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las noventa habanas
Photo by: Andre Deak ©

Las noventa Habanas o el velorio-guateque de Dainerys Machado

Un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen…

Virgilio Piñera

La Habana, como Lima o París, tiene un nombre en singular. Lo acompaña, además, un artículo. Es LA Habana, no se confundan, una en sí misma o apariencia de unicidad; ciudad fortificada contra piratas y huracanes, reina y señora de las Antillas. Somos engreídos los habaneros, diría que insoportables.

Como paisaje literario, La Habana tiene su historia. Va desde el viaje de la Condesa de Merlín ¾esa crónica hermosísima escrita en el siglo XVIII¾ hasta esa hiriente, deliciosamente oscura trilogía sucia de Pedro Juan Gutiérrez. Pasa por las columnas de Carpentier, por la memoria secreta de Fina García Marruz, por los paseos eróticos de Cabrera Infante. Porque, al contrario de lo que anuncia su nombre, La Habana no es una y no se agota.

Es precisamente desde esa multiplicidad que Dainerys Machado Vento escribe Las noventa Habanas (Katakana Editores, 2019), una colección de diecinueve relatos protagonizados por mujeres y sus historias mínimas, una intromisión en la intimidad de los personajes. Escritura crónica no solo por su cercanía con las particularidades del género literario y su capacidad para lo testimonial, sino y, sobre todo, porque sus efectos se padecen por mucho tiempo. Que no se me malentienda. No hablo aquí de una ciudad enferma (aunque lo está) ni un libro enfermo (tal vez un poco), sino de un malestar que persiste: el huevo melancólico y agrio que un insecto deja en nosotros. Tardamos en descubrir sus larvas, quizás porque no son páginas escritas desde el sentido trágico con el que generalmente se escribe sobre Cuba, sino desde cierta comicidad. No hieren abiertamente, pero punzan, rasgan. Con un cuidado silencio, ofrecen el gris afantasmado de la ruina.

 

las noventa habanas

 

Comicidad porque sus mujeres son graciosas, porque a veces pregonan sus quejas como quien vende frutas; porque el antillano es bueno para burlarse de todo y de sí mismo. Porque los personajes atraviesan situaciones absurdas, no solo en La Habana, sino en ciudades absurdas donde La Habana se repite; porque son dulces y terribles a la vez. Cuentos en los que las frases del habla popular y las malas palabras se mezclan con la mirada y el lenguaje de una narradora inteligente; una que sabe que el fulgor inasible de la vida, para manifestarse, obligatoriamente necesita cuerpos. Cuerpos con su belleza y sus excrecencias, con sus autenticidades exactas. Páginas eróticas no solo por lo evidente (los encuentros sexuales, el deseo satisfecho o insatisfecho) sino también porque están llenas de vida, porque en ellas la pulsión es siempre hacia adelante.

Comicidad, además, porque el humor sirve para subvertir el orden y este es un libro donde las grandes tragedias se tratan con aparente ligereza y los melodramas cotidianos se exageran; ese viejo, astuto recurso de hacer visible a través la opacidad. Una herramienta estratégica que permite al lector no agotarse frente al dolor de los demás, no banalizarlo precisamente porque la autora no lo banaliza. Un humor caustico, piñeariano, limonada con poca azúcar para sobrellevar el calor pegajoso de la isla.

Hay una fotografía de la Guerra Civil Española cuyo autor nunca recuerdo y que, sin embargo, llevo conmigo siempre. En ella, se ven mujeres conversando en la acera y niños que juegan en la calle. En el fondo, una pared llena de huecos de bala. La imagen tiene una doble lectura: por un lado, nos habla de la normalización del horror; por el otro, de la capacidad de encontrar alegría en medio del espanto. La recuerdo con cada página de Las noventa Habanas; con sus mujeres tragicómicas, acostumbradas a la tristeza y lo anodino, pero capaces de sobreponerse y ser mucho más. Así también, el libro es capaz de sobreponerse a cierta tradición de la literatura cubana y mirar con frescura (en el sentido original de la palabra, pero también en el cubano, que tiene que ver con cierta desfachatez) lo muchas veces visto, de ofrecer los muchos rostros de una ciudad.

Pienso también en una imagen fotográfica porque es un libro fotográfico o incluso cinematográfico (¿para cuándo la serie?). Escenas cuyos detalles se fijan a través de las palabras: profusión de colores, sonidos, olores. Rugosidades y ligerezas, perfumes y pestes, un bikini verde fosforescente que es el espíritu de una playa. No en vano estos cuentos están acompañados por las fotografías que el escritor catalán Eduard Reboll hiciera en La Habana y que son también las de una ciudad otra; los pequeños detalles sin aparente importancia, capaces de contener aquello que de nosotros no contamos fácilmente.

En un rito teúrgico, Machado cuece sus muñequitos de barro; conjura espíritus, los pone a caminar. Sus mujeres están vivas, las conocemos, podemos ser nosotras o cualquiera de las integrantes de nuestra familia. Pero no se necesita haber nacido en Cuba para identificarse con ellas. Sus historias son también el recuento de lo que significa ser mujer, de nuestros sueños y ansiedades, de las dificultades de vivir en un mundo largamente empeñado en robarnos espacio (“NO TIENES TODA LA INFORMACIÓN PARA HABLAR sobre ese tema”, es el inicio de Las mañanas del sábado). Un mundo dentro del cual, sin embargo, nos afirmamos como sujetos cada vez con mayor fuerza. Con Las noventa Habanas, con sus personajes que hacen resistencia, Machado confirma que el feminismo tiene también múltiples rostros y la literatura sigue siendo uno de los más poderosos.

Y en el fondo de todo, la nostalgia, esa canción que elevamos al partir. “Así que esto era ser emigrante. Es mentira que se pueda tener en cada un amor, porque lo más saludable es tener en cada puerto un olvido”. Pero este, ya lo dijimos, no es un libro saludable. Es el testimonio con que se hace y se deshace un pueblo, un velorio y un guateque. Canta y llora, celebra y entierra, pero no olvida. Tiene carácter de cicatriz porque Machado escribe para cerrar, para seguir. Escribe para saldar su deuda.


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