Echo de menos a mi abuela Candela en su casa de Hansel y Gretel a las afueras de la localidad salmantina de La Fregeneda y el aroma que me envolvía cada mañana cuando estaba en la cocina preparando su horchata de almendras y su torta de Santiago, famosas en toda la comarca, desde mi pueblo hasta los confines de El Abadengo.
En su jardín tenía varios almendros de más de tres metros de altura y empleaba sus frutos para todo. “Es mano de santo”, solía decir. Elaboraba turrones a los que añadía pasas de Corinto y mermelada. Sus mazapanes quitaban el sentido y sus helados, dulces y bizcochos no tenían parangón.
Cuando llegábamos del colegio con alguna rozadura, nos ponía un emoliente procedente de sus almendros y nos despachaba con un “deja que el aceite haga efecto y no me des más guerra que me pones mala”.
Echo de menos el ruido del Águeda pasando al lado de la casa de mi abuela. Su cauce, casi seco en verano, adquiría vida propia al comienzo del invierno con las primeras nevadas. Bajábamos a la ribera del río, bien abrigados, con un tazón de leche endulzada con miel de brezo y mi abuela lo pasaba fatal pensando que alguno de nosotros sería arrastrado por la corriente.
En este momento de mi vida, sobrepasados los 40 años, La Fregeneda se me presenta pura, llena de aromas, de sabores y sinsabores, aderezada por los almendros de mi abuela y las tardes enteras en casa viendo llover. Es ahora, desde la distancia, cuando más siento que el terruño me pertenece y que soy así gracias a él.
Suelo volver al pueblo cada tres meses para ver a mis padres y recordar juntos los viejos tiempos. Apenas quedan tres familias viviendo en el municipio. Todos han emigrado a Salamanca capital o a Valladolid en busca de una vida mejor que nunca les ha llegado. Han tenido que conformarse con un apartamento más pequeño que la alacena de su casa del pueblo que tienen que compartir con tres o cuatro personas. Han perdido la alegría de vivir, el brío que experimentaban en La Fregeneda todos los días, el azote del gélido viento en invierno y el color de los almendros. Todo ello por un apartamento más reducido que la despensa donde su madre guarda las mermeladas.
Nunca me pierdo la fiesta del almendro. Durante meses imagino a mi gente congregada el sábado por la noche en el Ayuntamiento disfrutando de la degustación de carne a la brasa y dejándose llevar por la verbena.
Esos ojitos negros, La violetera o ¿Dónde vas Alfonso XII?
Eran las canciones que gustaban a mi abuela y las que se escuchaban en sus tiempos mozos cuando bajaba al centro del pueblo en la fiesta del almendro. Un 5 de marzo de 1961 encontró marido. Conoció a Blas, quien la conquistó colocándole una flor de almendro en el pelo a modo de horquilla. “¡Candela, tienes un poderío que da miedo, vamos a bailar!”, cuentan que le dijo. Y ella, recatada, aceptó la invitación.
Como escribió Miguel Herrero, “con su cúpula de flores blancas, el almendro, árbol de la juventud y de la alegría, transmite pureza y nobles sentimientos”. Por eso conquistó el alma de mis abuelos y por ese motivo Candela enterró a su marido debajo de uno de los almendros de su jardín.
Desde mis tiempos de estudiante, colaboro en la fiesta del almendro en la organización de diversas actividades, en especial teatrales, ya que me dedico al mundo de la escena. Me llaman “el bala perdida” porque a los 20 años me fui a vivir a Estados Unidos a enseñar dramaturgia. Dos de mis obras más populares tienen como protagonista a La Fregeneda y los almendros de mi abuela. En una de ellas, obligué a mis actores a comer almendras en escena, algo impensable en los teatros de Estados Unidos porque está prohibido ingerir cualquier tipo de alimento real durante las funciones.
Pero lo conseguí. Nunca olvidaré la imagen de los espectadores y la mía propia, sentado en el patio de butacas con un regusto delicioso en la garganta a la comida de mi abuela. Fue mi particular homenaje a la hermosura sencilla de mi pueblo y la belleza interior de Candela.
Creo que este año, cuando vuelva a casa de mis padres a finales de febrero para disfrutar de la eclosión de los almendros en flor no volveré al extranjero. Me quedaré en el pueblo. Mi madre no lo sabe porque se volvería loca. Aunque le encantaría tenerme a su lado, las madres suelen obsesionarse con la seguridad de un buen trabajo. Y el teatro, precisamente, no es sinónimo de estabilidad. Hablaré en persona con mi padre para que allane el terreno.
Tengo la sensación de que he desaprovechado muchos años viajando por todo el mundo y de que he descuidado mi historia personal. Quizá la despoblación que sufren tantos pueblos del interior de Castilla también se deba a ese ímpetu por viajar y conocer nuevas culturas que yo experimenté cuando era joven.
¿Para qué? Un buen plato de lentejas y una cama es lo único que hace falta para ser feliz. Leí hace poco ese comentario en una revista. Una conocida actriz aseguraba que los premios y el dinero le daban exactamente igual, que simplemente deseaba dar un beso de buenas noches a sus hijos antes de acostarse.
Si esas lentejas y ese lecho se hallan en tu pueblo, ¿qué más se puede pedir?
Es el momento de volver y empezar a escribir mi propia obra de teatro. La situaré en La Fregeneda y el personaje principal será una señora mayor, lozana y alegre, con un delantal de colorines y unas zapatillas verdes de estar por casa. Sus mofletes serán pomposos y rosados y deleitará a todo el pueblo con una buena crema de remolacha, zanahoria y almendras.
La obra contará con varios personajes secundarios. Mi madre será el ama de llaves de la casa, situada a las afueras, mi padre encarnará el rol de mayordomo y mi hermano Enrique será el bodeguero. Es conocido en toda la comarca porque regenta una de las bodegas más importantes de la Sierra de Salamanca. Sus caldos están ligados a la tierra y todos ellos proceden de la variedad rufete, cuyo racimo es pequeño y apretado y su grano de tamaño medio y hollejo fino.
Guardo un recuerdo imborrable de mis años de adolescencia, cuando mi hermano empezaba en el negocio del vino y se empeñaba en que probásemos sus caldos por la cantidad de taninos que tenían, ideales para el corazón.
“¿Tani qué?”, le respondía mi abuela. “Lo mejor para el corazón es disfrutar de las flores de mis almendros, aunque a una copita de vino no le diré que no, igual que te digo una cosa te digo la otra”.
Estrenaré la obra de teatro el día de las Candelas y acudirá todo el municipio. Yo me sentaré en primera fila y veré la función. Será la más importante de mi vida porque significará el reencuentro con mi pueblo y con los almendros del jardín de mi abuela, quien nos observará desde su reino de nunca jamás. Su alma estará con nosotros porque el alma, cuando sueña, es teatro. Porque el alma, como dijo Oscar Wilde, nace vieja pero crece joven. Esa es la comedia de la vida.
Photo by: Nan Palmero ©