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Vivos voco, mortus plango: Lincoln en el Bardo de George Saunders

Por una alegre coincidencia, el título en español Lincoln en el bardo, (la traducción es de Javier Calvo, Seix Barral, 2018) tiene un doble significado que le resulta imposible al original en inglés. El Bardo, es el limbo intermedio de los budistas donde se estanca el alma del hijo del presidente. A su vez, podemos entender el bardo como una referencia a la oralidad shakesperiana que menciona Fran G. Matute, al coro de personajes que le dan sangre y cuerda a la única noche que abarcan las cuatrocientas treinta y seis páginas de la novela.

La trama se construye sobre una serie de métodos ágiles: las citas a libros, de testigos, las voces de los muertos (en formato teatral, como La tentación de San Antonio de Flaubert) que no solo crean una lectura que es fragmentaria y fluida al mismo tiempo, sino que le da a la novela el espacio de crecer aún más, saliéndose de los límites de su género. O, más bien, es una reconsideración de que puede llegar a ser una novela. 

La forma desconcertante de narrar puede adquirir sentido dentro del quinto capítulo. Esta sección está enteramente dedicada a la descripción del cielo en la noche de la fiesta que dan los Lincoln mientras su hijo es asediado por fiebre:

“Muchos invitados recordaban especialmente la hermosa luna que brillaba”

“Era una noche sin luna”

“Un gruesa y verde media luna”

“…la luna llena”

¿Qué es la verdad? ¿Cuál es el hecho? En Saunders, el discurso es el creador del universo. Y es, ante todo, el instrumento que usan estos muertos negación para sostener su Bardo. Por ello, a los ataúdes le llaman cajones de enfermos, usan neologismo como correflotar y huyen hacia si mismos con sus retrospecciones. 

Dentro de este Bardo, habita toda una jerarquía divina precisada. La descripción de la hordas de ángeles, las metamorfosis constantes que ocurren en los cuerpos metafísicos y los espacios celestiales son un triunfo visual: “una extensión de diamante conducía a una mesa solitaria de diamante frente a la cual estaba sentado un hombre que supe era un príncipe; no Cristo, pero sí el emisario directo de Cristo”. Lo curioso es que está siempre ligado a lo más ridículo: a muertos que están en bañadores, obsesionados con juntar ramitas del cementerio, cuyos cuerpos son horizontales como agujas de brújula o parejas que se manosean. Es como si la seriedad bíblica de Milton se encontrara con la mueca de un Aristófanes o un Molière. Pero no se enfrentan; se hermanan.

Saunders no se mantiene en la simple parábola del engaño colectivo, de las posibilidades de la farsa y las posverdades. Igual que cuando Arthur Miller regresa a Salem para denunciar solapadamente el macartismo, este ganador del Premio Booker 2017 hace una revisión de aquello que malea el espíritu estadounidense. Un afroamericano y un teniente racista se enfrentan:

“La cosa todavía duraba cuando huimos de la escena.

hans vollman

Y no daba señales de calmarse.

roger bevins iii

Se desarrollaba con una furia que sugería que probablemente los dos seguirían peleando durante toda la eternidad. 

hans vollman

A menos que se produjera alguna alteración fundamental e inimaginable en la realidad

roger bevins iii”

Estamos ante una novela con un estilo propio, una fabulación enorme, cuyo defecto sea quizás ser demasiado transparente en su mensaje de alerta a la consciencia. Aún así, creo poder afirmar que estamos ante una hazaña en la novelística del siglo XXI: una fábula sobre las mentiras en las que se basa nuestra sociedad para mantenerse, producto de un autor sin miedo a los riesgos estéticos.

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