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Keila Vall de la Ville
Photo Credits: August Brill ©

Línea 6

Elegí sentarme junto a un hombre que lleva frente a él una vieja maleta negra, grande, de tela. En un principio parece ir a algún lugar, estar de paso –tal vez se baja en la 42, en la 34– pero pronto el equipaje polvoriento pero bien tratado da la sensación de estar medio vacío; sus cierres muy distendidos, la tela de los costados un poco hundida. El hombre parece tener largo rato en el vagón, son muchas las maneras de sentarse y la de él sugiere un cierto confort, o falta de vector, los músculos se intuyen relajados; no luce apresurado por llegar a ningún lugar. Sobre el equipaje están apoyados su teléfono y sus lentes, usa la maleta como mesa.

Llegando a la 59 el vecino se inclina hacia adelante y mira en dirección a mí. Parece intentar ver mi rostro de frente, mi mirada sigue baja, enfocada en los lentes y el teléfono sobre la valija. Pronto entiendo que el hombre busca las estaciones dibujadas en el mapa en alto. Un gesto que hice yo misma pocos segundos atrás. Escasos minutos pasan y él vuelve a hacer lo mismo.

¿Qué mirará quien mira? ¿Qué verá él de la mujer que a su lado le ofrece un perfil?

Insiste de nuevo, delicadamente, pero no lo suficiente como para no hacerse notar. Estamos demasiado cerca para que un movimiento así pase desapercibido. Desplazo mi torso hacia atrás (moverse para el que otro vea mejor es también mirarlo, es decirle: yo te veo, te he visto y estoy acá, en esta misma película contigo), y ese acto basta.

– I am sorry! I just… I’m not staring at you. I’m just looking at the stations, – dice en un acento italiano de New Jersey idéntico al de los Soprano.

­– I know, I know, – respondo con una media sonrisa, para tranquilizarlo (¿tranquilizarnos?)

– I just want you to know I am not staring at you.

– I know, – sonrío de nuevo sin mirar.

Todo el que conoce las dinámicas de New York y su sistema de transporte subterráneo, sabe que mirarse a los ojos es abrir una puerta, invitar a pasar, y que hay muchas formas de (no)mirar. En cierto sentido, es posible, si se quiere, comunicarse con la piel, será un asunto de neurotransmisores. Sin duda es un asunto de piel. Hay también muchas maneras de elegir un asiento en el metro, sobre todo en un día alumbrado con un impactante -3 C, y a esta hora marginal; a esta hora son varios los asientos disponibles.

– No sé qué tanto me hacen esperar, ¿por qué? Tengo un año viviendo entre shelters, mudándome de uno a otro, y no entiendo por qué cada vez que te anotas en uno te hacen esperar.

Furtivamente noto que está muy bien afeitado, rostro pálido y limpio. – No sé qué tanto me hacen esperar, – insiste, – ¿por qué?

– That’s not ok.

– No! That’s not ok.

– No.

El vecino dice que lo mudan de un sitio a otro, que está esperando que le digan ahora dónde ir. Después de vivir en la calle durante las últimas semanas (con este frío, pienso) ha decidido aplicar a uno nuevo. Es un hombre atractivo, lo sé sin saberlo realmente. Miro hacia su maleta. Asiento a sus palabras. Las estaciones van pasando, no sé cuáles porque tampoco las veo. Lo que logro mirar por instantes: que tiene ojos muy negros y bonitos, críticos, bastante alarmados, punzantes, la mandíbula bien formada. Luce delgado.

En eso toma el teléfono celular apoyado aún en la valija y comenta que hace poco lo perdió. Mientras revisa en la pantalla las llamadas recientes, menciona que quien encontró el aparato quería cobrarle por devolvérselo, que él se negó, no iba a pagar por tener de vuelta su propio teléfono: ­– ¡Ain’t paying nothing for my old phone!

Al final se lo entregaron sin pagar. Pasea la mano por la pantalla inteligente y mientras conversa ve pasar los números recientes.

– Todas estas llamadas, –muestra la pantalla. –Yo no sé de quiénes son estos números de teléfono, – reprueba con la cabeza mientas desliza el dedo por la pantalla. – Este número lo conozco, – señalando el último, – pero estos que siguen, no. Sigue avanzando hacia abajo en la superficie de cristal, frustrado, negando con la cabeza.

Abren las puertas del vagón y entra un hombre. Se sienta frente a nosotros.

– I know you! – le dice mi interlocutor. El hombre no responde. Veo que tiene audífonos inalámbricos Apple.

– Hey!

– What’s up?, – responde el tipo.

– I know you.

– What? From where?

Mi vecino se cubre la boca para que nadie (para que ni yo ni nadie más) sepa qué le dice.

– Shelter? What Shelter?, – responde preguntando el hombre frente a nosotros, mientras niega con la cabeza.

­– Oh! I’m sorry…

Vuelve a su teléfono. A nuestra historia. Me mira. Lee un mensaje de texto en el que según dice, un tipo dice haberle pegado a una novia. – Look at this. Look at this shit. – Yo no me atrevo a ver, quiere mostrarme una foto que no logro y no quiero identificar. Dice que hay otros mensajes que no son suyos. Vuelve con lo del shelter, me parece entender que es hoy, hoy está yendo a uno nuevo. No le gustan, a veces le toca compartir una habitación con siete tipos. Abre los ojos muy grandes: –I don’t like it!

Estás viviendo y ahí y qué se yo, uno de los tipos es drug dealer y vende la droga desde allí mismo, el otro no se baña quien sabe desde cuándo y huele malísimo. – ¡Y lo tienes al lado!, – dice.

– No me gusta. No debería ser así, éste es el estado más rico de este país. No debería ser así.

Le digo que no es justo. No debería ser así.

Afirma con la cabeza, dándome la razón. – Exactly: It ain’t fair, – insiste asintiendo: – It shouldn’t be like that. Exactly.

Hemos sellado un pacto.

Entonces sale de la pantalla de mensajes. Veo la imagen de un boxeador sin camisa en el ring, shorts rojos, casco de foam en la cabeza, en pleno movimiento. Por el color y la resolución parece una foto digital tomada a alguna foto vieja.

– That’s what I did. That’s one of the good things I did, – dice señalando la foto. – I used to be a boxer, that was a good thing I did.

El tren llega a Union Square. Me pongo de pie. Le sonrío.

– Good luck.

– Thank you.

Y me quedo parada ante las puertas aún cerradas. Se tardan algunos segundos más de lo normal en abrir así que allí permanezco, viendo mi reflejo ante el vidrio. Trato de pensar en las cosas pendientes. Siento las llaves en el bolsillo del Messenger bag. Mi teléfono en el bolsillo del abrigo.

Abren las puertas.


Photo Credits: August Brill ©

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