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pablo inigo
Photo by: Ben Seidelman ©

Llorar en octubre

Llorar.

El otoño nos hace llorar. Y qué curiosa empresa es esa, la de llorar, y no llorar contra una almohada –como se nos ha acostumbrado–, no llorar en lo oscuro, encerrados tras las puertas del baño; hablo de llorar bien: llorar al aire libre, llorar mientras caminamos, mientras los edificios nos miran como si fuéramos el último idiota a derrotar en la trama de esta novela de espías que la ciudad ha escrito para nosotros con tanta sutileza.

Llorar en octubre. 

Llorar bien.

Llega octubre y el sol es de pronto parte de la arquitectura (si es que pudiéramos llamarlo así), porque se disipa en los muros y los pinta como poseyéndolos, sin preguntar, sobre todo en las tardes, sobre todo a las cinco.

Llega octubre y la ciudad se limpia, y con ella, nosotros.

Y ahí es cuando viene el llanto, ahí es cuando lloramos por todo, por nada.

Y ojo: que llorar no es a fuerza derramar lágrimas.

Llorar es también querer hacerlo y morir en el intento.

 


 

La otra vez, por accidente, terminé escuchando una canción de Celeste Carballo y sentí unas ganas inevitables de llorar. La música de Celeste no me dice nada. Y no me malentiendan, que con lo anterior no quiero decir que su música no signifique nada o no tenga valor. Al contrario, me encanta, pero no compartimos ni latitud ni tiempo.

En pocas palabras: la música de Celeste Carballo, técnicamente, no tendría porqué hacerme llorar.

Pero ahí estaba, con una bola de inexactitudes a media garganta, evitando sacarlas a como diera lugar. Y me forcé a no hacerlo.

¿Cómo es que me podría estar pasando eso a mi? No es que vaya por ahí haciéndome el macho. Nada de eso. Pero me indigné conmigo mismo cuando la voz de Carballo entró a mis oídos acompañada de un piano sintetizado –insignia ochentera– y mi estomago se ahogó en varias contracciones.

Lo que pasa es que con los días acumulamos llantos. Es eso. Y no quiero pecar de sensiblero aquí. No estoy hablando de llorar y ya. Estoy hablando de llorar, y además, llorar en la ciudad.

Llorar como parte de ella.

Llorar siendo ella.

La odisea de un cualquiera.

¿Qué clase de ciudadano me hace el ir por la calle soltando lágrimas?

Pues eso: nosotros acumulamos los llantos fallidos y luego llega la música, y llega octubre y llega el sol que lo cubre todo. Es ahí, entonces, cuando nos matan por fin, y se acaba la tan celebrada novela de espionaje.

 


 

Los llantos sin razón son los llantos que más tienen sentido. Después de ellos, cuando pasa el ictus, lo entendemos todo. Un día iba camino de casa, con una orden de calamares fritos que había comprado en un restaurante en Grand Central que ya no existe más. Iba moviendo estúpidamente la bolsa de plástico, acordándome de unos pendientes, y al cruzar la sesenta, no resistió más: el empaque de plástico cayó al suelo, haciendo que los calamares parecieran cerebros derretidos por el octubre helado.

Llorar.

Llegaron las ganas tiranas de llorar. Pero no las de un niño que ve su helado impactado contra el piso de un parque de diversiones, sino las de un tipo que de pronto olvida su procedencia, su razón y sus infancias. Pero cómo iba a llorar por unos estúpidos calamares y un botecito de salsa marinara.

Me resistí, como hace unos días lo hice también con la canción de Celeste Carballo.

 


 

Ser hombre y querer llorar. Hay demasiado engaño en esa frase, pues se nos ha enseñado que son dos conceptos antagónicos. Pero yo no fui educado así, por fortuna. A mí nunca se me prohibió llorar, en casa nunca me dijeron que uno era menos cuando estaba en llanto, o que uno era menor si sacaba algunas lágrimas.

Pero aquí estoy, por alguna razón que sólo puedo entender desde los códigos que uno se va inventando con los años, evitando llorar a toda costa por cosas sin sentido, diciéndome que soy un ridículo y cobarde, no por querer llorar, sino por evitar hacerlo.

 


 

Bad Bunny no me hace llorar, pero Bob Dylan sí, a veces, sólo con algunas canciones. Y me preocupa, no que Dylan me confeccione nudos en la garganta, sino que la música de Bad Bunny, por el contrario, me haga sentir en una distopía dolorosa. Este párrafo no existiría si a algún crítico de esos que designan el futuro con meñique alzado, no se le hubiera ocurrido comparar a ambos en un artículo y decir que Bad Bunny es el nuevo Dylan: “el Bob Dylan de nuestro tiempo”.

Pobre Bad Bunny, teniendo que cargar con el peso de la historia sólo porque un columnista escribió tarde su artículo, y entre las prisas para mandarlo antes del cierre de edición, se le ocurrió que tal vez Bad Bunny podría parecerse al Dylan del poster de su pared, ese que observa al despertar cada mañana.

 


 

En Tudor City las ancianas lloran con la mano al aire. En Tudor City las ancianas lloran sin razón alguna, cuando ven las hojas de los árboles caer, cuando ven a los estudiantes tararear o silbar una canción cualquiera, o cuando ven a un adulto, hablando por celular, tirar un plato de arroz por accidente.   

 


Photo by: Ben Seidelman ©

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