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Daniel Campos
viceversa

Las rosas de doña Emilce

Los rosales frondosos y floridos en el antejardín de su casa me dan la bienvenida cada vez que regreso a mi barrio josefino. ¿Cómo hará doña Emilce para mantener tan firmes sus rosales, cuando son tan frágiles? Siempre hay rosas en su jardín regalándole sus aromas y colores al barrio. Hay botones que despuntan, flores grandes, abiertas y relucientes bajo la intensa luz tropical, y pétalos caídos sobre el verde zacate. Me gusta caminar por la acera de su lado de la calle para apreciarlas más de cerca siempre que entro o salgo de nuestro barrio. Me hacen sentir en casa aunque lleve tantos años de emigrado.

De vez en cuando, en esas entradas y salidas, me encuentro con doña Emilce. Siempre nos alegramos de vernos. Con el pasar de los años, se ha mostrado cada vez más emocionada y emotiva. Me saluda de beso y me toma mis manos con las suyas, siempre morenas pero ya lastimadas y un poco atrofiadas por la artritis. Luego me toma del brazo y me lo aprieta mientras me mira a los ojos gatos con sus ojos castaños y me cuenta sobre sus nietos, el muchacho y la muchachita, cariñosos, responsables y cuidadosos con ella. Me pregunta cuántos años llevo fuera y si algún día regresaré definitivamente.

Una vez hace ya varios años, mientras me miraba con una mezcla de ternura, añoranza y tristeza en el fondo de sus ojos, ese falso fondo que llega hasta el alma, me dijo:

–Cuando lo veo a usted, me acuerdo de Silvia. Ella estaría de su edad.

Silvia y yo crecimos juntos, con toda la barra de amigos del barrio. Cuándo éramos niños, durante el verano, jugábamos “Quedó”, “Cuartel” y “Escondido”. Ya adolescentes, nos juntábamos todos en la esquina por las noches a conversar hasta que nuestros papás nos iban llamando a casa. A veces hacíamos fiestas y bailes en la casa de alguno, generalmente los Chacón, o pedíamos permiso e íbamos al cine. Silvia era morena, de cabello rizado, como su mamá, y muy alegre y pícara. Entre ella y Jandra, otra vecina, facilitaron un beso que le di a Carmen, mi primer amor adolescente, mientras jugábamos todos a la botellita. Siempre se lo agradeceré.

Poco a poco fuimos graduándonos del cole, entrando a la U y cada uno tomó su rumbo. Yo emigré y a Silvia ya la vi poco, como a los demás. Ella tuvo a su chiquita y su chiquito. Un día me llegó una carta escrita a mano por mi mamá: Silvia había fallecido. Lloré por ella y por la distancia que te aleja de la gente que has querido.

Cuando regresé, busqué a doña Emilce y le di mi pésame. Desde entonces me quiso como si fuera un primo de Silvia. Se hizo cargo de criar a sus nietos. Ya en los últimos años, sus muchachitos la cuidaban a ella. Y ella cuidaba sus rosas, las que me decían con sus tonos y fragancias: Has regresado a casa.

Hace pocos días, mientras chorreaba mi café negro matutino aquí en mi cuevita en Brooklyn, pensé en ella y en Silvia. Se me vinieron a la mente, no sé bien el porqué. Horas después, mientras leía, me entró un mensaje de texto de mi papá. Desde allá, nuestro barrio de toda la vida, me escribía: “Doña Emilce murió esta madrugada. Parece que la entierran esta tarde”. Me brotaron lágrimas y se me comprimieron pecho y garganta.

Recordé de inmediato la última vez que la vi, recién en Semana Santa. Ella salía del barrio por una esquina y yo entraba por la opuesta. Cuando me vio, ella cruzó la calle hasta mí, me besó y me tomó del brazo. La sentí de tocarme nuevo y mirarme con esos ojos llenos de añoranza.

“¿Habrá visitado mis pensamientos, mientras yo chorreaba el café, para despedirse? ¿Para decirme que ya iba a buscar a Silvia?”, me pregunté. Imaginé a doña Emilce encontrándose con su hija, mirándola con ojos llenos de luz y acariciándola con manos rejuvenecidas, sanas y cuidadosas, como lo eran en sus años de enfermera.

Cuando vuelva al barrio, las buscaré a ambas en los colores y fragancias de sus rosas.


Photo Credits: GabPRR

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