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Las mil y una noches

Allí estaba yo, sentada pensando en mis cosas. Viendo hacia el suelo, pero sin mirar a nada específicamente. Entonces levanté la mirada y los vi. De forma rápida e inconsciente, como cuando llevas mucho tiempo sin prestar atención, di un repaso a lo que había a mi alrededor. Pero volví a ellos. Allí estaban. Ni demasiado cerca, ni lo suficientemente lejos como para no poder tenerlos en cuenta. Parecía como si, de alguna manera, intentasen pedir auxilio, aire. Querían salir de aquel espantoso encierro. Dos piernas regordetas colgaban de un asiento. Un pantalón pitillo negro las cubría. No hacía demasiado calor ese día como para destaparlas, pero tampoco era un día frío. A las rollizas piernas las seguían unos gruesos tobillos, que asomaban a duras penas tras las ceñidas costuras del pantalón. Y después de los tobillos estaban ellos. Probablemente todo lo anterior no hubiera llamado mi atención si la imagen que me dieron ellos no me hubiera evocado a varios cuentos de mi infancia.

Eran regordetes, como los tobillos y las piernas que los precedían. Enfundados en lo que parecía querer imitar a unas babuchas. Encerrados en la parte trasera y sujetos con una cinta que poco ayudaba a la circulación de aquellos ahogados tobillos. El tacón, bajo, era una cinta de algún metal bañado en oro desconchado. Pero el talón fue lo que menos me sorprendió. Fue a medida que avanzaba en la imagen que mi asombro aumentaba. La punta de aquel calzado, que me recordaba a una versión barata de las babuchas de la caricatura de la portada de la versión infantil de Las mil y una noches que tenía cuando era niña, se elevaba. Como si no fuera suficiente el hecho de estar enfundadas en una piel falsa de serpiente que tornaba, sin ton ni son, del marrón al beige y del negro al marfil. Y entre aquel percal estaban ellos.

Lo cierto es que no sé si era de agradecer, o no, que entre aquel esperpento de extremidades unidas en un mismo zapato aquella mujer dejase ver sus pies. Pero supongo que se los habrá comprado por algo, así que asumo que le encantarían. Aunque, honestamente, dudo que sus pies opinaran lo mismo. Entre punta y talón no había nada que sujetase al pie más que la suela. El empeine quedaba completamente al descubierto y en cuanto lo vi la imagen que me vino a la cabeza fue aquella escena de la Cenicienta de Disney en la que las espantosas hermanastras intentan por todos los medios calzarse el zapato de cristal en unos pies que son claramente varias tallas más grandes que el tacón que quieren probarse. Gran parte de los dedos aplastados por la falsa piel de serpiente sobresalía de aquellas puntas como pidiendo auxilio. Por no hablar de aquel empeine que juraría haberlo visto palpitar por la falta de circulación.

No tengo claro si aquella chica esperaba recuperar a algún individuo al que pudiera haber perdido a las doce de la noche (o pasada la media noche). Lo que si me queda claro es que si el individuo está buscando a la chica a la que le valieran aquellas babuchas se va a pasar mil y una noches en el intento de encontrarla.

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