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Gavina Falchi

Lluvia del alma

Llueve todos los días, sin parar; una lluvia persistente en medio de un vapor tibio y húmedo. La grama del jardín brilla, de nuevo muy verde, y la vegetación desbordada se impone otra vez con su exuberante abundancia. Me asomo a la ventana y me entristece la absoluta desolación de la calle. Busco en mis recuerdos a “la ciudad que nunca duerme”, pero no debe ser ésta donde vivo, ésta yace inerte y totalmente aletargada. Sorprendo desde el balcón al vigilante más joven. Ha terminado el turno y ya no lleva el uniforme, se ha quitado la infaltable gorra y está recostado contra la pared, el cuerpo abandonado, devastado por el sueño o, tal vez, el aburrimiento. Pasa horas interminables viendo la vida ajena desenroscarse más allá de una reja: una mirada al portón, otra a un obsoleto televisor en blanco y negro.

Todos somos prisioneros – pienso – yo aquí arriba, él allá abajo…

Vuelvo a la sala y rozo sin querer la maceta donde mi orquídea perezosa no se decide aún a florecer. La observo impaciente, todos los días, pero nada ocurre. Sin embargo, la bromelia de Davide se ha multiplicado increíblemente. Después de un año de solitaria existencia, ha estallado de un día para otro en montones de hijos enormes que la estaban sofocando, y que he tenido que sembrar en potes individuales. También espero ahora sus rojas flores de fuego, lenguas sensuales y túrgidas en medio de las hojas brillantes.

En el sofá me espera un libro nuevo, con el que me tropecé hoy inesperadamente, reafirmando mi íntima teoría que son ellos, los libros, que eligen a sus lectores y no lo contrario. Es una recopilación de unos diarios hermosos, travesías de viaje y de vida, profundos y de gran espesor literario. Barcelona, Madrid, Boston encierran confesiones dolorosas, descripciones generosas de paisajes así como proyectos de escritura, junto a inconfesables pasiones. El autor es un profesor que me dio clases hace muchos años en la Universidad, en una época que me parece lejanísima hoy. Leer sus palabras tiene un encanto especial, es como un afectuoso rencuentro.

Paso las páginas y me interrogo acerca de los mecanismos misteriosos que siembran (¿al azar?) en nuestro camino libros, personas, imágenes, notas musicales. Algunas de ellas, de vez en cuando, logran calar muy hondo y el alma, ese día, se ilumina, agradecida. Encuentro muchas referencias literarias y pienso que amo mucho a los libros que hablan de otros libros, donde entramos y salimos de la vida de los personajes como si fueran creaturas reales; esos libros que se multiplican como un juego infinito de pequeñas cajas chinas o de gorditas matrioskas sonrientes que esconden sorpresa tras sorpresa, y la lista de cosas por leer se alarga afanosamente entre anotaciones al borde de las páginas, palabras subrayadas e improvisados marca libros.


El Metro es hoy más que nunca el espejo de Venezuela, pobre país malquerido, de este caos tropical que ya tiene muy poco de alegre o de colorido, quizás sólo ese recuerdo íntimo y dichoso que se resiste a morir dentro de mí. Me pregunto hace días a cual misteriosa anarquía responda el hecho de que el paso en algunos de los torniquetes sea totalmente libre y en otros no. Veo personas que usan los libres, y otras que emplean escrupulosamente el ticket, sin diferencia alguna de edad o condición especial. Nadie parece darse cuenta, sin embargo, y cada quien va por su camino. El personal no vigila ni mira siquiera a los usuarios, siempre apurados a esta hora de la mañana. La indiferencia es absoluta, así como la desidia. Si la mayoría no compra el ticket, me digo, ¿cómo se mantiene el Metro? Todo está muy sucio y deteriorado, las escaleras mecánicas agonizan, fuera de uso hace meses; en la estación de Chacao un telón inmundo las tapa, feo como una mortaja de última hora.

Subo a pie lentamente, entre resignada y un poco molesta, la mirada puesta en la nuca de la mujer que delante de mi bufa y protesta en voz alta por el obligado ejercicio matutino. Me cruza la mente la idea incómoda de que yo tampoco estoy en gran forma; son apenas 60 escalones (los he contado…) pero llego arriba casi sin aire. A la salida del subterráneo me golpea la cara una oleada de repugnante hediondez, una mezcla asquerosa de orine y basura. Noto que últimamente los malos olores flotan por la ciudad, como una nube nefasta que lo impregna todo. El empobrecimiento generalizado y la escasez insoportable, tanto de agua como de productos para la higiene, han cambiado a juro unas costumbres absolutamente arraigadas en la cultura venezolana y el olor a sudor, a cabellos grasientos y a ropa sucia agreden ahora a diario la nariz de quienes usamos el transporte público, utilizamos los ascensores o, simplemente, esperamos parados en una cola.


Percibo una vibración discreta en la cartera y sé que me ha llegado un mensajito whatsapp. No me atrevo a sacar el celular en la calle, es demasiado peligroso, pero espero y fantaseo que sea mi hijo quien escribe. Ruego que sea él, Señor, haz que sea él, por favor que sea él, por favor, por favor. ¡Como pesa su ausencia! Aquello que al principio no parecía tan doloroso, se ha convertido con el pasar de los días en un vacío punzante y concreto. Miro su habitación escueta, inmaculada, casi monacal – se lo ha llevado todo – y pienso que ahora es como un lienzo en blanco, listo para pintarlo con los colores de su nueva vida. ¿Pero cómo será esa nueva vida? No sé mucho en realidad; los horarios de clase, las notas de los primeros y sufridos exámenes parciales, la sorpresa de haberse encontrado con una chica venezolana en el laboratorio de idiomas, la llegada del frío… o sea, lo esencial para no preocuparme demasiado. Pero no tengo acceso a su mundo interior, a sus emociones, a sus pensamientos, a esos cuentos que me encantaría escuchar con detalles (como los que sabemos contar las mujeres…) y de los cuales su naturaleza especialmente callada me excluye con avaricia cruel. Me muero por una foto de sus compañeros, un detalle de su rutina diaria, una imagen de la calle con la primera nieve del invierno; me muero por echar una miradita fugaz sobre su mundo y rezo para que en un descuido involuntario deje entreabiertas las persianas del alma y yo pueda atisbar algo, discretamente, aunque fuera por un instante.

Entiendo que sin él, también mi mundo ahora es nuevo, es otro. Ambos estamos aprendiendo a caminar nuevos caminos, solos, en este trabajoso comienzo. He pensado que después de muchos años un ciclo importante se ha cerrado para siempre, colocándome otra vez al principio del viaje. Otra vez como cuando llegué. Ricomincia l’avventura…


Photo Credits: Paula Rey

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