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Michele Castelli

Las pepitas de oro (Parte II)

Vito se arma de valor. Adquiere el contrabando que se lleva hasta la hacienda en una carreta alquilada con cochero. Convence al tío de que quiere probar fortuna, y prepara una mula para salir al alba rumbo a la tierra tocada por la mano del rey Midas.

Avanza el joven entre bosques y ríos, sabanas y lagunas, y acebuchales de siete metros o más que ocultan entre sus hojas a pájaros de picos largos y agudos, o a monos juguetones, o a culebras de múltiples colores. No se espanta por los chirridos de grillos y chicharras que por lo estruendoso se los imagina gigantes de tamaño. Tampoco le asustan los aullidos que no distingue si son de perros salvajes, de cunaguaros hambrientos, o de báquiras feroces. No. Lo único que lo atormentan son los zumbidos de mosquitos raros, que como aviones invisibles aterrizan en los huecos de su cara: ojos, narices y orejas. Y pican dejando ampollas que se extienden por todo el cuerpo a medida que las uñas las revientan por la rascazón terrible.

Después de dos días de largo batallar con los cardos espinosos que le impiden el camino, con los zancudos inclementes que no lo dejan en paz, y con los infinitos ruidos de la selva madre, finalmente vislumbra una choza de bambú construida con arte de fino carpintero entre tres ramas de un inmenso renaco solitario. Se acerca un niño desnudo y regordete, y luego una mujer muy bella, ella también una niña de no más de catorce o quince años, con otro crío pegado a una tetita pequeña y bien torneada.

– Parecen muy pacíficos – piensa entre sí el joven, que aun así no logra apartar el temor de alguna emboscada extraña.

No halla qué decir porque no sabe cómo. La mujer se sonríe y él le corresponde. Al rato llegan los hombres: un anciano de cabellos lisos largos, y otro más que es su rostro de treinta años antes. Lo invitan a la choza y le hacen señas para que beba una cosa rara servida en una cáscara de totuma. Asqueroso el líquido para su paladar acostumbrado sólo al vino y a los licores dulces de su patria amada. Bebe, sin embargo, porque así se lo había recomendado el tío: prohibido con los indios rechazarle un ofrecimiento. Luego, con más confianza, trata de que le entiendan que trae tela de la buena para vender a los indios de la tribu, y pregunta si queda lejos el campamento. No hay respuesta antes de un buen rato. Aquellos seres sólo se estrujan una y otra vez los paños entre las manos, y los huelen como se huele un vino recién vertido en una copa de catador. De repente, el más anciano, se levanta de la estera bordeada de realce y en un español hablado sin gramática, dice severo fijándolo a los ojos:

– Yo comprar todo. Yo pagar con morocotas.

Y saca de un bolsito de cuero de venado, amarrado con una cuerda de cáñamo sequizo, ocho o diez monedas que parecen de plata muy maciza, pero de las que Vito no tiene ninguna referencia. Así, recordando las palabras del tío quien le había advertido sobre la fama de tramposos que tenían los indios, ante la duda de la legitimidad de aquellas monedas y de su valor real, le replica en el mismo limitado lenguaje de infinitivos, agregando palabras de su idioma:

– Yo volere oro. Sólo pepitas di oro…

El viejo no se inmuta. Con la mano le hace señas de que espere un rato y sale acompañado del más joven. Ambos regresan después de algunos minutos cargando una pesada mochila repleta de una arena amarillenta que vacían completa a los pies del inmigrante.

– Mucho oro, amigo. Este ser oro natural en polvo que tú llevar a fundir para hacer pepitas y barras – le dice serio el indio con su rostro sereno.

Se marcha contento Vito y es tanta la alegría que le embarga que ya no siente las picadas de mosquitos, ni los ruidos extraños de la selva, ni los rasguños de los cardos que le ensangrientan el rostro. Al llegar a la hacienda, vacía la arena sobre el tope de cemento de la mesa y muestra su botín inflando el pecho. Pero, ¡ay de él!, en vez del esperado elogio, truena una reprimenda dura y sin compasión.

– ¡Qué carajo es eso! – Grita el tío enfurecido – ¡Ya me lo imaginaba que esos indios de mierda te meterían gato por liebre! ¡Qué oro ni qué ocho cuartos! ¡Ese polvo amarillento es arena de río que sólo vale una meada de caballo viejo!

Vito se avergüenza mucho, no sólo por la estafa en sí, sino por el dinero perdido que había recibido prestado con tanta fe por el paisano solidario, y pasa días enteros pensando en la venganza. Finalmente, una tarde de aire caliente y sofocante, se le ocurre comprar decenas de miriñaques, pelitriques y otras menudencias sin valor: collares de perlas falsas, brazaletes de lata color oro, anillos de todos los tamaños, y muchas cosas más. Corre directo a la choza del viejo aranero, y sin más preámbulos le dice que fue a venderle tan rebuscadas joyas. El indio se las pasa entre las manos, acaricia aquellas prendas nunca vistas, y allí mismo decide hacer negocio. Creyendo, así, que el italiano tonto no había descubierto aún la trampa del oro en polvo, sale en busca de un cargamento idéntico y se lo ofrece con la misma cordial semblanza.

– Ya está bueno de tanto oro – le dice Vito sin levantar sospechas. – Yo preferire ahora las morocotas que tú avere en el saquito de cuero.

El viejo indio se queda estupefacto. Sin embargo, convencido de que aquella mercancía tan preciosa valía mucho más que sus monedas, le entrega sin pesar las morocotas.

Vito le agradece y le hace reverencias, pero apenas alcanza el sendero del retorno, estrechando fuerte entre sus manos el saquito de cuero con el oro verdadero, se ríe y piensa que el mundo va a acabarse cuando nazca, algún día, el ser que pueda engatusar a un italiano.

– Si ese italiano, luego, viene de Nápoles o de sitios aledaños como Montesano – sigue pensando el joven por todo el largo trayecto que alterna selva y llano – pues entonces peor aún… ¡No habrá chance por muchos siglos más!


Photo Credits: Razi Machay

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