En honor a
Clara Antonia Figuera de Zurita
Desde que tenemos uso de razón y comenzamos a entender la vida como un resbaladizo trapecio que constantemente nos deja caer, o una inmensa burbuja de incertidumbre que explota en el momento que menos pensamos, o el rápido tobogán que nos lleva irremediable a la muerte. Cuando la felicidad viene en gotas y el sufrimiento en una olla de sopa. Cuando en el transcurrir, contamos, y son más las cosas que perdemos, que las que tenemos o ganamos, tendemos a pensar que la vida no tiene sentido. Que estar aquí, en este mundo colmado de insatisfacción, no pareciera justificar tanto esfuerzo por existir.
Abrazo a mi esposa y llora. A veces lo que te lastima es el dolor de otro que se hace tuyo. Ese sentimiento tan profundo de perder a un ser tan especial como Clara, su madre. Una doña que bordaba todos los días un manto de felicidad sobre el dolor. La diabetes le consumió sus órganos y la condenó a una máquina de diálisis. Pero aún así nunca dejó de contagiar su buen humor. Lo único que consuela a sus dolientes es que Clara, ya no sufre. Un alma tan noble debe estar en el reposo de Dios. Ahora, los que quedamos, seguimos expuestos al sufrimiento. Nos preguntamos por qué nos vamos, si somos capaces de dejar tan grandes afectos en nuestros descendientes. Algunos de esos sentimientos no los quisiéramos recordar, porque son parte de lo que sufrimos, pero otros, hacen que la vida tenga sentido. Clara fue un modelo especial de madre. Y por eso los que la amaron: sus hijos, su familia, la gente que la rodeó durante su vida, lamentan su desaparición.
La magnitud de una pérdida puede llevarnos a sentir ese vacío de ausencia irreparable. Ese frío extraño que te aborda cuando se recuerda a la persona amada. Una madre, siempre deja huellas en el alma de sus hijos. Los rasgos nobles de su silueta, perviven al punto de verla en cualquier lugar de la casa. Afanada en el servicio de un amor constante a sus retoños, o al compañero de una vida. Y ya en sus últimos años, con las penas de las esperanzas rotas, y de una enfermedad que no le deja quietud, muere, y entonces sentimos el peso de su ausencia, y las endechas descienden por nuestras mejillas con esa humedad que no seca.
La vida es como una brizna que sobrevuela, hasta que el aire perdura, y luego cae sin aviso. Un abrir y cerrar de ojos que no podemos predecir. No podemos asegurar si mañana seguiremos aquí. Pero es seguro que dejaremos una huella en los seres que amamos. Porque la muerte no puede romper las cosas que hacemos con el corazón.
A media tarde de un lunes, en la proximidad de una diálisis que no iba a poder soportar, Clara Antonia, de delicados 70 años de edad, le cantó a Dios con una felicidad más allá de este mundo. Es un testimonio de los otros pacientes de la habitación. Estaban sorprendidos de la reacción de esa mujer frente a su enfermedad. Era una mujer de fe, y sabía que su vida no terminaría en la sección de reanimación, donde efectivamente murió. Por eso su canto, no fue sólo para llamar a Dios, sino para despedirse de la gente que amó.
Photo Credits: Ben Seidelman ©