Juego a la pelota en la Ciudad Universitaria. A botarla. La lanzo contra el suelo y me alegro si consigo volver a golpearla en el rebote. Así de elemental es la diversión en la infancia. Alegre con cada palmazo. Devolviendo la pelota contra el asfalto de la carreterilla que hay frente a la facultad de Derecho. De esta forma descubro —sin llegar nunca a entenderlo— el placer de la coordinación.
Los accesos a la Ciudad Universitaria están prácticamente vacíos los domingos. Para que los coches se vean obligados a frenar cada cierto tiempo, hay varios badenes. Badenes a franjas rojas y blancas. Trato de avanzar despacito y desplazo la pelota conmigo hasta un badén. Quiero llevar la coordinación a un grado superior así que comienzo a subir la pendiente pero boto la pelota con demasiada fuerza y me toca correr tras ella. A lo lejos, mi hermano dando vueltas con la bicicleta a toda pastilla. Levanto la cabeza para mirarlo mientras recojo la pelota, para verlo sudando. Desde aquí no puedo olerlo, pero es un pestoso. La pelota se detiene al chocar contra un árbol.
Así se lo dice cada noche mi padre: «Hijo, no seas pestoso —eso dice porque mi padre es andaluz y habla raro—. Anda, no seas pestoso. Lávate esos dientes». Pero mi hermano nunca se los lava. «Que ya me los he lavado», responde. Entonces papá va a al baño, comprueba si su cepillo de dientes está húmedo y sí, lo está. Además de ser pestoso, mi hermano se las sabe todas.
Me subo al badén con la pelota y la boto. Botarla desde aquí es mucho más difícil, requiere equilibrio. Veo a mi hermano sonreír mientras da vueltas con su bicicleta, como cuando vamos a la revisión dental. Mi padre no sólo es andaluz, también es cofrade del Cristo de los Gitanos y dentista. En la revisión, mi hermano no tiene ni una carie. El pestoso totalmente sano y yo a empastar. «Te prometo que me los lavo, papá», le digo. Mi padre me dice que no me disguste. Debo tener un esmalte muy delicado, pero eso no importa porque mis dientes son de leche. Cuando me salgan los definitivos, mi esmalte será mejor, dice papá. También me acaricia el pelo. Por mirar a mi hermano, he perdido la pelota. Aprendo que, si quiero mantener la coordinación, debo estar concentrada. Hay que ver todo lo que se aprende en la infancia.
Para empastarme, mi padre usa el torno y la fresa. Luego me pone el composite. La fresa sabe a cualquier cosa menos a fresa y se lo digo. Él me responde que hará lo que pueda para ver si la próxima vez me duele menos y sabe mejor. El pestoso, además de los dientes buenos, sacó los hoyitos. A todo el mundo le gustan sus hoyitos.
Canto la canción de los dibujos que vemos los domingos por la mañana. Después de desayunar, mi hermano se sienta en una silla y yo delante, en la alfombra. Mientras vemos la tele, me acaricia la cabeza con los pies y canta la canción. Yo le digo que sus pies son pestosos.
Estoy alegre porque puedo hacerlo todo: botar la pelota desde el badén y cantar. Dragones y mazmorras un mundo infernal se oculta entre las sombras la fuerza del mal. Soy pequeña pero ya soy el colmo de la coordinación. Mi hermano, además, sabe montar en bicicleta a toda pastilla pero es que él es mayor. También da toques de balón con la cabeza mientras canta. Yo lo miro sin que se dé cuenta. Lo miro y aprendo de él. En la infancia se aprende mucho mirando.
Por mirar a veces aprendo cosas que no me gustan. Como cuando por la mañana mamá le pone la leche y él le quita la capa de nata con la cuchara. Si descubre que lo miro, me la pone delante de la nariz. «Puag, que vomito», dice. Y hace como si le dieran arcadas. Por su culpa ahora me da asco la leche y mi madre me regaña. «Pues tómate un yogur, anda. Te vas a quedar todavía más enano». Mi madre es madrileña y dice las cosas muy claras. Aunque soy una chica, me llama enano. Cuando hago algo gracioso, me cambia a enano saltarín.
Mis padres se están fumando un cigarro y comparten una cerveza junto al coche. Como todos los domingos, nos dejaron jugando y fueron a la cafetería que hay donde el campo de rugby de la Ciudad Universitaria. A mi hermano le trajeron una bolsa de Doritos y un Trinaranjus. A mí me traen sólo un Trinaranjus porque si no luego no como. Mis padres me enseñan el Trinaranjus mientras fuman. Por su culpa, pierdo la pelota y me toca perseguirla de nuevo. Les grito que no tengo sed y vuelvo con la pelota al badén.
Me gusta cuando me dicen que me parezco a mi hermano. Dice mamá que él sacó el mejor pelo, que si yo tuviera ese pelo, me podría hacer coletas, pero que no se puede porque el mío es muy fino. Dragones y mazmorras un mundo infernal se oculta entre las sombras la fuerza del mal. A lo lejos, mi hermano. Dando vueltas con la bicicleta. Es capaz de montar en bicicleta a toda pastilla mientras se bebe su Trinaranjus. Se las sabe todas. Fueron los Reyes Magos quienes le trajeron la HB. A mí, esta pelota.
Me canso de estar en el badén. Cuando desciendo, pierdo el control de la pelota que se va botando muy rápido a un lado de la facultad de Derecho. La pared de la facultad siempre está llena de papeles arrancados y de óxido. Recupero la pelota. Voy dándole palmazos a por mi Trinaranjus. Quiero enseñarles a mis padres que puedo botar, cantar y beber mi Trinaranjus al mismo tiempo. El colmo de la coordinación. Escucho que mi hermano viene detrás, a toda pastilla, con su HB. Lo escucho a lo lejos. Un runrún a lo lejos, como cuando alza la banderita y suena el himno español.
Como el pestoso no tiene caries, se queda en la sala de espera de la consulta mientras mi padre me empasta. Conchita, la recepcionista, le deja alzar la bandera. Mi padre es andaluz aunque viva en Madrid y dentista aunque lea revistas de Historia. En la sala de espera tiene una banderita y, si aprietas el botón que hay sobre el pedestal, la banderita va subiendo por el mástil y suena el himno de España. Lo escucho desde el gabinete y mi padre lo canta por debajo de la mascarilla verde que usa mientras me empasta. Chanchan chanchan chachán chachán chachán… El himno español no tiene letra y a él eso le da coraje. Así lo dice porque es andaluz: le da coraje.
Como Conchita nunca me deja alzar la bandera, me he acostumbrado a escuchar el himno a lo lejos. Un runrún. Mi hermano está cada vez menos lejos. Lo escucho, también a mi madre que le grita. «Frena, joder, frena». Le dice las cosas muy claras porque es muy madrileña. Yo no levanto la cabeza para mirarla. Tampoco a mi padre o al Trinaranjus. Menos aún pienso en girarme para ver a mi hermano. Trato de estar concentrada. Si algo he aprendido hoy es que la concentración es fundamental para coordinar varias cosas a la vez. También para el equilibrio.
Estoy en el suelo. Al parecer sangro mucho pero no me veo. Mi madre grita muy cerca de mí —sólo le distingo el pelo: rizado, con olor a champú Johnsons—, dice que estoy bien. «Mi enanito, mi enanito. Sólo los dientes», le dice a mi padre. «Sólo raspones y los dientes». Mi madre me besa toda. Mi padre llega también a besarme toda y me mira la boca. «Dios mío», dice. Mi padre piensa mucho en el Cristo de los Gitanos, que debe ser el hermano pequeño de Dios. Sobre todo piensa en él en Semana Santa y cuando pasa algo malo. Hoy piensa directamente en Dios.
Mi hermano está junto a su HB nueva y llora. Tiene una mancha negra en la cara por la grasa de la bicicleta. Me mira asustado y llora. «Los dientes», dice mi padre. «Levanta de ahí y ayúdame a buscar los dientes de tu hermana». Pero mi hermano no se levanta; me mira muy asustado y llora. Llora por mí, porque él jamás habría querido hacerme daño pero me lo ha hecho. En los dientes. «Levanta. Si están las raíces, se le pueden reimplantar». Mi padre busca en el suelo, se acuerda de Dios y recorre el asfalto de la Ciudad Universitaria. Mi hermano llora porque, aunque sabe dar toques de balón con la cabeza y acariciarme con los pies, todavía no ha aprendido a besarme toda.
Yo también lloro. En lo que llevo de día he descubierto tanto de coordinación y de placer como para saber que, cuanto más llore, más le grita mi padre a mi hermano. Lloro para ver si mi padre se enfada tanto como para decirle «coño» —aunque sea andaluz—. A su HB se le ha salido la correa pero mi pelota está intacta, apoyada junto a un árbol. Así de elemental es la diversión en la infancia. Lloro más fuerte. Soy pequeña pero ya tengo la certeza de que, de los dos, yo he sacado la peor parte.