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Photo Credits: Jörg Schubert ©

Llegar a Nueva York

Llegar por primera vez a Nueva York es como reencontrase con historias y lugares que fácilmente engañan la memoria y el tiempo. Caminar por sus calles, mirar esas escaleras de emergencia que caen de los edificios como zigzagueantes enredaderas o el constante vapor que escapa de las alcantarillas y mis manos que pasan sintiendo su calor; empinar la mirada frente al Empire State hasta casi caer de espaldas sobre la vereda; levantar la mano en la séptima avenida para tomar un taxi, viajar en el metro junto a personas que siempre discuten por motivos que ellos mismos desconocen; escuchar esas rutinarias ambulancias, o simplemente caminar por sus amplias calles, veredas y parques, construidos para una convivencia abundante y tranquila; deleitarme de todo esto por primera vez, es como volver a la ciudad que siempre he visitado. El montaje de esa farsa comenzó desde pequeño, con constantes imágenes del cine y series de televisión enseñándome una forma de vida totalmente diferente a la que yo conocía; pero que con el tiempo, fui adoptando como propia.

Es una pálida tarde de sábado cuando el capitán del American Airlines, vuelo A321 Miami-Nueva York, anuncia el próximo arribo a la ciudad. Los motores del avión se sienten más exigidos y la luz de abrocharse el cinturón se activa. La voz de un pasajero me despabila cuando, entusiasmado, apunta hacia la ventanilla. Estamos volando frente a la Estatua de la Libertad, dice casi sin hablar. Luego aparece Manhattan con esos rascacielos de zancos, cajas cónicas, cúpulas señoriales que parecen forcejearse un puesto junto al East River para la foto del turista. ¡Estoy aquí!, pienso, ¡de verdad lo estoy! Parece que el avión se detiene en el espacio y luego de unos minutos se inclina para comenzar un rápido descenso hacia el aeropuerto “La Guardia” en Queens. Torpemente toco la ventanilla cuando veo las calles descoloridas, esos edificios color ladrillo, árboles sin hojas, una ambulancia que se detiene frente al semáforo, y los diáfanos restos de una nieve de febrero.

Todo se ve muy lento desde acá arriba.

Entonces recuerdo mi infancia en “el poto del mundo”, como le decíamos a Talcahuano, un puerto militar e industrial del sur de Chile de aguas aceitosas y putrefactas. Un puerto donde todos los años desembarcaban marinos norteamericanos, hacían simulacros de guerra, se emborrachaban hasta terminar en peleas con gritos de proporciones descomunales que rebotaban por cuadras y cuadras de húmedas y afligidas calles; mismos gritos que ahora reconozco en las calles de Manhattan. Recuerdo un puerto sucio, sin superhéroes, sin ostentosos parques ni rascacielos, sin sueños ni cultura, solo recuerdo un puerto industrial perteneciente a un país sometido por el horror y sadismo de la dictadura militar. Entonces ver esas imágenes de Nueva York en un televisor en blanco y negro e imaginar una vida tan increíble, como si la vida fuera así de bella todos los días, pensaba que era algo imposible de ser real, o por lo menos no todo. Entonces pensaba que sus inmensas calles llenas de vehículos, flores por todas las veredas, restaurantes tan abundantes y diversos, inacabables luces y cósmicos edificios, quizás todo no era más que una escenografía construida por tramoyistas, escenógrafos, y actores de televisión. La mente es traicionera y a veces se resiste a creer lo que no conoce.

A veces pienso que cada lugar tiene el sentido que nuestra memoria le entrega y Nueva York tenía esa imagen de lo imposible, irreal, lejano, pero también me regaló esa sensación de belleza, distinción o mejor aún, la esperanza de algo mejor; y que ahora, saboreando los perfumes que salen de los cafés de Carmine Street, ahora que cargo mi tarjeta Metrocard mientras el sonido del próximo carro me sorprende, ahora que me estremezco al ver nevar en Madison Square o me sorprendo de las alocadas noches del East Village, ahora que tengo unos dólares en mi bolsillo para comer un Pad Thai frente al Hudson, ahora que tengo la fortuna de cruzar realidad y fantasía, pienso que todo, absolutamente todo en la vida es posible.


Photo Credits: Jörg Schubert ©

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