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Los años luctuosos: 1996

Aquí os traigo esta foto del único viaje que hicimos los cuatro juntos al extranjero. El destino lo decidimos en cuestión de segundos, unánimemente: papá estaba empeñado en fotografiar los míticos puentes neoyorquinos, mamá quería comprobar si los zapatos Sebago eran más baratos en América y Rafi ver si de verdad, al hacer la compra, te daban aquellas bolsas de papel marrón que salían en las películas. Como ya os imaginaréis, yo no podía estar más entusiasmada ante la posibilidad de cruzarme a Jon Bon Jovi por las calles de Nueva York. Al fin y al cabo, Jersey quedaba a tiro de piedra y sería raro que mi mito erótico no saliera durante esos días a dar un paseíto. Obviamente, durante nuestro viaje no nos encontramos a Jon, pero sí a Rossy de Palma, en Washington Square. Al verla ahí, junto al arco del triunfo, sentimos un enorme orgullo nacional.

Mamá ya lo sabía, pero Rafi y yo tuvimos que descubrir en pleno vuelo que a papá no le gustaba el avión. Aunque nos había tocado a los cuatro en fila —lujos del pasillo central—, él evitaba mirarnos. Se comió su comida y luego alargó el brazo para comerse lo que me trajeron a mí y el huevo duro que no quiso Rafi. Negaba con la cabeza y decía: «viajar es padecer». Mamá se inclinó para darle un manotazo y recordarle que tanto huevo era fatal para el colesterol. Luego nos advirtió a Rafi y a mí que cuando nuestro padre empezara con esas cosas, no le hiciéramos caso. ¿Pero qué dice?, quise saber. Mamá nos contó que el «viajar es padecer» era una frase de un pariente de papá: el tito Paco. Al parecer, este tito Paco sólo había salido del pueblo una vez, para irse de luna de miel a Francia. A su regreso hizo célebre en toda la provincia la frase del padecimiento y otra más: «fue montarme en el tren hacia Burdeos y echarme a morir». Desde entonces el pueblo entero temía cualquier tipo de peregrinaje y el tito Paco decidió que, después de París, lo más lejos que llegaría en su vida sería al casino del pueblo. Decía mamá que allí estaba siempre, sentado en un sillón. Que era muy gracioso verle tomándose su güisquicito con almendritas, secándose el bigote con una de esas servilletas tiesas en las que ponía Gracias por su visita y que, del alivio que el sedentarismo le producía, se le iban resbalando los calcetines pierna abajo, muy despacio, hasta engurruñársele en los tobillos.

Por lo demás, mis recuerdos del viaje se reducen a aquello que los cuatro bautizamos como el episodio peliculero y a las fotos cutres que sacó papá: el puente de Brooklyn, el de Queensboro, más puente de Brooklyn y mamá, Rafi y yo —flacos y feúchos—, asomando la cabeza, pidiéndole que nos fotografiara a nosotros también. Aprendimos la palabra muffin, cenamos cada noche en el restaurante que tenía los filetes más gordos y sobrevivimos. No al sirloin steak sino a la vez en que el conductor del único taxi que cogimos en Nueva York aprovechó un semáforo para sacar una pistola de la guantera y encañonar a través de la ventanilla a otro conductor porque había pasado rozando su taxi. Sí, del episodio peliculero me acuerdo perfectamente: papá, mamá y yo en los asientos traseros, detrás de la mampara, mirando la pistola, cogiéndonos las manos. Rafita, del otro lado del vidrio, copiloto desvalido. Gracias al taxista, además de muffin aprendimos fuckin´asshole, I´m gonna kill ya, fuckin´asshole, mother fucker!

Terminó por pasársele la indignación cuando el semáforo cambió a verde. Entonces nuestro taxista devolvió la pistola a la guantera y continuó el trayecto como si no hubiera ocurrido nada. Algunos minutos después, papá se animó a susurrarle a Rafita con la voz temblorosa: «dile a este señor en inglés que ya nos queda bien aquí. Que pare donde buenamente pueda». Papá revolvió durante un rato su cartera y pasó una propina desorbitada por el cajetín de la vitrina. Bajamos haciéndole reverencias a nuestro conductor y diciendo muchos thank yous. Ya en la acera, nos apoyamos en una pared y descubrimos lo que significaba echarse a morir. Mamá propuso ir a algún lugar y beber un batido, a ver si así se nos pasaba el susto.

Dijeron que, como el viaje me pilló siendo muy joven, confundí el padecimiento con la aventura. El caso es que me empeciné en que en algún momento viviría en Nueva York. En realidad creo que siempre he esperado a mi familia aquí, en la poltrona del diner de la calle Cuatro, tomándome un batido de chocolate mientras se me escurren los calcetines del gusto que me da no tener que volver a viajar. Desde entonces vivo en un estado de apacible nostalgia, mirando las fotos que papá me mandó por correo años atrás. A menudo me giro para ver la plaza a través del ventanal. Me pregunto si todavía Rossy de Palma seguirá paseando por aquí.

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