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alex castillo
Photo by: nicogranada ©

Los Pitufos

Los buhoneros apostados en los laterales y dos ríos humanos que trataban de ir y venir al mismo tiempo, estrangulaban la acera. No era solo que caminara lento, sino que ya no lo hacía. En un momento le dio la impresión de que la gente tampoco avanzaba. Además, los buhoneros habían dejado de producir su cantinela habitual. Estaban espantados por la aproximación de la banda Los Pitufos, especializada en robo a mano armada. Ramundio pudo identificarlos al ver cómo despojaban a un tipo que se dirigía en sentido contrario, como si fuera a la misma estación del Metro, de la cual él acababa de salir. Eso fue a plena luz del día y a la vista de todos. El escamoteo duró cuando mucho treinta segundos. El tipo quedó por completo desorientado, sin saber qué hacer o pensar. Al parecer empleaban hasta Burundanga. Ya no cargaba ni el reloj o lo que tenía en los bolsillos, incluyendo por supuesto, la cartera.

La movilidad regresó, y Ramundio pudo abrirse paso. Pero la víctima estaba en su fase crítica, y nadie parecía prestarle atención. Él lo tomó de la mano y lo llevó hasta la panadería. Era un tipo de unos cincuenta años, de lentes quirúrgicos, barba muy cuidada, bien vestido. Parecía profesionista. Le compró un litro de leche y se lo encomendó a un panita de la infancia que despachaba allí. Siguió recto hacia un rumbo indeterminado, quizás guiado por su propia intuición. Subía de forma ascendente por la calle Real de los Magallanes. Llegó al hospital José Gregorio Hernández. Había dejado atrás su destino. La casa de su madre que no veía desde la muerte de su hermano. Comenzaban a picarle las cicatrices que acumuló en la cárcel, y se rascaba. Eso significaba algo que ya sabía, aunque no buscaba que se repitiera, pero la noción de reparar su dolor lo hacía sentir a gusto consigo mismo.

Sacó sus Ray Ban oscuros y se los puso. Buscó en un bolsillo trasero los guantes de motorizado ajustándoselos sistemáticamente en cada dedo. En eso distinguió los contenedores de basura en la calle posterior del hospital. No sabía cuántos pasos necesitaba dar para rodear aquellos armatostes oxidados por todas partes. Cuando los vio sentados en el sucio concreto, no se sorprendió. Estaban rodeados de restos de basura caídos de los recipientes. Igual que ratas. Estaban contentos pasándose una mortaja de bazuco que tomaban delicadamente entre los dedos, pero sobre todo, porque se distribuían el botín. Ramundio vio cuando sacaban el contenido de un bolso escolar tricolor: carteras, celulares, relojes, dinero… Un botín grande. Difícil de acumular en un sólo día. A penas lo advirtieron, le apuntaron con un arma, pero uno de ellos lo reconoció… –Elmijo, no me digas que tú eres el escolta que mató al ministro ese, ¿cómo es que se llama…? pana, no recuerdo, pero te vimos en el periódico hace como dos años. Elmijo, usté ha sio nuestra inspiración. Hay que tener bolas bien grandes para joder a un bicho de esos, sólo porque se negara a darle a uno un préstamo. Bueno, para la operación de tú vieja, ¿no era la vaina? ¿Y pagaste cana en El Rodeo?, ¿cómo saliste de esa mielda? Pero ven, hermano, con confianza ¿quieres un cigarrillo, un palo de Fructus con anís? Ja ja ja Siempre fuiste nuestra inspiración, elmijo.

Ramundio levantó la cabeza como mirando al sol a través de los lentes, luego se les quedó viendo y estiró los labios como si fuera a reírse. Cuando levantó la Glock y comenzó a disparar con aquella precisión, ellos todavía le ofrecían la botella de Fructus con anís y el cigarrillo. Y así fueron cayendo uno a uno como los pinos de un juego de bolos. Como las piezas de una escalinata de dominó. Como un castillito de arena en la playa. Su mente la ocupaba la muerte de su hermano Fabiano, infartado por el sobresalto de un atraco en las afueras del mismo Metro Plaza Sucre, varios meses atrás. “Por ti, hermanito, pero también, por todos los que caen en manos de ratas como éstas.”


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