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Jhinesla Santana

Los árboles universitarios

CARACAS: Así como cada hoja tiene un árbol al que pertenece, cada persona tiene un lugar que le corresponde y te tocó a ti, no solo ser un espacio de concreto, sino ser un hogar.

Desde que nací recuerdo que observaba con curiosidad las hojas doradas que se despedían de su rama materna. Deseaba ser como ellas algún día, tan independientes y llenas de sabiduría después de permanecer inmutables frente a las inclemencias del clima. Hoy podría decirse que soy una de ellas.

Aún conservo en mi memoria imágenes de mis primeros días de vida. Recuerdo que estaba rodeada de decenas de hojas, todas muy parecidas, pero cada una con un rasgo particular que la hacía diferenciarse del resto. Desde las alturas podíamos vislumbrar a diario un edificio adornado con unas colmenas gigantescas que se imponían ante nuestro árbol con aire marcial, la luz del sol las iluminaba de una forma especial que hacía que las contempláramos sin decir nada, aunque con el paso del tiempo, terminamos acostumbrándonos a ese ícono que se convirtió en parte de nuestra cotidianidad.

Las risas y las preocupaciones de nuestros primeros seis meses de vida “¡Vaya primer semestre!” pensé, aunque a pesar de eso, casi todas logramos permanecer en nuestra rama, sin intenciones de caer en el primer intento y con el entusiasmo suficiente como para continuar.

La vida en el árbol es mucho más amena de lo que podría pensarse, siempre y cuando haya hojas que estén dispuestas a crecer. El viento nos trae rumores de conocimiento y mientras permanecemos agitadas bajo las colmenas que nos albergan del típico sol de la época aprendemos sobre filosofía de tierras lejanas. Palabras como: Hitchcock, McLuhan, Antígona y Pulp Fiction se hacen cada vez más cercanas, más digeribles y más amenas para todo el que esté dispuesto a aprender.

Un día te das cuenta de que pertenecer a esa corteza fue lo mejor que te pudo pasar, volteas a tu alrededor y te percatas de que toda cotidianidad tiene su toque de belleza. Empiezas a apreciar los rumores del viento, la vista de las grandes colmenas que te proporcionan sombra, cada pequeña serendipia diaria, los chistes de las hojas vecinas, todo se convierte en una excusa más para permanecer en ese espacio cálido que siempre deseaste encontrar. Ese pedacito de historia que empezamos a vivir por decisión propia, quizá por obligación, quizá por vocación se transforma en una burbuja que nos mantiene a salvo de las inclemencias del ambiente, pero al mismo tiempo nos hace agradecer el lugar al que pertenecemos. Un espacio para sufrir, y sobre todo para aprender.

Después de cuatro años, me produce cierta nostalgia recordar los días en los que era una inocente y pequeña hoja verde, puesto que ahora estamos vestidas de dorado, como las hojas más grandes del árbol, esas que poseen cierto acervo intelectual y que cada día están más cerca de partir a otros horizontes, esas que desean emigrar, y a la vez, se sienten tan cómodas, tan familiares en esa zona, que sencillamente, no se imaginan diciendo “Adiós”.

Anteriormente, vestía otras tonalidades mas verdosas, pero como el tiempo no pasa en vano hoy mis matices son otros y cada vez falta menos para abandonar la vista de este edificio de colmenas, este tronco, estas ramas, y estas hojas vecinas que me pertenecen, pero de las que deberé desprenderme en breves instantes para volar, finalmente volar y conocer nuevas cortezas, nuevos rumbos, nuevos vientos, otras lenguas foráneas, hojas que albergarán risas y otras que anunciarán infortunios, pero todo, todo valdrá la pena para esta vieja hoja que caerá del árbol.

Cada hoja tiene un árbol al que pertenece, y yo no podría estar más satisfecha de saber que soy parte de ti.

Nueve meses y una tesis.

Nueve meses y las hojas se despiden.


Photo Credits: Daniel

 

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