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Mélisande Labrande

Los hombres circulares

«Me siento sola contigo». Eso fue lo que me dijo. A mí aquello me pareció muy hermoso. Nunca nadie me había dicho algo parecido. Tampoco creo haber sentido lo mismo por nadie. Hasta el momento en que me lo dijo. Porque enseguida, después de haberlo escuchado, me dije que yo tampoco estaba muy lejos de sentir lo mismo. Por ella. Que me sentía solo con ella, yo también, cariño. Pero no se lo dije. Habría sido demasiado pronto. Y también un desperdicio. Habría terminado dañando el efecto antes de que éste tuviera tiempo de desplegarse, pequeñas ondas en la calma superficie del agua, y todo por tan poca cosa. De manera que seguí mirando el fondo de la olla que en ese momento estaba repasando tranquilamente con un estropajo, sonriendo y sin poder esconder esa misma sonrisa, puesto que mis manos estaban todavía mojadas y llenas de detergente líquido. Me dijo: «¿Y encima te ríes?», y en ese preciso momento, o más exactamente cuando me dijo «y encima», pensé que quizás no había escuchado bien aquello que ella había querido decir, aquello que había entendido, ella, o más bien aquello que yo había entendido con esa frase, «me siento sola contigo», esa frase que me había parecido tan hermosa, tan pertinente, y que algún día, quizás, yo utilizaría con otra persona – aunque seguramente no sería en un futuro próximo. 

Entonces continuó. «Ahora mismo, quisiera que me dijeras si te sientes capaz de hacer un esfuerzo». Inmediatamente, dejó caer los hombros «Sí, no, nada, mejor olvídalo. De todas formas, si tienes que hacer un esfuerzo es porque ya todo está perdido».

Yo no sabía a dónde quería llegar con todo eso. Igual, después de haber vivido dos años juntos, había una cosa de la que estaba seguro. Por el bien de todos, lo mejor era dejarla terminar en voz alta su razonamiento. Que llegara hasta el final, hasta el final del final, al menos hasta ese punto en el que dejaba de hablar por unos cuantos segundos. Así eran las cosas. Sabía que si elegía a tiempo un lugar seguro para retrucar, al menos sería posible alcanzar juntos cierto acuerdo de entre toda esa lava ardiente que ella acababa de arrojarnos sobre la cabeza. Tenía que actuar con rapidez, sin pérdida de tiempo, antes de que las palabras volvieran a encadenarse hasta formar esa sólida certeza que ella me restregaría en la cara: «Mira cómo ni siquiera tienes nada qué decir».

Sin embargo, esta vez no siguió. Se detuvo y luego me miró a los ojos. Yo busqué en su mirada algo que me dijera que ella sólo esperaba un respiro, un intento de respuesta para poder seguir adelante con su discurso. Y lo intenté: dos veces seguidas entreabrí la boca y fruncí el ceño, pero ella no dijo nada. En verdad esperaba que yo dijera algo. Desafortunadamente, no había podido encontrar un lugar seguro para retrucar. Entonces intenté abrazarla y me puse a pensar rápidamente en las cosas que habrían podido molestarla en los últimos días. Pero fracasé en cada uno de mis intentos. Ella se liberó de mi abrazo, con esa expresión de malestar que normalmente le veo cuando me siento en la cama con mis vaqueros sucios, antes de que hayamos desecho la cama que ella misma ha hecho por la mañana. Aunque, al menos esta vez, me había cuidado de secarme bien las manos con el trapo de la cocina.

«Lástima. Llevo varios días esperando que me digas algo, pero no, qué va. Aparentemente, un poco de respeto es pedir demasiado. Bueno, como siempre, soy yo la que hablará. Lo sé todo, Alexis. Lo entiendo. Te deseo lo mejor, de verdad, pero yo necesito protegerme. Me voy a casa de Nadia, al menos mientras consigo algo. Pasaré por mis cosas este fin de semana». 

Todavía le tomó casi cinco minutos abandonar el apartamento, porque no encontraba sus llaves. Finalmente encontró las llaves, que estaban en el bolsillo exterior de su bolso, y su teléfono, que estaba en el bolsillo de su pantalón, y luego tiró la puerta y se largó.

* * *

Ya en la planta baja telefoneé a Nadia. «Está hecho». Nadia me dice que está orgullosa de mí. Me siento sobre todo aliviada de no haber tenido que tragarme todas esas cosas, todas esas palabras que tenía atoradas en la garganta. Desde hace cuarenta y ocho horas que vivo con eso, que estoy segura, pero quise esperar a que llegáramos a casa. Incluso le di una noche, toda una noche, una última oportunidad para que me hablara – pero él prefirió dormir. A mí, claro, esa noche me costó conciliar el sueño. Pensaba en el calor que irradiaba su brazo ; sabía que esa sería la última vez que lo sentiría así, en mi costado izquierdo. Sabía que volvería a encontrarlo, al despertar, bajo la forma de un calor difuso en la habitación, ese calor de su cuerpo todo, mezclado al mío. Ese pensamiento me hizo dudar durante algunos segundos ; ¿por qué quería yo acabar con todo eso ?

Cerré los ojos y de golpe recordé por qué. Me acordé de esa última noche en Atenas. A través de la ventana, se escuchaban los últimos gritos de los juerguistas que se separaban, que se despedían. Abrí los ojos: el despertador indicaba las cuatro y treinta. La alarma sonaría dentro de veinte minutos, de manera que no valía la pena tratar de seguir durmiendo. Me quedé un rato allí, acostada. Me di cuenta de que no habían sido los ruidos de la calle los que me habían despertado sino el olor de la habitación. Un olor fuerte y mixto, como a tabaco fresco y a jabón de Marsella: el mismo olor de Edouard. Era de esperar, puesto que habíamos pasado todo el día junto a él. Amablemente, nos había paseado en su coche, desde el museo arqueológico hasta la Acrópolis, tomando pequeños desvíos para que pudiéramos apreciar las fachadas de algunas mansiones de cónsules. Edouard vivía en Atenas desde hacía veinte años. Era director del Institut Français, después de haber sido profesor de letras clásicas en la misma institución.

La víspera, frente a la estación de metro Sintagma, en donde habíamos quedado para encontrarnos, justo antes de que Edouard llegara, le había contado a Alexis lo poco que sabía de él. Edouard era un viejo amigo de mis padres, de sus años de facultad en Lille. Cuando se enteró de nuestro viaje a través de las islas Cícladas, a principios de septiembre, enseguida se ofreció a alojarnos, aunque sólo fuera por una noche. La última noche. En mi memoria y, más recientemente, según lo que me contara mi madre, se trataba de un chico agradable, muy culto y un poco amanerado. A lo que Alexis respondió: «No me mires así. Me voy a portar bien, te lo prometo».

Edouard resultó ser encantador, ciertamente, además de tener la energía de tres personas juntas. Nos encontró sudados, agotados después de haber pasado la noche sobre la cubierta del ferry cargando con el sobre peso de nuestros equipajes. No se preocupó en saber si habíamos tenido un buen viaje, pero propuso que fuéramos a desayunar en uno de sus sitios favoritos de Atenas, el patio de un hotel en donde podríamos descansar un poco antes de comenzar nuestra expedición. La sugerencia fue recibida con un ruidoso «¡perfecto!» por parte de Alexis y con una gran sonrisa de mi parte, antes de entrar en su pequeño coche con aire acondicionado. Después de cinco minutos de tráfico, el sudor de mi pecho, mi espalda y mis axilas se transformó en un velo glacial ; frente a la luz roja del semáforo, le pregunté a Edouard si podíamos bajar el aire acondicionado. Edouard se volteó un poco para mirarme, y luego completamente hasta dar con Alexis, que estaba en el asiento de atrás. Pareció considerarlo durante algunos segundos, mientras parpadeaba. Luego se acomodó rápidamente frente al volante, colocó primera y, de un gesto preciso de sus dedos, bajó la intensidad del aire de 4 a 2.

«Sucede que aquí», nos dijo, encogiéndose de hombros, «somos un poco especiales», agregó, con los ojos todavía cerrados y la boca abierta en una gran sonrisa dirigida al parabrisas que duró unos treinta segundos.

«Sí, es que todavía llevo puesto mi vestido de playa». Al decir esto, esperaba naturalmente un cumplido  – pocas cosas son tan lindas como un vestido de algodón sobre unas piernas bien bronceadas. Pero nada: Edouard se concentró en la ruta hasta el siguiente semáforo, sin decir una palabra, y luego inclinó la cabeza hacia el retrovisor interior.

«¿Habías venido antes a Atenas, Alexis? Es Alexis, ¿no? ¿O me equivoco?» Alexis me miró y sonrió antes de responder: «No, la verdad es que no».

« Es la primera vez que venimos juntos », precisé. « Yo vine con mis padres hace más o menos diez años… ya sabes, ese famoso viaje: primero fuimos a Venecia, luego Istría, Montenegro, y luego… ».

«Estupendo, estupendo. En ese caso, no hay tiempo que perder. ¿A qué hora sale mañana el avión? Dios mío, no va a alcanzarnos el tiempo. ¡Tienen que venir a verme de nuevo!».

Edouard hizo todo para que nos dieran ganas, si no de volver, por lo menos de agradecerle reiteradamente – algo que Alexis y yo hicimos de manera sistemática. A la hora del aperitivo, cuando quise invitarlo para celebrar una jornada tan espléndida, él me detuvo con el reverso de la mano y un gesto de su rostro que quería decir «no te preocupes, querida». Cuando Alexis, preocupado por la cena, preguntó qué podríamos hacer de comer, Edouard se volteó hacia mí, sin mirar a Alexis (yo hasta me pregunté si lo había escuchado): «¿Tu novio va a seguir tratándome de usted? Me siento como si tuviera un pie en la tumba, ¿no te parece?».

Edouard tenía todo listo: «Les advierto que será algo ligero, porque con este calor…». Después de tomar una ducha, nos esperaba una cena fría y suculenta ; todo tipo de entradas dispuestas en pequeños recipientes de cerámica en colores claros. Había puerros a la vinagreta salpicados con botarga de atún rayado que Edouard, hablando con mucho lirismo, nos explicó que conseguía a través de un pescador que conocía y al que iba a visitar, al menos una vez al mes, para comprarle un grueso bloque – y otros platos igual de refinados, aunque ni Alexis ni yo nos atrevimos a preguntar más detalles.

A mitad de la cena, Edouard fue a buscar una segunda botella de vino blanco. Yo me volteé para mirar a Alexis y fue en ese momento que sentí algo. Nunca antes lo había visto así: lucía radiante. Al principio yo también le sonreí, como si quisiera ser cómplice de su belleza, de su alegría, de la suerte que teníamos de estar ahí, hospedados, alimentados con esmero después de haber pasado tres días sin comer decentemente. Él también me sonrió, pero su mirada seguía siendo la misma. Me fijó un momento, como si estuviera en el extremo opuesto de un paso de montaña, desde donde podía sin duda percibir la silueta de mi cuerpo pero no alcanzara a distinguir los rasgos de mi rostro. 

Tuve ganas de gritar, de hacerle señas con los brazos, de obligarlo a que me mirara de verdad, que me dijera qué pensaba de todo eso, una señal, un pequeño chiste acerca de Edouard, acerca de los puerros a la botarga, un comentario, por muy estúpido que fuese, cualquier cosa menos esa expresión que me decía: «Estoy aquí, estoy contento, estoy donde debería estar, no necesito nada más». Intenté entender qué había en esa mirada, una mirada que no era ni mala, ni agresiva, pero que me excluía violentamente. Sabía que era estúpido. Nada justificaba ese nudo que había comenzado a formarse en mi garganta, un sentimiento venido de viejos tiempos en los que de pronto una se encuentra excluida de los demás, enfurruñada en una esquina hasta que los padres o algún otro juego hacen su aparición. Hacía falta, y rápido, una salida, una solución para no ponerme a llorar de manera ridícula. En ese momento, lo único que se me ocurrió fue redoblar esfuerzos: lo importante era no dejar que se notara que todo lo que decía se me escapaba al instante. Cada palabra, ni bien salía de mi boca, se transformaba inmediatamente en una invitación para que Edouard se lanzara en una exposición brillante acerca de todo y de cualquier cosa: las estatuas criselefantinas, el tiburón duende prehistórico encontrado la semana pasada en las costas de Australia, el programa del Met o el electorado del Amanecer Dorado… Yo le respondía, intercambiábamos cortésmente nuestros puntos de vista y nuestros gustos que, en términos generales, coincidían. Luego Edouard hacía una pequeña pausa e, indefectiblemente, buscaba la opinión de Alexis. «¿Y a ti, Alexis, cuál es el tipo de ópera que más te gusta ? ». Alexis respondía sucintamente y seguía comiendo. Su apetito parecía agradarle a Edouard, que no dejaba de repetirnos que siguiéramos comiendo, con un tono de voz cada vez más dulce.

Propuse que sacáramos los helados del refrigerador para que se ablandaran un poco. Nadie me respondió. De todas maneras los saqué y, al pasar frente al aparador, vi que Edouard había sacado una botella de grapa. De vuelta a la mesa la conversación giraba en torno a las ventajas de la expatriación – es decir, que Edouard contaba cómo, a la edad de veinticinco años, se había convertido en un gorrón profesional en el Institut Français. En cuestión de meses, había pasado a ser el favorito de cuatro o cinco peces gordos que, siempre de viaje, contaban con su ayuda para que les cuidara la casa, regara las plantas o alimentara a los canarios. «Tengo que admitir que fue una manera más bien simpática de aterrizar en una ciudad nueva. Ustedes que son jóvenes también podrían hacerlo… y recuerden, en previsión de futuras aventuras:  ¡El Institut Français, donde quiera que se encuentren!».

Afortunadamente, la cena terminó antes de lo que esperaba. Al primer bostezo de Alexis, Edouard se levantó bruscamente y, dando un par de palmadas: « Pero qué tarde es, y yo aquí aburriéndolos con mis historias! Vale, a dormir. Nada de eso, yo me encargo…» agregó mientras me amenazaba con un dedo, antes siquiera de que yo empezara a recoger los platos. Ambos subimos hasta la habitación de huéspedes. Alexis se derrumbó en la cama y se quedó dormido al instante, sin desvestirse. Viniendo del baño me encontré con Edouard, que en ese momento estaba colocando algunas toallas en un mueble frente a nuestra habitación. Edouard asomó la cabeza por la puerta: «¡Tan rápido! ¡Vaya salud !». Yo le sonreí detrás de mi cepillo de dientes y luego cerré la puerta. 

La única explicación para ese olor era la siguiente: Edouard había estado merodeando por la habitación mientras dormíamos. Debió de haberse quedado un buen rato. Lo veía todo tan claro como veía los gruesos números amarillos del despertador: sentado en una silla, ahí, cerca de la mesa de noche del lado de Alexis, sus manos sobre las rodillas, embelesado, mirándolo dormir. Me fue imposible sacarme esa imagen de la cabeza. Al final me levanté y bajé al living. La mochila estaba lista, a sabiendas de que partiríamos temprano en la mañana y que es precisamente en esos momentos en los que uno se olvida algo. Me había costado mucho cerrarla por culpa de una botella de ouzo que compramos como recuerdo, y no pensaba abrirla tan solo para sacar un libro. Me senté en un sofá de cuero bastante gastado y tomé una revista literaria de encima de una pila. Debajo había una edición bilingüe de El Banquete de Platón. Lo abrí en la página marcada por una vieja postal en donde se veía el castillo Sant’Angelo, en Roma, en el punto en que empezaba el discurso de Aristófanes. Entonces me puse a releer por encima ese pasaje, que recordaba vagamente.

En otro tiempo, cuenta Aristófanes, los hombres eran dobles. Había tres sexos sobre la tierra: los hombre-hombre, las mujer-mujer y los hombre-mujer (andróginos). Sus cuerpos eran redondos y estaban compuestos de dos caras, cuatro piernas, cuatro brazos, cuatro orejas, etc. «Cada vez que se lanzaban a correr velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan volteretas circulares haciendo girar las piernas hasta la posición vertical, se movían en círculo rápidamente apoyándose en sus miembros que entonces eran ocho». Vigorosos de cuerpo y alma, se mostraban cada vez más audaces, al punto de haber escalado hasta el cielo para provocar a los dioses. Entonces Zeus, encolerizado, le puso fin a sus ambiciones: «Ahora mismo los cortaré en dos mitades a cada uno y de esta forma serán más débiles». Y así lo hizo. Luego se le encargó a Apolo que volteara sus cabezas, de manera que pudieran contemplar su herida vergonzosa y recién cosida, consecuencia de su temeridad. A partir de ese momento, cada mitad comenzó a errar por el mundo. Todas buscaban desesperadamente la otra mitad de la que habían sido separadas, pero sus abrazos eran tristes, incompletos. Entonces Zeus, conmovido por tanto dolor, desplazó los órganos sexuales hacia el frente, para que los hombres pudieran finalmente unirse.

En la página siguiente, tres líneas subrayadas con un crayón llamaron mi atención: «Si en el abrazo se encontraban hombre con mujer, engendrarían y perpetuarían la especie, pero, si se encontraban varón con varón, muy pronto la saciedad los separaría, y volverían su atención a los cuidados de la existencia, preocupándose por otras cosas».

El despertador sonó y pude escucharlo a través del techo. Me quedé quieta. El aparato siguió sonando. Luego escuché un ruido sordo: el despertador se detuvo, pero no escuché nada más. Me quedé allí, intentando escuchar algo. Nada. Ya era hora. No estábamos muy lejos del aeropuerto, pero el avión saldría en una hora y media. Teníamos que comenzar a prepararnos si no queríamos perder el vuelo. Dejé sin terminar la lectura y subí a la habitación.

* * *

Apenas comenzó a bajar las escaleras y ya el movimiento que había hecho para intentar detenerla se desinfló lentamente. Durante el tiempo que le tomó tirar el bolso por el suelo, con uno de esos gestos terribles, eficaces y llenos de rabia que parecen ser su especialidad, o mientras revolvía y encontraba en sus bolsillos las cosas que estaba buscando antes de tirar tras de sí la puerta, tuve la oportunidad, al menos, de detenerla tres veces, pero las tres veces me desanimé. De todas maneras, sabía que volvería en uno o dos días, precedida de media docena de llamadas telefónicas, «para aclarar las cosas» – es decir, para que yo me disculpara, una vez que me hubiese explicado por qué. Me senté en la cama y aproveché la tranquilidad que volvía a instalarse en casa. Estiré mis piernas sin quitarme los zapatos. De golpe, me sentí muy, muy cansado. Todavía intenté entender en lo que acababa de pasar. La verdad, no era la primera vez que Laure tiraba la puerta y se largaba sin decirme las razones de su enojo. De hecho, aquello sucedía bastante seguido. Como si lo que más le gustara en esta vida fuera alejarse de mí, dejando, tras ella, apenas un poquito de sí en mi vida – preferiblemente bajo la forma de un reproche. Un regalo tan minuciosamente envuelto que uno no puede hacer otra cosa que intentar imaginar lo que contiene. O bien tirarlo a la basura.

Volví a pensar en esa mirada suya cuando intenté abrazarla, hace apenas un momento. Una mirada como de ganas y de asco al mismo tiempo. Pensé: ¿es que acaso ya no he visto esa mirada antes? Ayer, en el avión, cuando intenté contentarla después de que casi perdiéramos el vuelo por culpa de mis retrasos, como de costumbre. Nos sentamos en nuestros puestos  (ya habían pasado veinte minutos sin que me dirigiera la palabra). Hice exactamente lo que le gusta que hagamos en esos casos: un balance, un balance positivo de los últimos acontecimientos: “Muy simpático Edouard, la verdad. Fue una buena idea haber pasado la noche en su casa».

Fue justo en ese momento que me miró de esa manera extraña antes de girar la cabeza hacia la ventanilla y cerrar los ojos, como si sus ojos se hubieran imantado para siempre. Me dije: «Mierda». Eran las seis de la mañana. Yo no tenía ganas, ningunas ganas de discutir a las seis de la mañana. Cerré los ojos yo también e hice como que no veía que ella abría los suyos intermitentemente, como escrutando mi reacción.

Cerca del final de la tarde, recibí una llamada de su amiga Nadia.

«Laure no quiere verte más. Encontrémonos mañana a las siete en el café frente a tu casa para que me des sus cosas. Pasaré a buscarlas antes de ir al trabajo».

«Entendido», le dije, sabiendo que éste no sería el último asalto, aunque también sabía que lo mejor era no argumentar si quería que pasáramos a la siguiente etapa lo más rápido posible. Puse en modo silencioso mi teléfono y me acosté a dormir.

A las seis y treinta me desperté sobresaltado, pensando que se me había pasado la hora de la cita. Tenía cuatro mensajes en mi buzón de voz. Escuché el primero: Nadia me decía que, finalmente, el plan no cambiaba, que sería ella la que vendría, y que esperaba que no se me olvidara ninguna de las pertenencias de Laure porque hacer de mandadera un martes por la mañana no era nada divertido. Había una cierta tensión en su voz, como si estuviera tratando de remarcar algo a alguien que también la escuchaba hablar y que no era sólo yo.

El mensaje siguiente (el precedente, según el orden cronológico, hoy, a las seis y catorce), era de Laure: me advertía de una manera un poco amenazante que ella no tenía la intención de huir de la realidad, que ella estaba preparada para enfrentarme, que esperaba que yo también. Que yo había tenido toda una noche de más para reflexionar acerca de la manera en que debía, finalmente, hablar con ella: «Tengo derecho a una explicación, la necesito para poder reconstruirme. Creo que me debes al menos eso». El mensaje terminaba bruscamente.

Hoy, a la una y diecisiete, «Y pensar que te presenté a mi hermanito».

Ayer, a las once y cuarenta y dos: «No entiendo cómo has podido mentirte todo este tiempo».

Me levanté y tomé el rollo de bolsas de basura bajo el fregadero. Desprendí una y empecé a meter sus cosas. Tenía kilos de ropa. Necesité tres bolsas de treinta kilos, y luego pasé a los zapatos. Metí los libros en dos cajas. Pero lo que ocupaba más espacio, eran todos esos estuches. Tenía decenas y decenas. La verdad no entendía cómo podía necesitar todo eso. Vacié el contenido directamente en la última bolsa y luego metí los estuches uno adentro de otro, como muñecas rusas, lo que me hizo ganar bastante espacio. En veinte minutos había terminado. Sólo hicieron falta tres viajes. Las cuatro bolsas, luego la caja y dos bolsas más y, finalmente, la última caja. El ascensor estaba fuera de servicio. La última serie de cinco escalones los bajé casi al vuelo. Dejé todo frente a la puerta del edificio, y luego volví a subir a pasos cortos.

Eran las siete menos uno. Entre semana, el camión de la basura pasa a las siete y cinco. Laure le tiene horror a la gente que llega tarde.

Este cuento fue escrito por Melisandre Labrande y traducido al español por Diego Martínez.

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