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Abraham García Alvarado

Los invisibles

“¿Por qué no puedo andar a gatas,
como lo hacen los locos?
¿Por qué no puedo aullarlo todo,
como lo hacen los lobos?…”*

La primera vez que lo vi fue en el edificio Ignacio Ramírez, en Tlatelolco; tomamos el mismo elevador para abajo. Primero en silencio, luego con movimientos nerviosos, me observó y me preguntó que con quién tenía el gusto. Le dije mi nombre y le pregunté el suyo. Rodrigo González, dijo. Tenía un acento raro, le pregunté si era argentino; no era. De dónde eres, dije, y dijo que de Nueva York. Entonces sonreí por la casualidad que nos unía y miré el numerador en la parte superior de la puerta, faltaban tres pisos. Sin más, Rodrigo me preguntó que si le podía regalar una moneda para un refresco, le dije que yo iba para la tienda que fuéramos y ahí se lo compraba. Afuera la noche estaba escondida detrás de los edificios uniformes de Tlatelolco, no había muchos carros en la avenida, no parecían las ocho o siete y media. Entramos a la tienda y abrí el refrigerador de los refrescos, detrás de mí Rodrigo navegó con una urgencia pueril rumbo a la vitrina de los dulces; yo de cara a la variedad de bebidas le pregunté que cuál refresco quería y me respondió que mejor le invitara un Chamoy, un dulce. Los empleados de la tienda lo vieron con incomodidad y a mí con asombro, como si fuera yo el loco. Le hice un gesto al dueño para que entendiera que yo pagaría por lo que Rodrigo tomara, pero en la lista del loco había un refresco, el Chamoy y luego una bolsa de papas y un chocolate; tenía una felicidad palpable pintada en la sonrisa, el buen mozo no podía creer que lo estaban invitando a comprar. Terminé invitándole el dulce nada más y, sin darme las gracias, se marchó y dejó en la tienda el olor de un hombre de unos 30 años imaginarios y tantos más de edad callejera, y la salud de unos 70.

Tres meses después lo vi cantando en la estación del metro Balderas, lo reconocí, tenía los pelos más alborotados y las barbas más tupidas. Nos subimos en el mismo tren pero en diferentes vagones. Pensé que si se bajaba en la estación Tlatelolco entonces vivía ahí, pero este loco es un mentiroso; a mi mente regresó aquella noche que lo conocí en el elevador, me dijo que era originario de Nueva York y afuera, antes de entrar a la tienda, le pregunté de que parte de NY era y me dijo que de Central Park. No me importaba hablar con él otra vez. Llegamos a Tlatelolco y ahí venía atrás, mezclado en la multitud, como ellos, siguiendo los pasos que llevan a la salida, marcados; él visible para todos pero ellos invisibles para él, con un andar de loco y su olor agrio. Iba cargando unas cajas de cereal Kellogg’s aplanadas como si fueran libros. En el descanso de las escaleras había una mujer indígena de pie, pidiendo limosna; cargaba a un recién nacido envuelto en su rebozo y una niña de unos tres años le caminaba en círculos por las piernas. Rodrigo el loco subía bailando y contando sus cajas de cereal, cuando llegó al descanso la mujer indígena tenía la mano extendida, pedía, suplicaba, y Rodrigo se hincó frente a ella, extendió sus cajas en el piso ante los pies de la mujer, como ofrendas, como si fueran unas flores y la niña se escondió entre las faldas largas de mamá; después Rodrigo se levantó y empezó a bailar. Aun en su locura o borrachera, o pase, o viaje, o cual fuera lo que El loco llevaba, había en él un gesto de bondad con intención de alegrarle la vida a la mujer, como que su baile era el ánimo para que la miseria se alejara de la vida, para que el hambre se olvidara y para que la inocencia se conjugara en los dientes de la pequeña y le sonrieran a la locura, al ruido; al Loco. Desde luego todos pasamos sin ser detectados, lo vimos bailar, lo grabamos en nuestra memoria: un loco, una indígena pidiendo limosna, una niña asustada, el recién nacido en el rebozo. Por un momento me contagió su alegría, dije mentalmente que El loco no estaba tratando de lastimarlas, bailaba nada más. En ese momento, como si se hubiera arrancado de la realidad, El loco extendía el brazo izquierdo y la mano derecha la recargaba en el estómago, meneaba las caderas de un lado a otro y dibujaba la escena, con su mezclilla apestosa y harapienta, su media raya de las nalgas de fuera, sin calzón por supuesto, nalgas peludas y flácidas, raya negra, piernas flacas que desequilibradamente componían unos pasos torpes de baile ranchero, de baile loco. Lo vi contento, Rodrigo el loco alegre, pero la mujer lo ignoraba y giraba para evadirlo, le daba la espalda, extendía su brazo moreno pidiendo limosna. Pobre mujer, no sabía que al hacer eso ella también entraba en el baile aunque no quería bailar, daba vueltas, sus faldas se extendían como alas de pavorreal, el loco meneaba la cadera, sonreía y sus dientes, completos hasta eso, eran cascabeles o un tipo de castañuelas. Estábamos ante una escena pintoresca, yo no pude evitar un pensamiento morboso y asqueroso, porque pobre mujer no se merece que yo haya pensado eso; si en su locura, borrachera o lo que fuera ese loco de Rodrigo sería capaz de tener sexo con ella. Loco yo por pensar así. Seguí mi camino. Todos seguimos nuestro camino y El loco se quedó ahí sin vernos.

Un mes después lo vi en la calle de Génova, en la Zona Rosa. Estaba afuera de una pizzería sujetando una pancarta hecha de papeles y cartón (Rodrigo tiene un afán por el cartón) como manifestando una huelga. Tenía cosas extendidas en el suelo junto con hojas y unos libros destrozados, después puso la rodilla izquierda sobre el piso, dejó caer la pancarta y echó los brazos para atrás, inclinado hacia un lado mirando la suciedad y las líneas de la banqueta. Rodrigo parecía estar en un trance, como hipnotizado en un ritual urbano y su menjurje era una botella de agua ardiente. Cuando pasé y lo vi no pude creerlo, me dio un extraño vértigo y alegría, cómo es posible que yo recuerde tanto a Rodrigo, que lo reconozca, que me sepa con detalle su nombre y su aspecto. Sé que era él y eso que en esta ocasión tenía puesto un sombrero como de Guilligan, los mismos pantalones de mezclilla, las mismas sandalias croc chinas, de esas que parecen la mascara de Jason Voorhees. Rodrigo no me vio, por supuesto y, mientras me alejaba, pensaba en como yo soy invisible para él, que yo sí lo recuerdo y él a mí no. Le escribí un mensaje a Paola y le conté, ya le había hablado de Rodrigo, desde la primera vez que lo vi en el elevador en Tlatelolco. Pero raro, le dije a Paola, él ni siquiera sabe quien soy yo, es como que soy invisible para él. La gente dice que los locos indigentes son invisibles para la sociedad, y Paola me dijo que no, que somos nosotros los invisibles. Y si te pones a pensar es verdad, ellos no se acuerdan de nosotros, no nos toman en cuenta. Pasamos junto a ellos y no somos más que imágenes efímeras, somos bultos de colores que vuelan por las calles, y ellos están ahí, nosotros no. ¿A poco no tienes recuerdos de Pedro el loco, del Mai, de la que le decías María la del barrio? Mi hermano les tenía miedo; cuando lo regañábamos le decíamos “aguas o te traigo a Pedro el loco” y era como decirle de lo que iba a morir, le tenía pavor. Y es que los locos están en nuestras historias familiares, en nuestras leyendas; de Pedro el loco se decía que había sido un chico muy inteligente y que una vez alguien le echó una pastilla en la bebida y desde ahí se quedó en un viaje sin retorno. Pedro hablaba inglés. Loco en inglés. A Rodrigo lo volví a ver en Reforma, afuera del hotel Marriott, mirando la fuente, viendo como la ciencia de la caída del agua es un mito para él. Días después lo volví a ver en Ejercito Nacional, yo iba en el camión y él estaba tirado sobre el pabellón, sujetando una botella de jabón con agua, con las que limpian los parabrisas de los autos durante el alto. Rodrigo estaba dormido, le caía baba de un lado de la boca, estaba encogido como un muerto tieso bajo el sol de un desierto. Los carros pasaban, los camiones llenos de gente lo podían ver, lo podíamos admirar como dormía, junto a un labrador negro que como él estaba tieso del sueño. Y yo le escribí a Paola y le dije que no me lo iba a creer pero que seguía viendo al loco por todos lados de la ciudad. En otra ocasión lo vi en la avenida Guerrero, estaba desayunando con un grupo, eran cuatro hombres y una mujer, que a esa hora de la mañana ya sonreían, con bocas rojas y pelos extremadamente negros y como estropajos. Y yo los miré por los dos segundos que pasó el camión por ahí y los grabé en mi mente y dije que, si volvía a pasar por ahí, los recordaría y ellos ni en cuenta, porque ellos a mí no me conocen. Otra noche, dos después de la navidad, Rodrigo se subió al Metrobús, iba sucio, descalzo, pero sin esas barbas gruesas. Cuando lo vi me miró a los ojos y me dijo con permiso, yo me hice a un lado para dejarlo pasar y tomó un asiento. Íbamos rumbo a Buenavista, pero Rodrigo no se daba cuenta que yo a sus espaldas hablaba con él, en mi mente claro, y le preguntaba que si en verdad no me recordaba, y él me decía que no, y yo le decía que yo le había comprado un Chamoy y que habíamos platicado en el elevador, y él decía que no, que lo sentía mucho pero que no se acordaba de mí, y yo le decía, yo te vi afuera de la pizzería, en Génova, y él me decía, no, lo siento, no era yo. Otro día, un amigo me preguntó que si allá en New York hay muchos indigentes, yo le dije que sí, pero que en Los Angeles hay más, que yo nunca había visto tantos en un solo lugar como cuando caminé por Skid Row. Me pregunto a veces si Rodrigo conocerá esa parte de Los Angeles, y si conoce la estación del Subway West 4, en New York, donde hay muchos Rodrigos. Y yo, yo sigo con que yo, que yo si lo recuerdo, que yo si sé quién es él, que yo y no él, sabe que andaba una vez por Reforma afuera de un hotel mirando una fuente, y yo, solo yo sé que lo vi desayunar, porque él jamás en su vida ha estado en mi casa, y nunca por su puesto me ha visto comer. Es más, yo he visto a Rodrigo bailar con la indígena y yo nunca he bailado cuando él haya estado presente, porque yo no bailo, y yo no colecciono cajas de cartón, y yo no sé como he llegado a pensar tanto en Rodrigo, a tal grado de que ya cada vez que ando por Insurgentes, o por Polanco, quiero verlo, quiero encontrármelo para hablarle y recordarme que lo conozco, que sé quien es. Sus pantalones, sus pasos, sus pelos, su parecido con la locura de esta ciudad, con la invisibilidad del cielo, con la eternidad de las estatuas que lo miran todos los días, con una rodilla sobre el piso pienso y pienso y llego a la conclusión de que el invisible soy yo, de que yo no existo, de que yo siempre seré solo una sombra de colores, un bulto de ropas que camina rumbo al trabajo y a la casa, que come y respira porque me han dicho que lo tengo que hacer. Sin embargo Rodrigo existe, es recordado por todos, yo no.

“Miénteme y di que no estoy loco,
miénteme y di que solo un poco
…y como un lobo voy detrás de ti,
paso a paso tu huella he de seguir”.**


*Canción de Caifanes

**Canción de Miguel Bosé


Photo Credits: Rubén Rojas Gratz

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