Nadie, ni la mente más brillante ni el alma más elevada, tenía pronosticada con fecha fija la estrepitosa caída del auto coronado rey. Peor aún, nadie pensó que la causa de su inimaginable abatimiento estuviera en manos de un ser tan diminuto y poderoso a la vez. La raza humana, aquella que se adueñara del planeta después de tantas conquistas e irrespetos, hoy, aunque le parezca increíble y le duela en el orgullo, se ve privada de lo que a sus falsos súbditos robó por milenios. La furia de la rebelión de la naturaleza manifestada en un ente invisible, está vapuleando al ser humano con la enfermedad, el encierro y hasta con la muerte. Concretamente, le está quitando lo más preciado en cualquier ser vivo con procesos mentales: el derecho a manifestarse con libertad. Una dura, retadora y penosa realidad que se está volviendo necesidad para las sociedades que desean disminuir el riesgo de morir.
No obstante, a pesar de que los hechos nos circunscriben a deducir que este despertar de la virulencia llamada COVID 19 ha sido inaudito y despiadado, es este mismo caos el que nos motiva a zambullirnos internamente para redescubrir herramientas complementarias al aislamiento, para reencontrar virtudes que nos ayudarán ahora y por siempre, pues el mundo cambió desde diciembre de 2019. Porque además de confinarnos e incrementar la higiene, necesitamos revalorar a la empatía que salva vidas, a la generosidad que llena el estómago de un tercero y a la paciencia que hace que lo que pareciera no tener solución se convierta en esperanza. Porque más allá del espanto levantado y mediatizado, quizás sean estos valores los despertares de una corona, los que verdaderamente nos saquen ilesos de esta prueba de vida. Y expreso ilesos, mas no vencedores. Ha llegado el momento de concebir al otro, de concebirnos, como prójimo y no como competencia, como aliado y no como enemigo, como constructor y no como culpable.
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