Si no me falla la memoria, y me disculpo de antemano, porque suelo usarla mucho más que a la disciplina, en este caso para investigar y afinar la exactitud de mi afirmación, en la misma universidad japonesa en donde estudió Murakami, el autor de 1Q84, ese que por momentos es más músico que escritor, desarrollaron un robot que puede hablar y cantar como una persona real. Por cierto, qué bueno que lo aclaran, no me imagino a un robot que pueda cantar y hablar como una persona irreal. Se trata de una especie de garganta elástica estimulada por unas partes mecánicas a lo largo de su cuerpo. La imagen, para no ir tan lejos, es un poco más que inquietante, es como si viéramos a un animal que nos habla como otro pero sin serlo, como si leyéramos un libro y pensáramos en otro. Terrorífico y hermoso, como la verdad.
Por supuesto que no pude dejar de pensar en los diferentes monstruos que, en parte por culpa de alguien que los creó y en parte porque alguien los crea una y otra vez, me salvaron la vida de la gente real. El moderno Prometeo, conocido por muchos como Frankenstein, a lo mejor por su popularidad, fue el primero que vino a mi mente, y vino para recordarme uno que, sin mucho éxito, intenté crear con partes descartadas de la carnicería de mi abuelo a eso de mis diez años, justo después de leer la novela a escondidas de mis padres sin entender demasiado de ella. El siguiente fue uno de mis preferidos, el Mr. Hyde que yo imaginaba ser en las noches mientras dormía, porque, además, desde que recuerdo nunca he creído que cuando durmamos sigamos siendo los mismos, sino que dormir nos convierte en algo así como un monstruo nocturno que se libera de lo que fuimos o lo que no fuimos a lo largo del día. Luego, y en este caso me sorprendí porque no lo tenía tan presente en mis recuerdos, fue Cthulhu, en la forma en la que creí verlo alguna vez en un lago gigantesco en el que caí luego de una maniobra errática del piloto de la lancha que surcaba el centro de ese pequeño mar. Y así, durante horas, poco a poco se fueron dibujando uno a uno todos los monstruos posibles de la literatura, cada cual con sus habilidades para que yo, en su momento, los intentara invocar, descubrir o simplemente encarnar: Sauron, cuando viví mi primer eclipse de sol y vi cómo enloquecían las gallinas de la abuela, o Lord Voldermort, quien fui alguna vez cuando perdí el olfato durante unas horas, o Pennywise, el payaso que fui en algún momento de mi vida laboral, cuando no tuve más opciones que asustar niños millonarios en un centro comercial, entre muchos otros, como el hombre sin cabeza, el Wendigo, el Minotauro, Morlocks, Escila, Grendel, una infinidad de brujas y vampiros, hechiceros de todas las épocas, androides asesinos, Los Otros, los Dementores, La Otra Madre, en fin, la lista es, y debe de ser, hay que decirlo, infinita. Que la continúe el tiempo.
Dicho lo anterior, quiero que quede plasmada mi confesión, porque no quiero problemas: quien escribió esto fue el prototipo número setenta y dos, versión C64, de un robot que llevo desarrollando durante casi treinta años, y que escribe, o por lo menos eso cree, como alguien real. Se llama El último Prometeo. Por suerte, de todos los monstruos que he logrado ser, el hombre invisible es el que mejor me sale.
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