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Para leer: El arte de la pesca de Luisa Etxenike

Cuando vives en una atmósfera de violencia, como la que vivimos en el País Vasco a raíz antes de la dictadura de Franco y luego del terrorismo etarra, estás constantemente en contacto con el sufrimiento, la oscuridad, la negación y la ocultación”, nos dice la autora, a propósito de la entrevista que Mariza Bafile le hizo a raíz de su estancia en Nueva York el pasado año. De esa estancia, nos quedaron las páginas de El arte de la pesca, editado en San Sebastián por El Gallo de Oro Ediciones; un poemario donde tales temas se encuentran dolorosamente engranados a la realidad del texto, desde los abusos que un niño sufre a manos de su abuelo.

El universo de la pesca será aquí el espacio donde se desencadena el terror, que Etxenike descabeza, cual si se tratara de una caballa, mediante un lenguaje sugerente, no exento de vocablos en cuyos significados reside la raíz del miedo. Así, corte, anzuelo, caramelo, pez, cebo, cubo devienen instrumentos del espanto que, como generalmente ocurre en estos casos, la víctima sufre en silencio y hasta piensa podría ser la consecuencia natural a sus travesuras infantiles. No será hasta mucho después que el atormentado comprenda las causas de su inadecuación y aborde las secuelas del calvario recurriendo a la ayuda profesional, vengándose de su verdugo o volviéndose él mismo victimario.

En el lenguaje de esta autora el crimen va develándose con toda su brutalidad afinadamente, espejeando la atmósfera de su novela Los peces negros (2005) donde también el anzuelo y el cebo eran instrumentos de tortura y señuelo para la atracción y la cacería. De hecho lo descriptivo fluye naturalmente en este, su primer poemario dentro de la producción narrativa, teatral y en traducción, insertándose igualmente lo musical desde la partitura del compositor Borja de Miguel buceando entre los poemas. Todo ello le permite a Etxenike hilvanar un contrapunteo entre imágenes textuales y sonidos, dable también de ser llevado a la escena teatral, que lo grotesco del acto perpetrado disfraza y encharca con el agua estancada donde la víctima se debate en una danza agónica contra la muerte: “Un niño ve un pez solitario en un cubo, boqueante, con la mirada sin apoyo, y comprende que el destino de ese pez no va a cambiar en nada aunque le caiga otro al lado y otro y otro./ Un niño es capaz de entender perfectamente que la agonía es única” (63).

Algo no exento de ambigüedad, dada la dificultad de nuestras sociedades para afrontar abiertamente los problemas, prefiriendo escudarse tras una mampara de probidad donde lo perturbador queda escondido, trastocado, desfigurado, fomentando así la perpetración de lo diabólico y protegiendo indirectamente al culpable; pues tal como Jean Baudrillard apunta en su Crime parfait: “Toda distorsión de las causas y los efectos pertenece al orden del Mal”. Esto, aunque quienes se hagan indirectamente cómplices de los hechos pretendan borrarlo de su imaginario, tal cual intentan hacer los padres del niño. No será sino tras la muerte del criminal y el encuentro para la repartición de la herencia del mismo, cuando los progenitores articulen un conato de disculpa al intuir, quizás inconscientemente, la extensión de un daño que los sobrepasa.

El arte de la pesca oscila entre esas dos leyes físicas para llegar al fondo de la “distorsión” y revelarla en su entera sordidez. Las expediciones concebidas para hacerse con la presa devienen entonces vértigo de señalizaciones controladas por la austeridad y precisión del lenguaje; estrategia esta que previene el desbordamiento de las emociones y la reiteración de la queja. El incisivo estoicismo, sin embargo, corta mejor que la más afilada de las navajas, provocando en el lector una conmoción superior a la que podría destilarse con la exposición abierta de lo obvio. Y aquí es importante destacar la capacidad de contención de los vocablos, al grano pero sin desgrano, a fin de esgrimir toda su eficacia: “Es fácil de calcular./ De los nueve años y cuatro meses a los once años y tres meses,/ cada vez que la bajamar cabía entre las cuatro y las seis de la tarde de/ un día de labor,/ el abuelo, después de un rato de pesca, me llevaba a su casa” (28).

Impotencia, miedo, retraimiento, incomunicación son ahí las emociones que brotan, como la sangre de la herida por donde el pez se extingue. Las otras lesiones, no obstante, son más difíciles de ver y por tanto mucho más difíciles de curar. “Recuperar la realidad vivible” (83) no será tarea fácil. De ahí que el texto deje apuntado el proceso de sanación de la víctima, aun cuando proporcione algunas pistas, especialmente en cuanto al papel de los padres dentro del drama: “No soy un pescador —dije—. No acepto esa herencia./ Mi madre, inocente, no se lo podía ni creer./ Mi padre no protestó. Había cerrado los ojos, pero no hay pesca a oscuras” (82).

“Considero que la responsabilidad del arte es, por un lado, aliarse con la verdad y por otro la de proponer la búsqueda del sentido de las cosas”, nos dejó también Luisa Etxenike en la entrevista de ViceVersa como una frase necesaria, no solo para espejear las directrices de este poemario, sino para refrendar su posición crítica en torno al mundo; especialmente hoy cuando, más allá de los dramas particulares, los países se debaten entre las autocracias y los populismos, con muy pocas posibilidades de abrir espacios institucionales para respirar el aire que también se le escapa a los protagonistas del texto. Mantenerse vigilante y en estado de alerta permanente es ahí la táctica imprescindible, a fin de impedir que los culpables de los innumerables crímenes, tanto personales como colectivos contra el otro, lleguen a quedar impunes en la historia y la memoria de nuestros pueblos.

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