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Gavina Falchi

Las noches difíciles

Siempre me he preguntado por qué los pensamientos más angustiosos y las ansias más sutiles me asaltan de noche, insinuándose en la quietud del silencio, tendiéndome una trampa cobarde en el vacío de la oscuridad y allí, inclementes, me desgarran el alma a mordiscos y me borran el sueño sin piedad.

No puedo dormir. Me dan vuelta en la cabeza las imágenes y las palabras de la madre de Giulio Regeni, el joven investigador italiano desaparecido inexplicablemente en El Cairo, Egipto, a final de enero, donde se encontraba realizando sus estudios e investigaciones en el ámbito de los sindicatos locales, y hallado después de unos días muerto, con evidencias de torturas horribles en el cuerpo, sin que hasta ahora las autoridades de ese país hayan encontrado los responsables ni, mucho menos, ofrecido una versión plausible de este horrendo hecho.

Toda Italia se ha movilizado pidiendo verdad y justicia, como era de esperarse, y más allá de las voces oficiales de protesta que se han levantado, indignadas, la de la madre, Paola, me ha llegado a lo más hondo del alma.

Menuda, de mediana edad, con un rostro que puede ser el de cualquier mujer que nos topemos en la calle, ha llamado “dolor necesario” ese tormento inimaginable de tener que mirar (para reconocerlo oficialmente) y al mismo tiempo besar, tocar y acariciar con ternura ese rostro masacrado hasta lo inverosímil, transformado en algo “pequeño, pequeño, pequeño” pero suficientemente grande aún para recoger, concentrada, “toda la maldad del mundo”.

Me pregunto, horrorizada, si pueda o “deba” existir en la vida de un ser humano semejante dolor, y cuál destino perverso pueda condenar una madre y un padre a un castigo semejante. Si sobrevivir a un hijo es ya, de por sí, la tragedia más grande del mundo, no puedo siquiera imaginar cual tempestad de inaguantable sufrimiento deba desencadenarse en el corazón de una madre, un corazón que se retuerce desesperado y se rompe definitivamente en mil pedazos a la vista del cuerpo torturado de su pobre criatura…

Si – como todos los que han tenido hijos saben muy bien – el mundo se detiene, literalmente, delante de un malestar improviso, frente a la tristeza por una mala nota en el colegio, frente a una pena de amor inconsolable, ¿qué se debe sentir, entonces, delante de la ferocidad de semejante, bárbara, devastación?

No lo sé. Sólo puedo y debo arrodillarme, yo también con el corazón roto, frente a esta madre coraje que habla con voz firme y ojos secos de su Giulio, de ese muchacho que con sus estudios y su trabajo “podía ayudar al mundo” y que en medio de la angustia de lo que debe ser un tormento insoportable, halla las palabras – ¡y qué palabras!- simples y directas para exigir verdad y justicia, sin lágrimas y sin odio, con la mirada limpia y la cabeza bien alta.

Cuando uno ve a estas mujeres, a estas madres extraordinarias – porque como ella hay muchas – modernas Antígonas capaces por amor de desafiar las reglas hipócritas del mundo, entiende muy bien también el porqué de esos hijos. Hijos estupendos, curiosos e inteligentes; hijos luchadores y emprendedores, que estudian, viajan, investigan y sobresalen del caldo turbio de la indiferencia y del conformismo donde, en cambio, yacen lánguidamente muchos otros, sumidos en el pantano de la inercia y el vacío del aburrimiento.

Me pregunto de dónde nazca esa fuerza infinita, tan grande y tangible que deja sin aliento, que nos deja mudos y admirados, y que contagia de inmediato; esa fuerza que, estoy segura, nos ha sacudido a todos, estallando en nuestro interior; arrancándonos de nuestra somnolienta asuefación a las malas noticias, sacudiéndonos el alma y la consciencia, consciencia de donde brota, indignado, un fuerte sentimiento de justicia ofendida y de derecho negado que se traduce en una apremiante demanda de Verdad.

Y me doy cuenta de que son especialmente las mujeres – madres, hermanas, hijas – que desde siempre están allí, librando valientemente las batallas en defensa de sus seres queridos; allí, donde más fuerte se manifiesta el vínculo profundo e íntimo que es el de la sangre. Porque las mujeres, a pesar de las transformaciones culturales y de los procesos de emancipación, siguen siendo las principales cuidadoras de los afectos y sentimientos familiares y luchan para que éstos se preserven en el tiempo.

Debe ser por eso que a lo largo de la historia vimos (y seguiremos viendo…) tantas criaturas frágiles, tímidas, a menudo ignorantes en el ámbito de la ley y de los derechos, romper el silencio de la indiferencia y de la complicidad convirtiéndose de pronto en figuras protagónicas, en luchadoras empedernidas, desbordantes de fuerza moral y de sentido de responsabilidad; mujeres que como Paola, la madre de Giulio, actúan con una fuerza insospechada, sin ningún asomo de auto conmiseración manteniendo, inclusive en los momentos de dolor más desgarrador, tonos controlados, palabras sobrias, conductas serenas y racionales, sin perder nunca de vista su objetivo.

Hoy es una de esas noches difíciles, pues no puedo olvidar esa mirada lúcida, la sorprendente ausencia de lágrimas, ni tampoco las palabras firmes y dignas que hace muchos días se me agolpan en la cabeza junto al eco de un dolor universal y me hacen desear, intensamente, un mundo mejor.


Photo Credits: Rafał Wojtan

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