Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Los límites del lenguaje y los límites del mal

Me estrené como profesor de Castellano y Literatura en el Instituto Experimental de Formación Docente, en Caracas, un lunes 15 de enero de 1990. Lo recuerdo muy bien porque aquel año el Ministerio de Educación no suspendió clases el Día del Maestro. Cuatro años más tarde, un martes 8 de marzo de 1994, ingresé a la Universidad Central de Venezuela como profesor del Área de Español en la Facultad de Ingeniería. He tenido la fortuna de dictar clases en muchos lugares: colegios grandes y chicos, universidades de aquí y de allá, un instituto universitario policial, academias, fundaciones, empresas, un ateneo y hasta en un partido político. Al cabo siempre regreso a aquel 15 de enero, a la certeza de no saber, de entender que estoy incompleto, que estoy en cours de réalisation.

Es indudable que el país ha cambiado. Yo también. Entre uno y otro han cundido palabras que se han vaciado de su significado preñándose incluso de sus opuestos. Lo más parecido a una palabra invertida es el silencio de la demencia, y es en ese escenario donde me ha tocado enseñar, decir a mis alumnos que las palabras aún sirven luego de que han sido manipuladas hasta el exceso para burlar nuestra inteligencia, para acribillar el refugio de nuestro ejercicio de la individualidad.

Wittgenstaein decía en su Tractatus logico-philosophicus (§ 5.6) que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Para Wittgenstein, el mundo es la totalidad de los hechos. Él entendía el mundo como una suma de acciones: una mesa es la suma de los hechos que la hacen posible. Y entiendo que el mal es también la suma de los hechos de perfidia que lo hacen posible. Por tanto el lenguaje expresa el límite del mal en la misma proporción en que este existe y manipula a aquel. Quizás ello explique, en nuestro statu quo, el uso que hacemos de un lenguaje que llega a negarse a sí mismo.

En estas circunstancias, tengo cada vez más dificultades para entrar a un salón de clases y hacer mi trabajo: levantar el cadáver de un idioma estuprado por los jerarcas de la omnipresencia ideológica. Sin embargo lo hago y lo seguiré haciendo, aun consciente del valor de aquella enigmática frase final del Tractatus: «De lo que no se puede hablar hay que callar» (§ 7). Quizás pronto descubramos que más que escasear la leche, la harina y el papel toilette nos están faltando palabras esenciales, quizá por ausencia de quien las diga, quizá por no haber quien las pueda o quiera escuchar con sensatez y sentido de prospección.

Asistimos a la forja de un silencio que por nuevo no es menos aterrador que el impuesto en los campos de exterminio nazi y comunista: el silencio hecho de palabras vacías, el silencio deshumanizado. No estoy tan seguro de que podamos saltar los bardales del desastre con la premisa de Guillermo Sucre alzada en puño: «Hablar a partir de la conciencia que se tiene del silencio es ya hablar de otro modo». Marchamos cojitrancos hacia la homologación entre el silencio y el callar.

Participamos, los que queremos, del combate entre el lenguaje de la oscuridad y el lenguaje de las tinieblas. Al centro de los oscuros versos de Novalis estalla la luz como una reverberación inexorable en múltiples formas de ser pensada. Al centro del lenguaje totalitario solo existen las tinieblas del pensamiento único. La noche del lenguaje –lo sabía San Juan de la Cruz– es una luminosa promesa. Las tinieblas, por el contrario, no admiten la diversidad del amanecer.

En este marco de consideraciones entro a mi salón de clases. Estoy consciente de mi personal periplo o peripecia: dependerá de si quien me lee frunza el ceño o se ría. En todo caso, la soledad es ineludible al que piensa, y más aun en tiempos de «colectivización». Que me perdonen mis alumnos por mostrarles el camino hacia la soledad de hacerse individuos pensantes. No conozco otro medio de escalar la dignidad humana.

Hey you,
¿nos brindas un café?