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Los pedidos

Se puede decir que no, mínimo intentarlo. Decir esta vez no me jode más nadie.  Posicionarte en el mismo centro de la acera y permanecer estoico cuando viene la bandada de machitos barbudos fumando marihuana. Pero él se hace a un lado, casi chocando con los garrotes que aguardan el aire acondicionado del apartamento del encargado. Una punta de su abrigo se engancha en los hierros oxidados y casi se rasga, pero eso, por lo menos logra resolver y lo libera sin mucho forcejeo. Los barbudos van riéndose, hablan en una jerga que él no logra entender del todo. Se dan pescozones entre sí, se tocan las nalgas vestidas con pantalones que casi llegan al suelo. Él sigue su rutinario camino, doblando a la derecha en la esquina en busca de la parada del autobús, o a la izquierda si está tarde y tiene que irse en tren.

En las noches recibe mensajes de textos, llamadas telefónicas, satélites que piden información. Todos quieren algo. Una lectura de poesía en Tiffany´s, un consejo para saber a dónde enviar el libro magistral que recién han publicado, la lista de museos en Tenochtitlán, la crema cicatrizante que usas para curarte de los tajos que intentan propinarte, como si fueras jamón serrano, el que es dulce claro. Casi siempre contesta; a veces al momento, a veces días después de haberse aliviado la molestia repentina que sintió. Se cuestiona, ¿cómo es posible que sepan indagar de ti cuando necesitan algo?; sin embargo pasan los meses y ni un puto correo te envían. Tienen voces de mujercitas que aparentan ser mojigatas pero en realidad son fieras, listas para destrozar a cualquiera que se les interponga en el camino. Deben aparentar ser cordiales, aunque el veneno se les deslice por los colmillos y no logren ocultarlo a la hora de los pedidos.

Ya en la parada del autobús, en Sherman con Dyckman, y con los relatos de Calvert Casey debajo del brazo, hace su repaso diario de los alrededores. A esa hora temprana están los mexicanos de la bodega montando sus cajones con frutas y vegetales. Adentro la esposa sumisa corta piña, papaya y mango verde.  De un lado al otro, se ve al encargado del edificio, con un tabaco gigantesco que siempre va decorando su boca, limpiando los residuos de la madrugada. Unos minutos más tarde llega la rubia que se queda en la parada de la 96, con su eterno abrigo verde olivo. La señora cincuentona, pelo color azabache y demasiado corto dice en voz alta: “hoy tenemos una temperatura de 37 grados, a las 3:00pm subirá a 72, mañana vienen lluvias y el sábado en la tarde tres pulgadas de nieve.” Nadie le contesta, todos se hacen que no la entienden. Él se hace el loco y se adentra en la profundidad de los relatos del tartamudo.

Le llueven pedidos de la aldea.  “¿Dónde puedo comprar un bisturí para quitarme la depresión que cargo?”, le dice una poeta que no pierde tiempo buscando de quien agarrarse para su próxima aventura. No es la única.  Recibe elogios en privado de otra por temor de que los censores oficialistas vean cuando ella le pone un LIKE o un comentario público en el Facebook. Otros le advierten que si no usa la palabra sífilis en algún verso nunca lo tomaran en serio y es muy posible que no tenga público. Sonríe y da gracias a todos los santos, los africanos y los otros para que lo protejan y le impidan tener público.

Cuando dobla la esquina en dirección a buscar el tren, se tropieza con cientos de pájaros que han venido al parque a ofrecerle una serenata primaveral.  Va cubriéndose con las ramas secas y los copiosos amarillos que recién han brotado en algunos. El banco predilecto está ocupado.  No tiene demasiado tiempo para entretenerse, pero debe hacer un alto antes de entrar en la vorágine del commute.  Escoge otro banco, uno que está desierto, excepto una bolsa de McDonald’s  que alguien dejó abandonada,  o en este barrio, posiblemente no tuvo ganas de botarla.

Pasa un judío ortodoxo, con traje negro, sombrero de paño y un bastón de madera tallada. Le lanza una mirada y descaradamente él se la devuelve. Pero va más lejos,  se saborea los labios y hace dibujos imaginarios con su lengua pegajosa mientras el judío se detiene asombrado. Lo piensa, pero el deseo casi siempre triunfa sobre la cordura.  En unos segundos lo tiene ubicado a su lado en el banco. Ha tirado la bolsa abandonada de un tirón y ahora ya sentado lo observa. Tiene cabello dorado y ojos azules pequeños.  Sus manos son tan perfectas que parecen ser de porcelana. Lo examina como si él fuera el microscopio y el judío una célula cancerosa. Sonríe sutilmente y sus labios se elevan al hacerlo. Es valiente este desconocido, piensa, al oír cuando le pregunta si vive cerca. Mueve la cabeza en silencio, un no rotundo. La tensión se hace insoportable. Mantienen un duelo de miradas, ninguno baja la vista. El aburrimiento termina  venciéndolo y decide levantarse. El  judío parece estar asombrado de su intención de marcharse. Se detiene justo delante de su cara, le toca su barba espesa y con la yema de un dedo acaricia su nariz.  Le da la espalda y camina de prisa hasta la estación.

Llega a casa tarde esa noche. Tropieza en las escaleras con el dominicano que fuma como si fuera una gran chimenea y con otro pedido colgado en el pasillo, un cartel que dice:

«A quien corresponda: Por favor no tirar basura (sucia de menstruación) por la ventana. Haciéndole saber que vive gente en la parte de abajo…Attn: El Super.»

El celular anuncia que ha llegado mensaje. “Querido, necesito que me ayudes con la campaña de Trump. ¿Tú crees que puedas?

A veces presiente que de no ser escritor, sería un ejemplar asesino.


Photo Credits: Raw Herring

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