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Le escribo una monografía a cambio de un encargo para madrina

Alguien abre la nevera, contempla los dos últimos huevos y la vuelve a cerrar. Toda la familia, en algún momento del día desfila y contempla, cuando cree que nadie ve. Y nadie se atreve. Cuando se va la luz no queda la excusa de que se abría un ratito el refrigerador para sentir el aire frío. No ha habido invierno. Hace rato que el bendito Niño termina por afectar la electrificación de la zona. Hace rato que ya nadie en Bolívar se cree cuentos de niños. Espirulina, la tortuga de uno de los nietos, se ha atrevido a buscar sombra dentro de la casa, pero no hay conchas -de nada- para ella. Lo que tiene es sed, pretendo explicarle a madrina.

En una reunión, las vecinas comentan muy bajo lo que viene sucediendo en sus casas. Entonces rompen a reír y deciden contarlo en voz alta por todas partes, descaradamente.

Pero hay cosas que no.

La señora que renuncia a la silla ergonómica intercambiada por un litro de aceite de oliva, tuvo un ataque de vergüenza por guardárselo para ella sola. Supera el mal rato cuando logra intercambiar el caballete donde pintaba su propio padre por cuatro pollos congelados. Los comparte encantada de la vida. Uno, entero, fue servido en un funeral.

Madrina al teléfono habla sin puntos ni comas. Piensa que le miento cuando le digo que no se apure por mis cuentas, que la crisis de mi casa no es como la de la suya. Ya quedan por aquí menos recién llegados de esos que a comienzos de siglo alardeaban de que nunca se mudarían más arriba de la 34. A lo sumo accederían, (oí decir), si de tratarse del lado oeste las ventanas dieran al Central Park o a la universidad de Columbia, y, si por el este, lógicamente sobre la quinta avenida. Tampoco abundan escritores de paso poniéndose en una lista de viviendas en Brooklyn, por lo de los famosos autores del vecindario. Ningún intelectual solidario o activista revelaría ahora sus vacaciones en paraísos privados, entre viaje y viaje de apoyo a los sobrevivientes de guerra.

Recuerdo la paranoia de una escritora solidaria, pero laureada, que iba en busca de inspiración por una tienda y al percibir que se acercaba otra, activista también, pero de diferente categoría, a toda velocidad se camufló junto a la pila de abrigos peludos. La otra, de esas solamente conocidas en sus casas, recordó con malicia que le hacía falta una imitación felpuda y empezó a halar de la ropa de la famosa que no tuvo más remedio que sacar las garras para no dejarse desvestir. Saludó a pesar del sentimiento de ofensa gremial (y, un poquitín social, porque no puede ser que dejen a todo el mundo comprar donde le venga en gana, viajar a donde se le antoje y tampoco se entiende cómo algunas escritoras indie no captan la privacidad creativa del flâneur solitaire establecido que mide mejor que nadie la temperatura del instante, anónimo neoyorquino saboreando la sangre por donde se asome).

Pero eso sucedía al principio, cuando las mudanzas voluntarias podían producir ansias de pérdida de estatus. Los desplazamientos forzosos nos despojan si no nos matan. Nos quedamos sin calles o sin países, sin el colchón ni el cuerpo que descanse y ya se sabe que el cambio no siempre funciona; dimos un patio sembrado de hojas grandes y un nombre a cambio de un closet en un barrio de refugiados, buscando paz, y los hijos podrían terminar creciendo con indignados y mafiosos políglotas. No sólo exponemos las vistas, los perfumes, la estima, también nuestra botella de aceite griego o la silla que nos regalaron cuando nos jubilamos y dijimos medio en broma medio en serio que escribiríamos la biografía del héroe de la casa. Nos vamos borrando con la pintura del tío abuelo que a lo mejor era un Soto o un Reverón o un Piet Mondrian y tampoco importaba porque lo que valía era la historia de cómo llegaban las cosas a nuestras vidas y se iban.

Madrina me evita los pormenores de las matanzas del día, salta con el cuento del diamante de Santa Elena de Uairén, del tamaño de un huevo de paloma que un casanova caraqueño le arrebató a la hija de un minero de sus tiempos de colegio, y que llegó a manos de la novia del bisnieto casanova que hizo secuestrar al bisabuelo casanova porque sabía que el viejo escondía prendas. La chica se fue con el diamante, 32 morocotas, perlas de Margarita de cuando había perlas en Margarita, con el joyero cursi de porcelana francesa valorado en miles de euros, más el aire acondicionado del bisnieto casanova, eso sí lo remarca madrina. Pero como se va la luz tampoco es que va a disfrutar mucho rato.

El cerebro de las mayores no naufraga por cosas brumosas.

Las amigas y vecinas afilan la estrategia para que no desluzcan nacimientos, graduaciones, bodas, bautizos, cumpleaños, despedidas, bienvenidas, intervenciones quirúrgicas, estudios ni entretenimientos de los más jóvenes, ni (no siempre de los más viejos) los entierros. El compromiso social no parece alterarse tanto como sus recuerdos. El ingenio es empleado a fondo en el legendario arte nacional del trueque. Siempre nos gustaron los espejitos y los poderosos, pero madrina no fue nunca de las que si querían mamar lloraban. Se acabó la ligereza del siglo pasado con la que abríamos la puerta para aquellas muchachas disfrazadas con trajes típicos españoles que recorrían los pueblos bolivarenses ofreciéndonos manteles y peluches a cambio de nuestras prendas de piedras raras montadas en oro bueno del Callao, cedidas porque estaban rotas o nos aburrían, no porque fuéramos bobas ni porque ellas lucieran hambrientas y con unas terribles anécdotas de violencia doméstica.

Cuando era estudiante, solía acompañar los domingos a una señora mayor experta en cambalache y trapicheo durante una de sus guerras. Logró preservar la vida y la fortuna de la familia. Yo llevaba mis cuadernos conmigo porque, aunque ella dormitaba y repetía lo mismo, yo quería aprender mucho, aunque no supiera muy bien qué. Su médico recomendaba encender la tele con programas alegres para que no creyera que estaba todavía en un búnker bajo las bombas. Pero igual se desesperaba regañándome porque supuestamente dejaba entrar a desconocidos, a través de la pantalla. De pronto era como si el salón se llenara de gente peligrosa. Una vez se echó a llorar porque no tenía noticias de aquellos vecinos tan amables, aquellos a los que tuvo que comprarles el biombo de Coromandel, por casi nada. También dijo que fue su peor negocio. Tenían que pagar los pasaportes y ella les completó la suma a cambio de la pieza china con trazos en oro del siglo XVIII. A la señora no le gustaban esas chinerías, pero había que hacer caridad. Total, el biombo resultó del siglo XIX, apenas con alguno que otro jade y coral, y poquísimo oro. No hubiera importado si lo hubiera tenido que dejar al huir ella misma de los nazis. A ella sí le dio tiempo de llevarse todas sus cosas para instalarse en París. Pero, quiénes eran esos señores que se sentaban con nosotras en su salón y acaso no había tenido yo noticias de sus vecinos del biombo, aunque había que reconocer que un poco tontos y de gusto dudoso, pero buenas personas.

La vie, ce n’est pas une sinécure, suspiraba antes de volver a dormirse.

No, no está fácil, comprendo que madrina, si tuviera que huir no tendría mucho que llevar pues los señores contratados por el condominio para uniformar las fachadas ya le vaciaron la casa. Arrasaron con muebles, prendas, recuerditos, vajillas, y hasta con el botón de antigüedad recuerdo de la empresa donde trabajó como bibliotecaria. No echaría de menos la empresa -que ya desapareció- ni tampoco a sus plantas que han ido mermando por la sequía y el humo de la sabana que ennegrece las fachadas y los bronquios a ciertas horas. Ya la casa no es de ella.  Lo malo es que si tuviera que hacer un trueque de última hora para completar el precio de un pasaporte y un visado, se vería en apuros, pues tampoco tiene auto (se están cotizando muy bien autos y casas en los canjes). En la época en que su punto de honor era hacer todo sola, llevó su auto al mecánico por una falla del enfriador de aire y el señor descubrió que el motor estaba fundido. Protestó inútilmente y cuando volvió con un amigo para un reclamo de hombre a hombre, el mecánico explicó tranquilamente que la señora vio con sus propios ojos que el auto estaba inservible, viejo, de tres años, y a él le estorbaba y lo botó.

Noto que eso sucedió hace mucho tiempo porque madrina explica que su amigo se limitó a lanzar un insulto de los de antes, es que Ud. es adeco y apoyao, pero no pasaron a mayores pues el mecánico tenía familia en el gobierno. Era callarse o pagar por la devolución del carro. Mi madrina, incómoda por haberse defendido tan mal, se calla un momento. Ahora su orgullo es no hacer la cola con las señoras que reciben los subsidios del programa Madres de la Patria, que nadie la venga a llamar Madre de la Patria a ella que trabajó toda su vida. No hay forma de hacerla razonar. En la cola de todo el mundo una señora de ochenta corre peligro.

Ya no sabe de qué épocas ni lugares habla, pero sabe evadir un tiroteo como el que más, y logra negociaciones del café que ya no consume, (de dónde lo sacará), contra harina de maíz y pastillas del corazón. Tampoco es que hay tiros a todas horas, esto no es Siria, allá descuartizan todos los días, en Tumeremo no, si supieras lo que me cuenta Aurora (la mexicana de la cuadra), me razona ella, como una carretilla ensartando cuentos de su comadre china, de la mamá de la empleada cubana del registro, de la amiga armenia cuyo nieto la mudó a Dubái y llama todos los domingos a madrina, nostálgica de cuando engatusaban a militantes y a revendedores de todas las fracciones y se salían con la suya. Me las arreglo como siempre, muy bien.

En cuanto a huevos, si encuentro un escritor solidario, no importa de qué categoría, que vaya para algún encuentro literario internacional del tipo Venezuela Siglo XXI: Poesía establecida y alojamiento en la escritura, que lograra acercar a algún servicio de paquetería tubitos de crema dental y un jabón de olor, seguramente madrina podría conseguir huevos y agua para todos, incluyendo la mata de tomates, su orquídea roja que hace rato no florea y la mascota Espirulina. El jabón de la Bigelow Pharmacy partido en trocitos sería la delicia egoísta de su mafia de tatarabuelas de la patria (que no me oiga madrina).


Photo Credits: Helena Jacoba

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