicaz o no leyó con suficiente atención, no va a advertir que las últimas páginas son esta mujer hablando, sin darse cuenta, de un futuro que no podrá ver. Si lo leemos bajo la primera opción es un melancólico delirio sobre el futuro de su familia sin madre, si lo leemos bajo la segunda es una profecía sobre el resultado de las transmigraciones de las almas. Eso es lo acertado de la novela: dos lecturas que son incompatibles por su naturaleza pero ambas son válidas.

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