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Los años luctuosos: 2015

El turista se acomoda en el taxi que lo llevará a Río Lagartos. Ha pactado el precio de antemano: cuatrocientos cincuenta pesos. Aunque luego jalemos a alguien en el camino, le dijo el taxista. 

Lo de que pueda subirse otro pasajero le suena perfecto, incluso exótico. Le gusta aquello del taxi colectivo. 

Desde el asiento del copiloto, un niño se gira para mirarlo. 

Picture with the monkey? —le pregunta.

—¿Qué?

Picture with the monkey, ten dollars —repite, y se señala a sí mismo.

El taxista alarga el brazo para poner al niño mirando hacia delante.

—Mijo, el señor habla español. Además, tú no eres changuito.

El taxista le explica que su hijo está enfermo y por eso lo trae con él.

—A él le gusta el taxi. ¿O no, Meñito?

El niño no contesta. El turista no sabe bien qué decir y le envía una sonrisa al niño a través del retrovisor.

Mira a la virgen de Guadalupe que cuelga del retrovisor. Moviéndose, con unos flecos. Enmarcada por los colores de la bandera nacional: verde, blanco y rojo. Se siente satisfecho de encontrar algo tan típico en un taxi mexicano. La virgen gira sobre sí misma y, cuando se da la vuelta, revela que su aureola plateada es en realidad un aplique metálico que le sale de la espina dorsal y se ramifica en rayos. En patas como las de un centollo, piensa el turista. 

—De España. Sí, de Madrid —le explica al taxista.    

Entonces apostilla que desde hace varios años ya no vive allí porque es profesor en los Estados Unidos. 

Lo que no le explica es que, la última vez que fue de visita a España, su sobrinita, la Marimar, le dijo que hablaba «un español súper vintage». ¿De dónde se habrá sacado eso del vintage?, se preguntó el turista. Aunque quiso aparentar jovialidad delante de la pseudoadolescente, al parecer, el “mola mazo” que tanto éxito trajo al siempre vanguardista Camilo Sesto, ya no se usa. Tampoco hay ya en su país nada “chachi” ni se dice lo de “fistro” que le parece tan gracioso.

—¿Escuchaste, Meñito?, un profesor de universidad este señor. De literaturas y letras. No, mijo, no me paro. Ya merito llegamos y vas al baño allá. Lo que tienes que hacer es aplicarte.  Cultivarte como el señor universitario.

El taxista le cuenta que él también vivió en los Estados Unidos durante cinco años. 

—En Dallas. Me regresé porque tenía a mi mamá bien enferma y pues quería despedirme de ella. Me dio miedo que entrara en coma y no poder decirle ni adiós tan lejos como estaba, así que armé las valijas y de vuelta. La pinche viejita está todavía viva y yo acá, fíjese.

El taxista se ríe y luego regaña a su hijo por jugar con un cochecito haciéndolo rodar por el salpicadero.

Al acercarse a Tizimín, pasan un letrero en el que pone: «se prepara armadillo». También un hotel llamado Casa España. El hotel tiene en la puerta un escudo de su país. El turista repara en que incluso le han puesto el plus ultra

Le pregunta al taxista si allí es frecuente comer armadillo y le cuenta que en España lo bueno es el jamón ibérico. En realidad, cualquier cosa derivada del cerdo, dice. Cuando voy para allá me pongo morado.

Sigue mirando por la ventana. Un tenderete de cocos, cine Perlita, el bar Tabasco que anuncia música en vivo, abundantes botanas y bellas edecanes. Se pregunta qué será eso de las edecanes. También si él lo dejaría todo para volver a España en el caso de que su madre se pusiera enferma.

El taxista le advierte que cuando llegue a Río Lagartos deberá decirle al conductor del barco que le enseñe los cocodrilos. 

—Aparte de los flamencos, allá hay cocodrilos, pero si no le dice al lanchero, va bien rápido y no le enseña.

El turista paga lo acordado y calcula el quince por ciento de propina. Tiene la sensación de que un taxi tan antiguo no puede cerrar bien y da un portazo. Nada más salir, se le llena la camisa de mosquitos y se arrepiente de haberse puesto precisamente la amarilla.

—El profesor ni leer sabe —le dice el niño a su padre.

El turista se da cuenta de que en la puerta del taxi está escrito con pintura blanca: «Favor de no azotar la puerta». Pide disculpas, sonríe al niño a través de la ventanilla y camina hacia el embarcadero. 

—También se aceptan euros — le grita el niño. 

El turista hace que no lo oye.

Le parece una lástima que durante el trayecto no se haya subido nadie más. Se perdió la experiencia del taxi colectivo. Se gira y ve que el taxista está acompañando al niño a hacer pis detrás de un árbol. 

En cuanto aparezca el del barco le dirá que lo lleve a ver los cocodrilos. Bajo ningún concepto quiere quedarse sin verlos. Plus ultra, se dice para sentirse aventurero. En realidad tiene la desagradable sensación de que, desde que es turista en casi todos los lugares, se ha estado perdiendo demasiadas cosas. 

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