Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Michele Castelli

Las pepitas de oro (Parte I)

Imposible seguir en el infierno donde, si por instantes callan los cañones que diseminan de muertos la plana de Tardiana o el bosque de Petina, te remata la miseria con su rostro de hambre y de niños barrigones. Por eso Vito, recién casado, no duda un instante en aceptar el pasaporte venezolano que las autoridades de ese país le ofrecen como señal de reconocimiento por el padre intrépido que en el lejano 1900, y por ocho años, había vivido allá hasta que el “Cabito” se embarca rumbo a Francia con su esposa doña Zoila “para no regresar sino muerto y enterrado”.

Era el 1926, año del inicio de la colonización italiana proclamada por Mussolini en el Teatro Miramare de Trípoli cuando, frente a una multitud enloquecida que le hace coro con aplausos desenfrenados, grita como un macho torillo que los italianos “tenemos hambre de tierra porque somos prolíficos…”.

– Yo me voy de esta verga antes de que me manden a quemar el culo en cualquier parte de esa África salvaje donde sólo abundan desiertos de arena ardiente y plagas que por el tamaño deben parecerse a helicópteros de guerra – se dice a sí mismo Vito cuya decisión a nadie toma por sorpresa, pues en la nativa Montesano ya desde el siglo anterior sus bravos habitantes conocían las distintas rutas del mundo para probar fortuna.

Su padre, sin embargo, le previene que Venezuela no es tan distinta de la África salvaje que él se imagina, aunque a diferencia de ella en la tierra de Bolívar abunda el oro, y es fácil conseguirlo para el provecho propio.

– Tu tío está criando ganado vacuno lejos de Caracas – le agrega para animarlo. – Se llama Zaraza el sitio. Debes saber que en la llanura inmensa la tierra no tiene dueños. El primero que llega clava las estacas en el suelo generoso, pone alambre de púas hasta donde le viene en gana, y establece los confines. Claro, es duro luego sacarle frutos si no fluye el sudor de la frente como corre el agua del riachuelo que se pasea tranquilo entre los matorrales donde se esconden los caimanes bravos y los chigüires de carne rebuscada. Pero por eso se emigra. ¿O no?

No le faltan razones al padre ya experto en llanos y en sabanas, en trópicos inclementes y en caminos ásperos. A Vito, sin embargo, a pesar del silencio de aquellas tierras alejadas del bullicio humano, le gusta el paisaje de miles de palmeras, y se queda extasiado frente al vuelo multicolor de garzas y caricares, y más aún de las chenchenas, y de los gabanes que cuando avanzan en bandadas ocultan el cielo azul apenas salpicado de nubes pasajeras. Comienza, pues, el trabajo en la hacienda del pariente, pero en pocos días entiende que el rol del campesino no se adapta a su índole bastante refinada que, por ello, piensa, debe permitirle buscar mejores opciones.

– No he venido de tan lejos para ordeñar las vacas, o para abrevar en el río los caballos. No – se dice. – Yo he venido para cosas distintas. Para hacer lo que otros no pueden, o no saben. Necesito, además, hacer dinero rápido para regresarme a casa.

La oportunidad para el joven se presenta un día de gloria, sábado de mayo caliente y de araguaneyes floridos de todos los colores. En un viaje a la vecina ciudad de Barcelona, por esas casualidades de la vida, se topa con un marinero panameño quien dice tener en el barco atracado al muelle un cargamento de telas que trae de contrabando.

– Te lo vendo barato – le insiste el hombre. – Dame lo que puedas y quítamelo de encima, porque una corazonada me dice que ya la guardia aduanera ha olido algo.

Vito, obviamente, en sus bolsillos remendados sólo carga aire de llano y penurias de sabana. Pero cuando comenta el hecho al amigo paisano a quien le trae una lata de aceite con salchichas frescas que la madre le enviaba, éste no duda en vaciarle en las manos, aún poco callosas, un puñado de monedas de plata con la efigie de Bolívar el grande, incitándolo a hacer el negocio porque, le dice, así se empieza en esta tierra mágica que espera ansiosa por gente de cojones para volar alto hacia el progreso.

– Cerca de Zaraza – sigue diciendo el hombre – al lado este, están asentadas las tribus de unos indios que llaman los Kariñas. Y más al sur hay otros de nombre Pemones y Arekunas. Allá seguro que vendes cualquier cosa. Les encantan las telas de colores porque con ellas se adornan las mujeres cuando celebran los ritos de sus antiguas tradiciones. No tienen idea del valor de los objetos que les compran a los viajeros cuando se atreven a llegar hasta sus tierras, desafiando los acechos de la selva. Pagan con oro. Con pepitas de oro que extraen de los ríos donde abundan caimanes y serpientes de agua venenosas.


Photo Credits: aniara

Hey you,
¿nos brindas un café?