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Maria del Rosario Lara

Los cuarenta y tres (Parte II)

Ave María purísima, sin pecado concebida.  Ángel de mi guarda, dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día.  Protege a mis hijos y que aparezca mi Chuy.  Virgencita, tú eres madre como yo y sabes lo que sufro, apiádate de mi hijo y de mí.

Si Dios no te escucha, entonces recurres al Hijo del Hombre, al Cristo Crucificado, y le encargas al Ausente.  No, reflexionas y te corriges a ti misma, debe proteger a todos, a todo el pueblo.  Tienes miedo de despertar un día y descubrir un pueblo desierto, especialmente ahora que muchos vecinos andan en las marchas exigiéndole al gobierno el retorno de los cuarenta y tres.  Eres buena.  Pides por todos, quieres evitar más ausencias forzadas.  Pides por todos, no quieres más madres dolorosas.  Tal vez el Hijo del Hombre si te escuche; el Hijo del Hombre es hombre y, por eso mismo, debe saber de miedos y de angustias, de deseos y de esperanzas.  El Hijo del Hombre también supo de la necesidad y el dolor.  El Hijo del Hombre debe estar más cerca de tu sufrimiento que Dios Padre.  Le rezas al Hijo del Hombre con la mirada puesta en el porvenir, en ese porvenir que tarda en llegar y que te devolverá al hijo.

Al Hijo de Dios no lo desaparecieron, nadie lo hurtó.  Lo crucificaron y su madre estuvo allí para verlo. Poncio Pilatos o ¿Pilato?  Te confundes, no sabes si es Pilatos o Pilato, pero sí sabes de lo que estás hablando y lo que estás sintiendo.  Por lo menos el romano le concedió a la madre, en medio de toda su desgracia, ver morir a su hijo y enterrar el cuerpo, cuerpo de hijo, en sepulcro conocido.  Tú careces de un cuerpo y de una tumba y compruebas que sí hay mujeres más desgraciadas que la Virgen del Tepeyac, aunque el párroco afirme lo contrario. A ti, la incertidumbre te va debilitando día a día, aunque ya has aprendido a convivir con ella.  Pero a veces, es tan grande que te estremeces toda sin poder controlar los estertores del dolor.  Y cuando el dolor alcanza su clímax, le dices que quieres acariciar la cabeza de tu hijo y no te dicen dónde está; le dices que anhelas oír su voz y te tapan los oídos; le dices que añoras aliviar las cicatrices de sus manos morenas gastadas de trabajar la tierra y te las esconden; le dices que necesitas verte reflejada en su mirada para saber que la vida todavía tiene valor y te han vendado los ojos.  Eres buena.

Ave María purísima, sin pecado concebida.  Ángel de mi guarda, dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día.  Protege a mis hijos y que aparezca mi Chuy.  Dios misericordioso y lleno de amor, ya tráeme a mi hijo sano y salvo, pero que me acompañe aquí en la tierra, así como hace el tuyo en los cielos.

Siempre, al caer el día, intentas traicionar el destino de la noche; noche hecha para el sueño.   Quieres mantener la conciencia alerta para cuando aparezca tu hijo.  Pero, a pesar del esfuerzo, tus ojos, ahora hinchados permanentemente por el llanto infinito, empiezan a cerrarse.  Las imágenes y los sentires se van tornando caóticos a medida que vas entrando en el túnel oscuro de la inconsciencia y te cuesta trabajo distinguir las penas de las esperanzas.  Los recuerdos se superponen unos a otros sin ningún orden cronológico; y, de repente, aparece una imagen del Ausente.  Entonces, te armas de valor y vuelves a dar batalla al sueño que te dice la verdad: tu hijo está desaparecido.  Te niegas a entrar al mundo de la noche, al mundo de los muertos y de los fantasmas.  En la vigilia la esperanza vive; en la vigilia tu hijo vive; en la vigilia tu hijo es.   De nuevo estás a punto de cerrar los ojos, pero una voz te pone en guardia y te dice que vas a claudicar. Voz de la vigilia, seguramente, que quiere al hijo vivo.  Voz entrañable que mantiene encendidos los débiles susurros de la vida.  Vuelves a abrir los ojos atormentados, tu hijo todavía no llega.  Eres buena.

Los días se han vuelto meses y los meses casi son un año.  Desde que te enteraste del secuestro de los cuarenta y tres hijos el tiempo se ha detenido, aunque el calendario embustero te diga otra cosa.  El tiempo se estacionó en un punto implosivo.  El tiempo es el instante en que manos, ojos, voces y armas de fuego cercenaron el pueblo cuando te quitaron a tu hijo.  Ese instante es lo único que sobrevive en el tiempo y en tu memoria. El instante eterno.  Ese instante es probeta que ha engullido los otros pasados. Ese desquiciador instante, pura presencia, en su avaricia también se ha tragado el futuro.   Ese instante se ha eternizado en la ausencia de Dios. 

Ese instante maldito desborda cualquier medida, carece, el instante, de toda razón.  Sólo es, el instante, concentración y densidad de todo el mal de la vida.  La existencia, la tuya y la del pueblo, es ese instante; instante sumergido en un océano de miedos y desesperanza.  Miedos y desesperanza, corolario del abandono divino; miedos y desesperanza, certeza del rechazo de las súplicas por un Dios que no deja ver su rostro.  Lo has comprendido: Dios carece de rostro, carece de corazón y el Hijo del Hombre es impotente ante tanto mal.  El Hijo del Hombre no ha regresado a la tierra como lo había prometido; tal vez en su primera venida consumió todo el dolor que su cuerpo podía almacenar y ya no tiene más espacio para absorber el dolor humano.

Te vas percatando que el pueblo se va consolando en la aceptación de la supuesta muerte de los cuarenta y tres. El pueblo necesita una explicación, no importa cuál, para fracturar el instante y poder así restaurar el pasado y el futuro.  El pueblo necesita volver a vivir. Sientes que la noche ha vencido a los cuarenta y tres y a los vecinos del pueblo.  Los ha vencido a todos con su posible verdad, verdad sin cuerpos.  Sin embargo, el pueblo necesita volver a vivir y esa respuesta es el ancla que lo sujeta al flujo de la vida. Tú te rehúsas a entrar de esa manera a la vida, no quieres traicionar a tu hijo; habitantes de la vigilia siguen siendo madre e hijo.   Escuchas al párroco pedirles a los padres resignación, única respuesta humana ante los designios inescrutables de Dios.  Pero tú intuyes lo que ha sucedido, y te lo callas. Tú has dado con la respuesta divina: Dios se ha vuelto malo. Dios sí tiene un rostro, se te ha revelado en la conformidad del pueblo y en la injusticia no resarcida.  Has descubierto el secreto divino; Dios es la Serpiente.  Sientes su maldad en tu cuerpo.  Al separarte de tu hijo, la maldad de manos ágiles te escamoteó tu lugar en el mundo.  Pero, ¿qué se puede esperar de un Padre que sacrificó a su único Hijo?  Tú hubieras rechazado el sacrificio ofreciéndote como el Cordero Pascual.  Pero ese Dios malvado prefirió la muerte del Hijo antes de sentir dolor humano.  ¿Desde cuándo se volvió malo?  No estás segura, pero debió haber sido al séptimo día de la creación, el día en que descansó.  Después del reposo divino, el mal y la corrupción se confundieron en la creación y en su Creador.

Desde que desenmarañaste el misterio divino, ya no ruegas.  Ahora vives pendiente de la ocasión en que el instante se va a tragar todo, a ti y a tus vecinos, al sacerdote y a sus santos de barro, a los campos y a las cosechas, a la lluvia y al viento, a los muertos y a los vivos.  Le deseas al Dios-Serpiente la misma soledad a la que te ha condenado a ti y al pueblo entero.  Eres buena.

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