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Los años luctuosos: 1985

El año en que nací, Garci ganó el Oscar por Volver a empezar. Era la primera vez que una película española conseguía un Oscar. Y, mientras Antonio Ferrandis —o más bien aquel Chanquete refinado que era el profesor Albajara— regresaba triunfante de su exilio en los Estados Unidos, los españoles aprendíamos a venerar todo lo que venía de fuera.

Entonces lo extranjero casi siempre significaba modernidad. Por eso, no había nada que nos gustara más a los niños españoles que comer pizza, chino o hamburguesa, secarnos el pelo con la cabeza hacia abajo para que al levantarla pareciera electrocutado o hablar a escondidas de la teta que había enseñado Sabrina en el programa de fin de año del 87 y que nos tuvo impresionados hasta el 90. Las revistas españolas contaban las vidas de las celebridades americanas, mi padre ahorraba para comprarse un coche alemán y, mientras los Mecano viajaban a Japón, yo coincidí con Michael Jackson en el metro de Madrid.

—Sí es —le dije a mi madre mientras hacíamos el trayecto que iba de Cuatro Caminos a Sol, ahora estación Vodafone.

Normalmente, al pasar por Iglesia, yo me entretenía buscando el andén fantasma de Chamberí que podía verse en la oscuridad del túnel. Pegaba la cara al cristal y escudriñaba entre lo negro buscando a las tortugas ninja, mientras mi madre me regañaba porque el vidrio estaba cochino. Pero aquel día, sentando ante mí y como en la serie Webster, un hombre más negro que el túnel.

—Mamá, sí es—insistí.

Mi madre —como habría hecho cualquier madre ochentera— me dio un manotazo en el dedo.

Y es que entonces señalar era de mala educación. También lo era dejarse algo de comida en el plato porque había que pensar en los niños de Biafra —aunque nadie supiera quiénes eran esos niños— y jurar podía ser, si no te arrepentías, pecado mortal. El caso es que allí, al lado de unas señoras con chaquetón, yo vi por primera vez en carne y hueso —sin pantalla mediante— a un hombre negro. A un negro que no era pintado, como el Baltasar de El Corte Inglés. Y no a uno cualquiera, sino a Michael Jackson que, como recordaréis, en los ochenta era todavía negro.

—Sí es, y me estaba mirando —le dije al apearnos.

—No me extraña, hija. Con la escandalera que has montado…

Mi madre me abrochó bien el abrigo al salir a la calle y me ató el gorro de lana. Como no era capaz de hacerme entrar en razón, de camino al parque de El Retiro me compró un paquete de aquellos chicles que tenía prohibidos. Los rellenos de líquido fosforescente.

—Mastica y calla. Pero no te lo tragues que se te hace bola en el estómago.

—No me lo trago. Pero sí era.

—Bueno, pues para ti la perra gorda. Sí era. Pero no vayas diciendo esas cosas por ahí.

—¿Por qué?

—Porque hay cosas que no se pueden andar diciendo —me respondió.

Hoy, veintinueve años después, me he sentido obligada a revelar este secreto. Y lo hago por mi total disposición a contradecir las fotos añejas que subo normalmente. Me lo dicen —y efectivamente—, a menudo ofrezco en este blog la imagen más carca del país. Pero no os llaméis a engaño: la España de mi infancia era ya muy moderna y cosmopolita. Teníamos punkies, nuestra propia muñeca Barbie que se llamaba Chabel y no había una madre en el territorio peninsular que no hiciera aerobic con el vídeo de Cindy Crawford.

Si seguís sin creerme será porque quizá no le estáis prestando atención al Casio con luz nocturna, calculadora y cronómetro que lucía yo aquellos días por el Central Park madrileño, de paseo junto a mi madre. Un reloj de tal prestancia que impresionó incluso a Michael Jackson —que no fue capaz de quitarme ojo— el día en que coincidí con él en un vagón.

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