En las sinfonías de todos los tiempos, en las piezas estridentes de Mahler, en la música ligera que aspira al divertimento, en El hombre que sabía demasiado, de Hitchcock, los timbales nos recuerdan que todo tiene un fin. Nos despiertan de la permanencia. Volvemos a sentir que somos el río cuando nos golpean los sonidos rotundos y veloces. Por eso el ritmo siempre desespera. Mientras escribo esto escucho la obra de Benjamin Britten sobre Henry Purcell. Son los timbales los que marchan con insistencia y el punto del final repercute en la puerta.
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