—Are you Greek? —me pregunta la tendera de la verdulería cuando voy a pagar.
—No.
—Aren’t you?
—No, I’m not —como me mira extrañada, le aclaro—: I’m from Spain.
—So you don’t read the Greek journal?
—No.
—It’s for free —insiste.
Aquí estamos los mediterráneos. Todos, de países venidos a menos: griegos, egipcios, españoles, italianos, libaneses, croatas, turcos. Pasando frío a partir de noviembre y qué se le va a hacer. Contentos de empezar otra vida. Con más espacio que los de Manhattan y menos modernidad que los de Brooklyn. Paseando por el Athens Park, que tiene un Sócrates feúcho de piedra, una columnata dórica y hasta su Palas Atenea.
—Palas? Like the big hotel, mom? —le pregunta un niño rubio a su madre griega cuando lee el letrero.
Aquí es donde volvemos después del trabajo y donde lavamos la ropa los fines de semana. Con nuestras peores fachas, que para eso hay confianza. Siendo todos uno y uno para todos porque cuando pasa el metro, la calle retumba y dejamos de escucharnos. Achinados, sudamericanizados. Creyéndonos incluso afroamericanos de barrio neoyorquino. Con el hey, dude! doblado y la gorra hacia atrás que vimos en el cine cuando éramos pequeños. Dándonos el gusto de cenar hamburguesa alguna noche. Rodeados de verdulerías para que nadie nos quite lo más nuestro: la afamadísima dieta mediterránea.
—I’m sorry. I don’t read Greek —le digo a la tendera.
—Why? Are you sure? It’s for free —me responde metiéndome de todas formas el periódico en la bolsa de los puerros.
Aquí vivimos. Mejor o peor. Confundidos todos.