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Hopper y el fin del mundo

Llorar la muerte y alegrarse del amor. Hopper y el fin del mundo.

Algunos sobrevivimos. ¿Por qué? No tengo idea.

Hopper y el fin del mundo, del reconocido poeta y narrador venezolano radicado en México Fedosy Santaella, comienza en un lugar y tiempo que Mark Fisher llamaría espeluznante, es decir, carente devacío de, algo que debería estar y ya no está. ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién ha hecho esto? ¿Cómo se generó este paisaje vacuo, caleidoscópico y a la vez habitado por voces disímiles que registran cada una su propio mundo decadente? Desde cada una de las locaciones del final y a través de un discurso coral y atomizado, Santaella construye un cosmos y lo despliega página a página, o compartimiento a compartimiento. En efecto, en esta novela todos son uno y uno son todos, como si la tragedia los hubiera uniformado bajo el mismo drama o sus singularidades se limaran en el choque diario contra el peligro y la amenaza. Las voces, cada una emplazada en su propia realidad, cada una testigo del final a su particular manera, más que recordar lanzan vectores hacia un futuro inmediato, un futuro que sigue acabándose. Están suspendidas, porque el apocalipsis es siempre fuera del tiempo, es siempre suspendido, aunque cada día salga el sol y cada día vuelva a iniciarse el final. Novela alucinada, rota y desperdigada como el apocalipsis del que habla y en el que viven sus personajes, frágiles y leves, víctimas todos, o casi, porque además de sobrevivientes, circulan los anónimos agresores, motorizados, aulladores, brigadas de exterminio que nos recuerdan a los enardecidos personajes de Mad Max. Una historia que son varias, y la narración en primera persona desplegada sobre la muerte de un territorio, de un país, de un planeta.

Hopper y el fin del mundo está compuesta de cuentos, escenas, fragmentos o hilachas de una historia más amplia que late permanentemente de principio a fin. Hay una cafetería, hay una clínica, hay escenas exteriores, engañosas palabras del autor y también hay precuelas que podemos interpretar como escenas que anteceden al desastre. Saltamos pues, de un personaje a otro en un montaje de estilo cinematográfico, de una secuencia interior a una exterior, las locaciones se intercambian y superponen, aunque tres escenarios se repiten y le otorgan al conjunto una unidad temática y dramática: la ciudad, el manicomio, y la cafetería. La ciudad como teatro de un apocalipsis, pero sin las figuraciones a los que nos ha acostumbrado cierto imaginario de anticipación, sin explosiones atómicas ni zombies ni naves nodrizas. Este apocalipsis es perfectamente terrestre, posible, acaso ya lo hemos vivido y seamos los sobrevivientes. Un apocalipsis, eso sí, que hizo “cenizas a los humanos”, pero no a todos. Un apocalipsis con sobrevivientes ¿O son fantasmas? El camarero de la cafetería está solo y el mundo, tal como lo ha conocido ya no existe, sin embargo, todo parece idéntico y recibe, como en una sucesión de espectros, visitas de clientes que parecen venidos del más allá. Están Ambar y Max, trasunto de los personajes del cuento de Bradbury, La última noche del mundo, en el que una pareja dialoga acerca de los sueños apocalípticos que tuvieron. Para Bradbury el fin del mundo no es la bomba atómica ni la guerra bacteriológica, es sencillamente “Un libro que se cierra”. También está Oliver, el que habla con palabras altisonantes. Las niñas, el vigilante, Armando, Lisa, el lobo. Todos parecen estáticos y trágicos ante la destrucción que ocurre afuera, como los personajes de El Ángel exterminador.

Pero también está el autor como personaje, junto con sus recuerdos ficcionados del fin del mundo, donde secuestran niños y la soledad es un alivio ante la imaginación apocalíptica. El lazo con Venezuela es inescapable. La precuela ocurre en un país venido a menos, decadente, abandonado a su suerte. Santaella tiene la valentía de posicionarse y nombrar el dolor ante la perdición de un sistema, de un estado de las cosas, de un territorio, ofreciendo como símil al país derrotado, aquel vacío apocalíptico. Porque, ¿qué permanece luego de que las instituciones fueron saqueadas, los alimentos se hacen inaccesibles y a los ciudadanos de bien no les queda nada más? Bajo el subtítulo Precuela se narran escenas previas al fin del mundo, que bien podemos asociar a la debacle nacional, donde está el hambre, largas colas en busca de alimentos, caminantes que huyen en grandes grupos por las carreteras y enjambres de violentos motorizados que operan en el caos rumbo a la destrucción final.

Este es un libro sobre el peligro, sobre el hombre que es lobo del hombre, el ser humano como bestia y el amor como forma de violencia y redención. El mundo afuera se acabó, pero hay sobrevivientes. ¿Por qué unos han sobrevivido y otros no? La soledad necesita de otras soledades para sostenerse, para no enredarse con los cabos de la muerte o de la locura. Es allí, en el amor y en el silencio que resta después del amor, que las voces se encuentran. Los sobrevivientes callados y solitarios, enloquecidos, hundidos en la anomia, viven sin esperanzas. Y sin embargo viven, siguen, barren con sus pisadas las cenizas por momentos emparentadas al padre y al hijo de La Carretera, de Cormac McCarthy. Van como cenizas ellos mismos flotando, en un escenario etéreo e inalcanzable, con su drama particular, su soledad y su vacío. Y los cuerpos se acercan para sentir que, al menos durante una noche, pueden evadir la condena y la muerte. Quizás por eso mismo proliferan abusos, violaciones o una sexualidad como forma de venganza, sometimiento, desesperación o salvación. La sexualidad como un catalizador de la destrucción y también de la esperanza.

La última noche del mundo de Bradbury servirá como leit motiv para imaginar lo que el cuento no cuenta: qué ocurre después de esa última noche, y cómo las precuelas y escenas exteriores confluirán en un desenlace que, sin embargo, no es sorpresivo, porque como dice uno de sus personajes, “El fin del mundo puede ser un rizo. Volver una y otra vez”. La decadencia social y moral es antesala del apocalipsis. Y la certeza de que el final está a la vuelta de la esquina y es un lugar al que puede siempre retornarse, es indiscutible. El fin del mundo es en plural. Será por esto la confluencia de voces, cada una contando su propio desenlace. Cada quien, incluso quien lee la novela, sabe que todo se termina de vez en cuando para echarse a andar de nuevo, sin promesas, por inercia o por testarudez. No se está nunca a salvo, y cuando todo acabe no habrá garantía de que la conclusión será definitiva, vendrán otras conclusiones, otras muertes, otras decadencias. Y todo volverá a echarse a andar. No estaremos a salvo siquiera después del apocalipsis y éste no será la última palabra. Cortada la cola de la lagartija, el animal sigue andando, su extremidad renaciendo.

Hopper y el fin del mundo es también una novela que linda con el fin de las palabras tal como las conocemos. Porque solo el terror explota el lenguaje, esta novela coexiste con la muerte de un sistema de significaciones. Dice una de las voces: “Quizás, agotados de la lengua, debamos (o deban los sobrevivientes) volver a una especie de restitución de la experiencia y comenzar desde lo gutural, lo sibilante, lo oclusivo, lo vibrante, desde la imitación fonética de las cosas. Quizás deban, o debamos, llegado el momento, volver a las onomatopeyas.” Es en el decaimiento del lenguaje que la barbarie se instala. Quizás no es el final, solo el recorrido hacia atrás, la vuelta a las cavernas o al cigoto incierto lo que narra esta historia.

El autor interviene relatando experiencias y rememorando su pasado, como queriéndonos decir qué él también participa de ese apocalipsis, que él también será destruido, o acaso sea él, como un personaje más del cuento de Bradbury, el que ha soñado todo. Proliferan las escenas que exaltan la crueldad, la desesperación, la dinámica de la guerra y destacan la vulnerabilidad de los sobrevivientes. Que los personajes de esta historia no lo sean en el sentido de una exploración de su individualidad y que su destino trágico se acerque mediante imágenes de una precuela demasiado cercana para ser ficticia, otorga a la novela una atmósfera enrarecida, donde se sustraen referentes y contextos, generando elipsis que operan en el lector como un cierre de lectura (o “un libro que se cierra”) Es pues, una novela que incomoda, que no da paz, que contiene  su propio sistema de aniquilación, y con pasajes que llevan un aliento poético que parece soplar junto con los vientos del desastre. “Las palabras eran, creo, de Zagajewski”, recuerda una de las voces: “Decía que tras el fin del mundo había que vivir como si no hubiera pasado nada. Dar largos paseos, contemplar las puestas de sol, leer poesía, escuchar música, alegrarse del amor y llorar la muerte. Eso sí, «sin olvidar», acotaba el poeta”. Escuchemos el balbuceo, aprendamos del poema insistente. Antes de que el mundo vuelva, una vez más, al final.

 

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