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Sara Zuluaga García

Los colores de María

Un perfil sobre alguien que ignora el caos

Siempre es María el problema. Antes de escribir esto me decían que ella no servía, que las buenas historias deben ser universales, nada de personajes con los que el lector no se pueda identificar. No hice caso.

María del Socorro García tiene cuarenta y cinco años y sigue cantando frente al ventilador. Se levanta todos los días a las 7:00 a.m. a tender las camas de las otras tres personas que viven con ella. Desayuna. Prende el televisor y simula ver. Sale al patio, pone tres cigarrillos entre sus dedos y en ocasiones se dibuja puntos en la piel con ellos. Sus manos nunca están quietas, su mandíbula se mueve para los lados todo el tiempo y su cabello (como ella misma lo corta), es un desastre. Le encanta sentarse en el andén de la casa a ver pasar gente y a gritarle groserías a los testigos de jehová. Dibuja con ambas manos y ambos pies. Vive en un barrio de Armenia ni muy feo para llamarle olla ni muy lindo para salir de noche. Ella camina en las mañanas, da vueltas a la manzana 35, recoge flores, pisa hormigas, saluda a los vecinos un día y al siguiente los mira apretando las cejas y los puños, sigue caminando y de pronto dice que ya no quiere compañía, que la dejen ir sola, los vecinos se miran entre ellos. Al medio día le ayuda a su mamá (a ‘Maru’) con el almuerzo. Almuerza, simula poner atención mientras sus hermanos hablan en el comedor. Se sienta de piernas cruzadas y la pierna que va arriba nunca está quieta. De vez en cuando comenta algo entre dientes y se ríe, a nadie le importa. A las 2:00 p.m. todos se van al trabajo de nuevo. María se queda en casa, simulando.

“Va a dañar el ventilador de tanto llevarlo pa’ arriba y pa’ abajo”. Una hora antes de que María empiece su rutina, se levantan los demás: ‘Maru’, Daniel y Juan. Se paran rápido de la cama, regañan a María, se bañan, desayunan. Pelean por quién pagará los servicios. Regañan a María por estar encerrada dibujando, se quejan de la bulla del televisor, se quejan de los vecinos, se quejan de alguna otra cosa, “María siempre está haciendo algo malo”. Se van al trabajo, vuelven a las 12:00 y almuerzan. Hablan de los políticos corruptos, del medio ambiente, de las malas mujeres, de la pobreza, y mientras ocurre eso hay una mujer atrás, sentada no en el comedor sino en la sala, diciendo algo. Nadie la mira. Ellos se van al trabajo. En ocasiones incluso olvidan quejarse de María. Vuelven en la noche. Alzando las cejas y los brazos le preguntan a María que porqué se tomó toda la ‘aguapanela’. En otra ocasión sería lo mismo por dejar toda la ‘aguapanela’ servida, ahí dañándose. Llegan a su habitación y sus camas están tendidas. Siempre es María el problema.

Hay 45 millones de personas con Esquizofrenia en el mundo, en Colombia alrededor de 300.000, de las cuales sólo se realiza tratamiento médico “a los que se les da la gana”, que vienen siendo el 10, o 20%. María nació en 1970, y para ese entonces la familia estaba preocupada porque la plata no alcanzaba, porque la comida no rendía, porque los vecinos jodían mucho, porque el matrimonio se deterioraba, porque la casa olía a licor. No tenían cómo saber de qué se trataban las invenciones de María, no tenían cómo entender por qué ella, a sus once o doce años tenía tantos amigos imaginarios. Hoy, no ha cambiado mucho el asunto, millones de familias colombianas no saben qué es la Esquizofrenia y no saben qué hacer con alguien que vive más en su cabeza que en el mundo.

Hubo un día en que cambiaron las cosas. María dejó de ser María y se convirtió en un número nacional. Tenía diecisiete, era martes. Ese día había sol, había médicos, había filas, había gente que hablaba bajito y miraba para los lados, había papeles, muchos papeles y había lágrimas. María ahora hacía parte del porcentaje de personas diagnosticadas. Desde entonces, cada ocho horas debe tomar Haloperidol y fluoxetina. Desde ese día dejó de estudiar y de pensar qué quería ser cuando grande. Desde ese día María sólo dibuja, canta, camina, se peina y espera, no sabemos qué.

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Hay una historia real que recuerdo vagamente, quizá valga la pena contarla: Primera Guerra Mundial, muertos, sangre y gritos. Todo era un desastre, había escombros, había llanto, había humo y ecos. En algún lugar, cerca de muchas ruinas, en un espacio pequeño había varios hombres, estaban sudando, tenían nervios, faltaban cinco minutos para salir. Esos hombres estaban bajo un edificio a punto de representar la obra teatral de Karl Kraus “Los últimos días de la humanidad”, preocupados, muy preocupados por remendar vestidos, porque el maquillaje no se corriera y por subir el tono de voz.

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La doctora que se encarga de María está muy bien: no se ríe entre dientes ni ve el canal gris en la televisión. Sólo trabaja diez y ocho horas al día, sólo toma diez cafés al día, sólo recibe doce llamadas ‘muy importantes’ al día y sólo besa a su esposo, a veces, una vez al día. Con la sobrina de diez y nueve años de María tampoco parece haber problema, salvo porque el ochenta por ciento de su tiempo pide a los demás que toquen su cabello rubio y brillante, salvo porque se mira al espejo unas treinta veces diarias, salvo porque llora cada vez que tiene que elegir qué ropa ponerse, salvo porque cree que la gente que come pizza todos los días está loca y salvo porque su cintura mide 58 centímetros y sólo come una harina a la semana, pero se muere por comer cien. El vecino de María es otro hombre normal, le duele la cabeza como a los hombres normales, trabaja horas extras como los hombres normales, pide dinero prestado, se esconde de los cobradores como cualquier hombre, engaña a su esposa y compra regalos para sorprender a cualquier otra mujer normal. Lejos de María todo está en orden.

Recuerdo que el escritor Machado de Asís inventó un personaje: el Alienista, un hombre obsesionado por estudiar la locura. En esa historia, el Alienista tiene una Casa verde en la que interna a las personas del pueblo que él crea que tienen síntomas de anormalidad. No puede estar bien de la cabeza alguien que trabaje diez y ocho horas diarias, no puede estar bien de la cabeza alguien que se desvele mirándose al espejo y se busque defectos para arreglarse. No puede estar bien de la cabeza alguien que se esconde por tener deudas con las que pagó regalos para una mujer que tampoco debe estar bien de cabeza. No puede estar completamente bien alguien que tome café todo el día, alguien que piense en cuántas harinas puede comer a la semana, alguien que no duerma pensando en cuál será el próximo préstamo. Ese martes de sol en el hospital, hubo algo que también cambió: María se escapó, sin saberlo, de esa parte del mundo que se preocupa por el mundo.

María sale todos los días por las calles sin camisa, con unas baquetas en sus manos tocando una batería que no existe. María sale con un carrito de dulces a no vender nada. María sale con un costal gigante en el hombro, con cajas de cartón y una botella de pegante en la mano a recorrer el centro de Armenia. María sale todos los días descalza a cantar sin audífonos. María sale a dar un paseo con su batica blanca, por el pasto recién podado de la clínica. En cualquier lugar hay una persona que, como ella, está escapando. Porque la gente normal está tan ocupada en el mundo que no tiene tiempo para salir de él. Quizá todos los teatreros del edificio en la Primera Guerra y quizá todas las Marías, sean justamente, aquellas personas que el Alienista jamás metería en la Casa verde. Hay personas para las que vivir la vida es su forma de escapar de ella. Otras para las que vivir su vida es ‘vivir su vida’, no hay más.

Desde que tengo memoria, en cada navidad la gente pide la paz, el fin de la tragedia, no más quemados, no más secuestrados. Desde que tengo memoria, María todas las navidades pide una caja de colores para rayar paredes en las que no importa ni la paz, ni la guerra, ni el caos. “María siempre es el problema”, pero tal vez no entender a María sea siempre el problema.


Photo Credits: Nick

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