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Dinapiera Di Donato

Las niñas del Palmar antes de emigrar

Mi prima todavía era una ejecutiva de Guayana cuando me trajo a su hija para que la conociera.

Vinieron con ese aire distraído que les daba una guía imaginaria de la primera vez en Manhattan hecha con reciclajes de anécdotas de otros viajeros, folletos de agencias, columnas de revistas, clásicos de cine y estampas de La ley y el orden o Sexo en la ciudad vía cable.

Me contó que nuestro revolucionario jefe de estado prefería el hotel Plaza y que su hija menor frecuentaba la juguetería legendaria de Frederik August Otto Schwarz que arrancó en 1862 más o menos y que quedaba justo enfrente.

La niña de mi prima, por el contrario, no mostraba interés alguno por el mustang de peluche de tamaño natural de 700 dólares inspirado en su cinta favorita Spirit, el corcel indomable. No es nada, dijo, comparado con el caballo que mi abuelo me ensilla en El Palmar.

Tampoco se paró a considerar la oferta de una casita de muñecas victoriana de 19.000 dólares porque a fin de cuentas a esa edad no se calcula bien el cambio de divisas y los estilos arquitectónicos no nos quitan el sueño.

Mientras los adultos desacelerábamos el paso ante la brujita Harmione de Harry Potter diseñada por Robert Tonner, ante la muñeca con traje de novia de Carolina Herrera que ahora no recuerdo si era de Madame Alexander Doll o de Barbie, la niña, indiferente, solamente me hablaba de caballos libres en la primera película hecha con elementos de tres dimensiones animados por ordenador. Yo me hacía la que entendía y su mamá acotaba que habría que verla una veintena de veces, como ellas.

Eloísa ya me estaba cayendo muy bien pese a la advertencia de su madre porque según ella, la niñita se aplicaba más a la culebra argentina Floricienta que al aprendizaje de la lecto-escritura y prefería la fruta del guamo a un Tres leches de la Häagen-Dazs.

Estaba alarmada, no tanto por el analfabetismo -puesto que sabe que superé el mío a fuerza de palizas ya bien entrados los siete años- sino porque a lo mejor nos veíamos ante un producto típico de la revolución como resultado del adoctrinamiento con libros copiados en Cuba.

Y a eso hay que sumarle las aventuras de actrices argentinas entradas en años disfrazadas de niñitas que declaran pasiones por Mafalda, la de Quino. Especialmente el personaje Susanita porque soñaba con el matrimonio para tener muchos niñitos con un príncipe, declaraba en una entrevista la actriz de Floricienta, graduada en psicología.

Abogaba por la feminidad realizada, de una manera que no convencía a mi prima.

Tal vez el modelito no había cambiado desde las telenovelas bisabuelas del culebrón favorito de Eloísa. Floricienta no ayudaba mucho con la versión del cuento de hadas nacional que aseguraba que el éxito de una mujer salía de la combinación de un poco de catecismo socialista, con un poquito de modelaje, más algo de locución y un diploma superior en tecnología y administración avanzada que, junto a la costumbre de la maternidad adolescente asistida y las alteraciones anatómicas que al parecer incluso el gobierno obsequiaba en sus políticas de la Misión Madres de la Patria, elaboraban una identidad femenina fotogénica.

Mi prima estaba convencida de que las expertas del gobierno no eran revolucionarias en estos asuntos y, en realidad, se continuaba en lo básico. A saber: la conquista de las amistades masculinas mejor situadas para fomentar el carácter que toda mujer necesita para confrontar la envidia sobre todo la de las otras mujeres, las madrastras y hermanastras potenciales.

No se sabe en qué momento del cuento la princesa se quiere echar a dormir en su cargo ministerial saltándose las aventuras por el bosque y el trabajo sucio con los enanos.

Mi prima es muy joven. Su candor la lleva a inquietarse por las modelos de la patria entregadas a los hombres de la patria.

Como ella se levanta de lunes a sábado a las cuatro y media de la madrugada para poder trabajar y juntar para viajes, para los niños de la casa quisiera el cuento mejorado, me dice. No parece rencorosa. Le fascina su proyecto de informatización de la empresa, su sueldo le parece justo, no la acompaña siempre un hombre y le gusta su casa llena de recuerdos, el campo de sus padres, su vida guayanesa.

Le doy la razón pero le hago notar que Eloísa, pese a adorar a Floricienta, caminaba impertérrita frente a la colección de mujercitas enanas hechas para el morbo adulto. No le hacía gracia la sección de juguetes personalizados donde armaban delante de ti un bebé querido, un tren Lionel o un clon de Eloísa a pequeña escala, juguete de probado éxito más bien entre los padres.

Casi pregunto cómo hago para inscribirme en el club de Floricientos guayaneses cuando la niña salva del zapateo del piso musical en forma de teclado que aparecía en la película Big (el piso de piano que sonaba también estaba a la venta por unos 250.000 dólares, con transporte e instalación incluidos) a un turista francés de su misma edad.

Eloísa se escapa y el niño la sigue.

Los muchachos con aires de juguetes para adultos que la tienda proveía para guiarlos, no lograron venderles ni siquiera una chupeta con sus rostros pintados.

El amiguito de Eloísa que no era francés sino el adoptado serbio de una puertorriqueña y de un coreano que estaban regresando de una estadía en París donde él enseñó español y ella rastreó un manuscrito que aclara la autoría de La Celestina, adoraron el español de la niña producto de los viajes a El Palmar los fines de semana.

Allá el abuelo decía en voz alta para que oyera Eloísa: Cónfiro, negra, la niña no quiere bajarse del Espirit, y a su mujer, por lo bajito, bercia, negra, mira la hora y la carajita nada que come, a ver si la desencaramas y le das un rolito aunque sea de guamo. Entonces la negra, que es la abuela, levantaba la voz cuidando no desgañitarse: Eloísa, usted no disponga, ya es ya que se viene para la casa y se me lava las manos, se me come toda su cachapa y a cepillarse los dientes, sino olvídese del guamo, no hay más guamo para usted.

Pero han transcurrido 9 años. Mi prima terminó emigrando con Eloísa. Igual sigue levantándose de madrugada todos los días como si estuviera reuniendo para los viajes, y en los viajes recordar los árboles de guamo, pero se siente aliviada del miedo nacional que le fue robando su proyecto y el campo.

El miedo de la casa siempre parece más grande.

En la foto con el Plaza al fondo, que también dejó de ser lo que era, como la juguetería que también cambia de lugar junto con tantos lugares célebres de la ciudad que se adaptan a los nuevos habitantes y a los nuevos turistas, Eloísa aparece cantando para sus primeros amigos niuyorquinos una canción de la Floricienta que a mí, persona del siglo pasado, me sonó a un manual argentino de autoayuda, Quiero ser libre (vos podés), puedo bailar (vos podés), puedo cantar (vos podés), puedo sentirme nuevo y avanzar (vos podés), puedo sentir (vos podés), puedo vivir (vos podés, podés, podés).

Yo salgo también en la fotografía, con cara de mortificación porque me sonaba a una tonada del partido de mi infancia, el Movimiento Al Socialismo, con los mitos de igualdad social que habían sido nuestros particulares cuentos de hadas en los que todos podríamos.


Photo Credits: David

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