Las cabezas de todos nosotros están plagadas de ciudades imaginarias. No importa donde vivas, ni de qué tamaño sea el espacio geográfico que te rodea, si es más o menos cosmopolita… Esa ciudad que está en tu cabeza no existe tal cual la imaginas.
Los lugares los vamos llenando de nuestras historias y de las emociones que vivimos. Es así como las calles pierden sus nombres para pasar a ser algo aledaño a la casa de alguien o a un lugar importante para nosotros por un motivo completamente personal. Cada quien va tejiendo un abrigo del cúmulo de ladrillos, cemento y asfalto que tiene alrededor, para luego vestir sus historias con él.
Me he encontrado con visiones tan diversas de la misma ciudad en la misma época, que a veces he dudado si las personas realmente llegaron a coincidir en tiempo y espacio. Entonces me di cuenta que las ciudades son lo que los transeúntes hacen de ellas. Luego, en nuestros recuerdos quedan plasmadas sus imágenes según como las hayamos vivido.
Extrañar las circunstancias y no la geografía hace que sintamos el paso del tiempo, de cómo los recuerdos están íntimamente atados a donde vivimos. Hay ciudades que pasan a llamarse como alguien a quien quisimos allí y eso podemos sentirlo sin importar dónde estemos.
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