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Andrea Castro
Photo Credits: mario arruda ©

Los suecos aman el sol

Otro día lluvioso y de 17-18 grados en otro verano de identidad incierta. Entre un gris y una quietud más bien otoñales, una frase vuelve a mi memoria: Los suecos aman el sol.

Es una frase en apariencia insignificante. Una oración aseverativa afirmativa, compuesta por un sujeto, un predicado y un objeto directo y por palabras que se encuentran bien plantadas en su sentido literal y que difícilmente abren a una lectura simbólica. No hay fuerza poética posible entre la mayúscula y el punto. Es uno de esos típicos enunciados generalizadores que se lanzan para describir la idiosincrasia de un pueblo o de una nación. Un tipo de enunciado que trato de evitar, o al menos, eso me digo a mí misma. Y a pesar de todo esto, es una frase que me ha acompañado ya casi treinta años, reapareciendo cada tanto, como un mantra:

Los suecos aman el sol.

La primera vez que la leí fue en la sala de clases en la casa de Emilio Stevanovich, en un departamento del barrio de Palermo, que no recuerdo exactamente sobre qué calle estaba. Una búsqueda en Internet me informa que Stevanovich vivía en el legendario Palacio de los Patos, construido en 1929, pero si bien puedo reproducir en mi imaginación ese edificio gigantesco que ocupa casi una manzana entera cerca del Zoológico, no tengo recuerdo alguno de haber entrado jamás en uno de sus tantos departamentos. La información no me aclara mucho, más bien me confunde porque pone en duda esas habitaciones del fin de siècle que creo recordar. Sin embargo, quiero confiar en la sensación de espacio y de solemnidad que acompaña a estos detalles temporales y de ubicación. Entrar a ese departamento, donde quiera que estuviera, era entrar a un espacio silencioso en el cual Stevanovich era el monarca: un hombre que quizás tuviera unos 60 años por entonces y que se movía rodeado de un aura de cosmopolitismo e intelectualidad que me fascinaba e intimidaba. Esto último también por su rostro como de ídolo y la impaciencia fácil.

Era un curso de interpretación simultánea del inglés al castellano. Stevanovich tenía una excelente reputación de buen maestro y además contaba con la experiencia de haber sido intérprete en la ONU y en otros puestos oficiales. Lo que yo no sabía entonces, o al menos no recuerdo haberlo sabido, es que era un crítico de teatro muy importante y que había tenido programas de radio de música y de teatro desde los años 60. (En mi búsqueda, descubro que muchos lo recuerdan con admiración y agradecimiento, aunque en ningún lugar encuentro su fecha de nacimiento ni las fechas de los programas radiales que dirigió o en los que colaboró.)

Era el año 1985 y yo tenía 21 años. Había abandonado mis estudios de Medicina y todavía tenía la mirada enturbiada por el miedo y la desinformación, me vestía de negro y leía poesía surrealista. Sin embargo, hoy no puedo pensar la Buenos Aires de esa época sin incluir todo lo que había pasado antes, todo lo que veníamos arrastrando. Y en este contexto, me llama la atención la frase, tan desprovista de todo aquello, tan desconectada de la historia que iba prendida a mi sombra por las calles de Palermo, caminando hacia lo de Stevanovich con los ojos negros de cajal y rimmel y mis cuadernos a cuestas.

Los suecos aman el sol.

(Y nosotros, los argentinos, ¿no? ¿Qué amamos los argentinos?)

El texto que empezaba con ella –uno de los muchísimos ejercicios de traducción al inglés que nos tocó hacer– era una semblanza sobre los suecos (no los noruegos, ni los fineses) y la falta de luz con la que conviven gran parte del año. Pero si esa frase quedó para siempre en mi memoria, el nombre del autor del artículo y el resto del texto, acaso más elaborado, se han borrado. Sí recuerdo que me hacía imaginar personas que en medio de cualquier actividad cotidiana, en cualquier esquina y de manera compulsiva, ante la mera presencia del sol, se sacaban la ropa exponiendo la mayor cantidad posible de piel a sus rayos. Esa imagen me resultaba cómica y me alejaba de los solemnes personajes de Bergman.

Es que en aquel entonces, yo no sabía casi nada de “los suecos”. En realidad, lo único que conocía era a través de las películas de Bergman que veía en la cinemateca de la Hebraica o en el San Martín. Sin embargo, no creo que pensara en los personajes de Bergman como “los suecos”, es decir, como personas de carne y hueso que van a trabajar o van al colegio, que andan por las calles, que hacen las compras, pagan las cuentas. Los dramas de Bergman pasaban por otro lado. A pesar de esa lengua incomprensible a la que solo accedía por los subtítulos en castellano, me llevaban a un espacio existencial, a una especie de universal hegeliano –que, hoy lo sé, no es tan universal que digamos.

Sea como sea, poco imaginaba entonces que, como el narrador de “Axolotl” de Cortázar, un día yo también sería una de ellos. Y que esa frase, al incrustarse en mi memoria, adelantaba aquella transformación.

Porque los suecos amamos el sol. Y si el verano no lo trae en cantidad suficiente, andamos llorando por los rincones como cronopios.


Photo Credits: mario arruda ©

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