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Jorge Majfud

Las máscaras

Poco antes de morir, el viejo le había conseguido una pensión por invalidez, y cuando supo de su soledad y de sus derechos se recluyó en su cuarto de día y en el mirador de noche. Yo la quería mucho y creo que ella me quería igual. Sólo que compartíamos un pacto silencioso: nunca hablábamos de nuestro padre y no recuerdo que hayamos pronunciado alguna vez el nombre de la vieja, recluida sin remedio y por su propia voluntad en un cuarto oscuro y sin ventilación. Hacíamos todo de común acuerdo, sin necesidad de hablar directamente de cada cosa. Por ejemplo, yo me quedé con el saxo y con los discos del viejo, y ella se quedó con el catalejo que usaba para ver los cráteres de la luna, de la misma forma que veía las bacterias del hambre a través del microscopio. También al pájaro le gustaba ese instrumento. De chico decía que podía ver en la luna muchos países, como en las enciclopedias, unos predominando sobre otros, imperios cruzando mares y montañas, islas sometidas y desiertos olvidados, como el nuestro. Se pasaba horas mirando por ese cañón de vidrio, hasta que alguno de nosotros subía al mirador y lo interrumpía. Quería hacerme creer que podía volar de noche. En realidad, decía ella, sus alas se habían vuelto muy fuertes por el ejercicio de caminar y sus piernas no le pesaban como nos pesaban a nosotros. Entonces yo me daba media vuelta y le decía que no inventara historias, que la comida se enfriaba y yo no lo iba a esperar toda la noche para bajar. Pero ella no quería dejar de hurgar en su luna. Hasta que murió papá y ya no tuvo quién le creyera una palabra. Así que se quedó allá arriba y nunca más volvió. Esto lo sé bien, porque ella misma me llegó a contar ciertas cosas que estaban ocurriendo en el pueblo —como el maltrato que le daba el mecánico a su burro, obligándolo a tirar de los autos que tenía apilados en su predio— como si pudiese verlos a todos desde allá arriba. Sólo ella pudo saber si el mecánico se suicidó al ver por segunda vez al gallo negro o si lo mataron su mujer y el ayudante.

—Alguien debería hacer algo —me decía, preocupada por los palos que recibía el burro y esperando que yo me decidiera a intervenir. Y como yo quería tenerla contenta, atravesaba el pueblo y me ponía a conversar con el mecánico, en el patio de enfrente, a propósito para que ella pudiese vernos. Por ahí hablábamos del tiempo o de cualquier otra cosa sin importancia, más bien en un tono amable, porque a mí no me gustaba la gente pero tampoco quería llevarme mal con nadie.

Hasta que un día vi al bicho atado a un poste en medio del sol y sentí lo que debió sentir el pájaro. Así que no pude aguantarme y terminé por reclamarle a la bestia un mejor trato para su burro. Sólo que nunca imaginé que me iba a salir con lo que me salió:

—¿Y a usted qué le importa? —dijo— ¿No le parece que no está en condiciones de darle consejos morales a nadie?

Esa vez, la última que hablé con el mecánico, terminamos discutiendo. Yo alegando razones humanitarias para el burro y él defendiendo sus derechos de propietario. La discusión terminó cuando el dueño del burro llamó a su ayudante, y el pobre idiota se acercó con su enormidad encorvada y su cara de no-entiendo.

—Diga, patrón…

—Sácame este músico del área productiva.

El ayudante hizo lo posible por impresionarme con su cara de malo sin dormir, llena de granos a punto de reventar, mientras repetía:

—Salga del área, del área… —olvidándose del resto.

El ayudante del mecánico no era malo. Quiero decir que no hubiese podido matar a su patrón, por más bonita que fuese su mujer. Era un muchacho grande y caminaba lento, algo encorvado y con la cabeza adelantada, como si quisiera disimular su enorme altura. Tenía una cabellera rubia y lacia que le caía sobre los ojos, como un casco de oro que brillaba con el sol y le cubría una mirada perdida, probablemente la única que un día había conservado al levantarse sin haber despertado del todo y que demostraba lo poco que comprendía del mundo que lo rodeaba, como alguien que en medio de un sueño pesado no alcanza nunca a comprender por qué los girasoles tienen ojos y los granjeros semillas ciegas en la cara. Cuando estaba solo se sentía incómodo consigo mismo y movía la cabeza hacia delante, como si estuviese escuchando una música de baile sin bailar. Permanentemente tenía uno o dos escarabajos en alguno de sus puños. Cuando nadie lo veía, abría las manos y los escarabajos trepaban del dedo más bajo al dedo más alto, del primero al segundo y del segundo al primero, sin fatigarse jamás, hasta que por allí pasaba alguien y le gritaba tarado. Entonces el dios de los ciclos cerraba los puños y escondía los insectos, asustado, como si supiese que hacer girar escarabajos era algo sucio, indecente. Porque también circulaba, creo que sólo entre los varones del pueblo, la versión de que el tarado manipulaba escarabajos por concejo o por imposición del cura, que de esta forma pretendía impedir que se masturbara en las orillas de los caminos, por donde podían pasar mujeres y hasta doncellas inocentes. Y como el tarado había sido muy bien equipado por la naturaleza, como el burro, podría ceder a la tentación de cometer alguna desgracia; a su monstruosa tentación o a la inocente tentación ajena. Sobre los resultados había discusiones: era probable que el cura haya tenido éxito, pero en todo caso un éxito parcial y muy provisorio, porque si para un hombre inteligente siempre fue difícil dominar su propia naturaleza, era probable que más difícil le resultase al tarado.

El General bien pudo haber sido hermano mío, algún hijo clandestino de mi madre infiel o de mi padre suicida. Todos le tiraban alguna piedra cuando podían, como las gallinas picotean sin motivos a los pollos que caminan rengos o sufren de alguna deformación visible. Pero nadie supo nunca de dónde sacaba los escarabajos, búsqueda que hubiese complicado a más de un genio en el pueblo. Y, como le decía, nunca nadie supo a ciencia cierta qué hacía con ellos después de marearlos. Se decía que los mataba, apretándolos con los puños hasta que la cavidad de sus enormes manos quedaba anulada por la presión sobrenatural de su idiotez, lo que sin duda justificaba las piedras que le arrojaban los más chicos. Incluso se le conocían algunos gatos ahogados, con lo difícil que es ahogar gatos en el agua. De acuerdo: sobre esto nunca hubo pruebas, ni siquiera la falta de algún comeratones conocido, pero todos decían lo mismo y es posible que él se enorgulleciera de esas mentiras, porque el tarado debía percibir que la gente lo respetaba por lo mismo que le tiraban piedras. La gente respetaba al mecánico cuando le rompía las costillas al burro, entonces ¿por qué se molestarían con alguien aficionado a marear escarabajos? Algunos llegaron a decir que el tarado era más bien inocente, inofensivo la mayor parte del tiempo, aunque nadie garantizaba nada cuando estallaba en furia y, por eso, lo habían puesto con el mecánico para que gastara energías arrastrando fierros de un lado para el otro y sin ningún motivo. Por otra parte, el mecánico necesitaba un ayudante que no fuese tan inteligente como él, dado que era un hombre casado; y el que consiguió no podía cobrar mucho, dado que era tarado.

Para mí no era un mal tipo y mucho menos un asesino. La poca violencia que manifestaba de vez en cuando eran escasas devoluciones de todo el maltrato recibido desde que comenzó a sentir (ya que no entender, si es que alguien lo entiende) el mundo de la gente normal. Yo diría que era apenas una víctima inocente, y eso podía verse patente cuando se creía solo. Cuando quedaba exhausto, se sentaba sobre una llanta de auto o se acostaba boca arriba sobre un tanque de combustible caído, siempre con sus escarabajos entre los dedos y repitiendo, con una semisonrisa entre los dientes: “de las rodillas para abajo estoy parado, y de las rodillas para arriba estoy acostado” La inocencia no lo favorecía, como no lo favorecía su inteligencia, menguada por algún mal trato infantil, o por el infortunio prenatal, como el mío o el de mi hermana.

En cuanto al burro, diré que fue el tercer gran sospechoso de la muerte de su patrón. Como si fuese el responsable de mis reclamos, el mecánico lo había dejado atado en un poste de luz, día y noche, con un balde de agua diez centímetros por fuera del círculo que dibujaba la cuerda. Dos noches seguidas tuve que filtrarme por entre los fierros para acercarle el agua, pero el burro nunca salió de su posición de estatua triste. Se quedaba así, mirándome, reposando sobre sus patas chuecas, como si en lugar de patas estuviese apoyado sobre cuatro muletas, con sus enormes orejas tristes y sus ojeras blancas, con la barriga vencida, más por debilidad del espinazo que por exceso de alimentación, negándose tozudamente a probar el agua que yo le ofrecía, como si ya no le quedase posibilidades de confiar en ser humano alguno y prefiriese seguir sufriendo de sed a morir envenenado. La última noche le dejé el balde contra el poste, a riesgo de que se dieran cuanta de mi incursión, y al día siguiente me olvidé del asunto. Luego supe, por el comentario divertido del verdulero, que el mecánico había puesto al burro en penitencia de trabajo, ya que, como todos saben, estas pequeñas bestias son muy tercas y rezongonas, y con frecuencia se niegan a obedecer. En junta con el tarado, lo hicieron trabajar a jornada doble, llevando y trayendo pedazos de autos, sangrando a veces por los costados, por donde se le iban a incrustar los ejes y las chapas herrumbradas cuando la pequeña bestia no podía avanzar y, tras el tirón, la cuerda le respondía trayéndolo hacia atrás, con mayor odio todavía. El burro dividió al pueblo en dos: los menos, que veían con malos ojos el maltrato que recibía día tras día, y los más, que se divertían con sus patas chuecas, torcidas por el esfuerzo, y se morían de risa a causa de los rebuznidos que cada tanto daba cuando el General del Casco Dorado levantaba su vara como si fuese una espada. Especial éxito tuvo la idea anónima de colocarle al burro un viejo sombrero de fino paño escocés, con dos agujeros para que salieran por allí sus enormes orejas, el que fue quitado por el mecánico apenas lo vio de lejos, furioso porque aquello que tiraba de un chasis era un burro, no un ser humano. Y como el mecánico no estaba dispuesto a perder su tiempo buscando al culpable de tamaña burla, descargó toda su rabia en las ya maltrechas costillas del burro, el que tuvo que sufrir patada tras patada por haber prestado su imagen para semejante ofensa a la especie humana.

—No le pegue, patrón —decía el General— Mire cómo llora.

A lo que el patrón respondía, a los gritos: —No seas tarado, ¿no sabes que los burros siempre hacen así? Cada bicho tiene un ruido y eso no quiere decir que esté llorando. Las hienas dicen ja-ja cuando pelean y eso no quiere decir que se estén riendo. Vas a ver que si le doy con esto cada vez que rebuzna, va a perder la costumbre.

Con el tiempo se impuso la idea de que el burro traía defectos de nacimiento y, probablemente, de raza. Se lo comparó con los demás animales y se notó que, a diferencia de cada uno de los perros, de los caballos y hasta de los gatos, era él el único que se resistía a obedecer al mecánico. Por lo tanto, mal no estaba que éste quisiera imponerse, como un dueño de casa se impone a la ferocidad de su perro, al atropello de su caballo o a los antojos de su mujer. Claro, “imponerse” no significaba estar todo el día dándole palos, sino todo lo contrario: un hombre que debe recurrir a la violencia para hacerse respetar está siendo resistido de alguna forma. La violencia sólo podía ser un recurso temporal. Sin embargo, lo temporal pareció en algún momento no tener fin, y esto comenzó a preocupar al pueblo, que llegó a sospechar que el burro era incapaz de comprender el mensaje y, de a poco, se pasó de las risitas al mal humor.

Usted se preguntará por qué alguien podía odiar tanto a un burro. Sobre todo, porque éste era incapaz de devolverle una patada a nadie. Su cara de tristeza y sus condiciones de bicho pacífico daban lástima y rabia al mismo tiempo, porque uno no se explicaba cómo era capaz de soportar día tras día, palo tras palo sin tomar medidas en el asunto, como cualquier persona.

El que sabía por qué el mecánico odiaba tanto al burro era el pájaro, aunque nunca le di demasiado crédito a sus enigmáticas afirmaciones. Hacía mal.

—Al rubio le molesta el tamaño del burro —dijo el pájaro, una noche que nos cruzamos en el pasillo.

—¿El tamaño…?

—El hombre no puede con su mujer y ella lo humilla comparándolo con el burro. No pongas esa cara. Esa bestia no sólo le da palos al burro; también se los da a su mujer. Si el cura le permitiese el divorcio ella se iría con el burro.

—¿No será que te gusta su mujer, como a todo el mundo? —pregunté; pero no debió gustarle nada mi actitud, porque dio media vuelta sobre su mano derecha y se metió en su cuarto.

Vaya uno a saber si había algo de cierto en todo esto, si el pájaro imaginaba historias o se enteraba de cosas que un caminante común y corriente no podía hacerlo.

Lo único cierto es que el burro pasó días enteros moviendo toneladas de fierros, tirando y soportando los latigazos del mecánico, sin rebuznar al final, lo que de todas formas no lo salvó del castigo habitual. Hasta que fue visto un mediodía, a la hora de la siesta, con una soga al cuello y arrastrando un pedazo de auto por el camino de las locas. Más de uno se levantó de la siesta, intrigado por el misterioso ruido que hacía la carcaza metálica sobre el empedrado y vio al burro andando, despacito y sin tregua.

—Finalmente aprendió a tirar de los fierros sin rebuznar, carajo —dijo alguien, desde una ventana—. Pero miren que dio trabajo, el hijo e’puta!

Al principio, algunos se rieron y se volvieron a sus casas para comentar lo que habían visto: ese burro era como una persona, decían. Con el tiempo, y cada vez que el silencio amenazaba en una reunión, la gente volvería a recordar al burro; el juego consistía en atribuirle intenciones humanas y competir en pruebas que demostraban que aquel había sido el mejor burro que había tenido el pueblo en toda su historia. Un caso raro, anormal.

Pero mientras el burro estuvo vivo molestó a todos. Incluso al cura, que era franciscano en un treinta por ciento. Dejó de defenderlo cuando el General se apareció un día en la puerta de la iglesia, montando en él.

—¿Me puedes decir a dónde vas, hijo? —fue la pregunta del cura, que le salió al cruce antes de que el tarado se metiera con bestia y todo a la casa de Dios.

—¿Yo, padre?

—¿A quién más crees que puedo estar hablándole?

—Sí, es cierto —decía el General, mostrando sus hermosos dientes y moviendo la cabeza como si estuviese confirmando algo todo el tiempo.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué, padre?

—Te repito la pregunta, más despacio, a ver si puedes responderla: ¿qué estás haciendo arriba de ese burro, con las dos patas en los escalones de mi iglesia?

—No lo sé, padrecito.

—¡Cómo es posible que hagas las cosas sin saberlas! Cuando uno no sabe lo que está haciendo, se queda quieto, ¿entiendes hijo?

—Sí, padre, entiendo, me quedo quieto, como cuando pienso en la patrona y me toco aquí abajo, padre, y no sé por qué lo hago, sí.

—Bueno, bueno, bueno, suficiente. —saltó enseguida el cura—. Ya te dije que eso queda entre nosotros dos. ¡No tienes por qué repetirlo! Eso no es nada bueno, cuántas veces te lo voy a decir? Memoriza lo que te digo y no lo repitas. ¿Acaso quieres que todo el pueblo se entere de lo que haces? ¿Sabes qué dirán?

—No lo sé, padrecito.

—¡Dirán que cada día te pareces más al burro!

—Sí, es cierto… Siempre me pasa lo mismo, padrecito. Soy de lo más olvidadizo…

—Por favor hijo, vete de aquí, después de quitarte esa corona de espinas, antes que te vea más gente.

—Sí, padre. Soy de lo más distraído. Eso es, distraído. Me subí al burro para dar una vueltita y él solito me trajo hasta aquí. Si no lo detiene usted, padre, se mete al templo conmigo y todo.

Otras historias sobre el burro iban mejor adornadas con atributos humanos, que seguramente él desconocía o despreciaba. Lo cierto es que, la vez que se lo vio subiendo por el camino de las locas, iba solo y con rumbo fijo, al decir de la madre de la gitana, como si fuese para algún lugar preciso donde pensaba dejar el último chasis. Solo y probablemente por su propia voluntad, arrastró ese chasis de camión hasta que murió ahorcado en el último repecho que separaba el pueblo del desierto. Y nunca se supo si aquello fue un suicidio o un intento frustrado de libertad o ambas cosas, pero nadie volvió a compararlo con una persona, porque en el pueblo nunca nadie había querido quitarse la vida así porque sí. En todo caso, lo que hizo lo hizo por burro —me dijo el pájaro antes de levantar el vuelo, no sin ironía y adelantándose a los comentarios del pueblo.

Poco tiempo después apareció ahorcado el mecánico, con dos o tres magullones que fueron suficientes para caratular el caso como homicidio. Ya no se pudo culpar al burro y, como la posibilidad también ofendía el honor de la naturaleza femenina, nadie mencionó ni siquiera el nombre de la desgraciada viuda, quién había llorado cinco días y cinco noches sobre la tumba de la pequeña bestia sin haber derramado una sola lágrima por su marido. La mujer también tenía signos visibles de haber recibido una golpiza, pero en su caso no llamó la atención de nadie, ya que se conocía el origen de los mismos. Tampoco apuntaron mucho tiempo hacia el ayudante, hecho que si bien a primera vista resulta por demás sorprendente, un análisis más profundo revela que la gente del pueblo nunca lo consideró un peligro, sino más bien una incomomodidad estética.

Así que el único candidato al puesto de asesino —por lo menos en calidad de interino— era yo, el músico de jazz. Me habían visto discutir con el mecánico pocos días antes del suicidio, y ese incidente ya era suficiente para un pueblo que le interesaba menos la verdad que su tranquilidad propia. Y qué podía convenir más a la gente que disimular un suicidio y, de paso, sacarse de encima al trompetista?

Dos días después de la muerte del mecánico se realizó una Asamblea Extraordinaria en el club Libertad. Por supuesto, yo no asistí, aunque la inasistencia sin motivos justificados siempre estuvo mal vista y, probablemente, eso me costó caro. De todas formas, esa misma noche supe de la Magna Resolución cuando entraron a mi casa y prácticamente me sacaron de la cama.

—Vístase —dijo un hombre de bigotes que no alcancé a identificar.

—¿Qué está pasando? —dije— ¿Cómo entraron aquí?

—Vístase rápido. No nos haga esperar.

Me vestí como me lo pedían. Como en un sueño en que uno se está por ahogar y no puede mover los brazos ni las piernas, me dejé llevar por las órdenes de los intrusos. Cuando salí al pasillo, pude ver una docena de personas más esperando abajo, en la sala. Quise acercarme a la puerta de mi madre, para decirle que había gente en la casa y que pretendían llevarme. Pero un hombre disfrazado de sapo me detuvo:

—Continúe por allá —dijo—. Su madre duerme en este momento.

Luego supe que no habían encontrado pruebas suficientes para culparme del suicidio del mecánico pero, sin embargo, habían encontrado la forma de castigarme como hubiesen querido hacerlo mucho tiempo antes. En un cuartel improvisado en un antiguo casco de estancia abandonado, en las afueras del pueblo, me informaron que la Asamblea había resuelto ejecutar al asesino del cantinero, para que sirviese de ejemplo y no quedasen dudas sobre las costumbres pacíficas del pueblo, conservadas con esmero durante un siglo y medio de existencia y perturbadas criminalmente por un apátrida.

—El asesino morirá a golpes de fierro. Esa fue la forma más justa que resolvió la Asamblea: ojo por ojo y diente por diente.

—A mi ni me lo digan —dije, casi paralizado de miedo.

—Debe saberlo desde ahora, ya que ha sido elegido para ejecutar la Resolución.

—¿Elegido en ausencia?

—Así es. Se perdió la oportunidad de votar.

No recuerdo exactamente lo que dije. No recuerdo ni una palabra. Me puse nervioso y comencé a gritar, a insultar. Quería arrancarle los ojos al cura y solo pude escupirle en la cara. ¿O era la cara del coronel? Era una cara necia, hipócrita, pero no puedo distinguir el grado de prepotencia o de cobardía que movía sus músculos para componer una expresión de rabia y de asco.

—Las resoluciones de la Asamblea no se cuestionan. ¿Acaso se atreve a dudar de la legitimidad de un órgano democrático como el nuestro? ¿No se ha aprovechado usted, desde que sus ojos se abrieron a la luz, de esa misma institución del pueblo? Y ahora, alegando conveniencias personales, ¿pretende pasarla por alto?

—Soy extranjero donde nací. Me marcharé cuando amanezca.

—Esto no es la antigua Roma, señorito —dijo el uniformado de bigotes; también él olía a orín—. La misma ley se aplica a todo ser vivo que pise nuestro suelo: nuestra Ley.

Faltaba la luz y sobraban las sombras, moviéndose como almas en pena sobre una pared despintada, tan alta como si aquella estancia hubiese sido la residencia de gigantes, extinguidos en un tiempo lejano, o de enanos con mucho poder y mucho dinero.

—Nunca nadie se atrevió a cuestionar a la Asamblea —dijo alguien, con voz ronca, detrás de mí.

—Pero siempre nace un infiel que el día menos pensado pretende romper las normas de la buena convivencia.

—La soberbia te condena, hijo —dijo el cura, sin perder la calma, con ese tono de voz, fingido y obligatorio, que cada profesión se impone.

—Por favor —grité, con rabia—, no me diga “hijo”. Usted bien sabe que yo no soy su hijo y que probablemente usted nunca haya tenido uno, a pesar de que ha aconsejado a todo el pueblo sobre cómo hacerlo mejor.

Recuerdo un fuerte golpe en la boca que me dejó aturdido. Luego caminando con los fusiles entre las costillas, a la isla.

La isla, como le había llamado el coronel, era más bien un pozo de agua, casi seco. Y allí pasé días y noches, con la espalda pegada a la pared húmeda, caminando en un círculo de un metro y medio de diámetro para no perder las fuerzas a la hora de salir. Allá abajo, en lo más profundo de la tierra, tuve tiempo y silencio para pensar —como me lo había pedido el coronel— en las razones por las cuales la gente del pueblo me despreciaba tanto. Llegué a la conclusión de que todo se había originado en mi mala apariencia: mi frente, saltona y deformada, me había dado desde chico un perfil de búfalo, el que sólo servía para asustar niños y molestar la vista de los adultos, que decían que me crecía año tras año debido al esfuerzo inhumano de soplar el saxo. Para otros, mi frente era el resultado de un mal nacimiento, ya que para salir del vientre de mi madre tuvieron que emplear pinzas que dejaron marcas en mi cráneo hasta los cinco años. Para otros no: la dificultad de mi nacimiento sólo se debió al tamaño exagerado de mi cabeza en el momento de la gestación, lo que significaba un accidente genético, la consecuencia de una adicción de alguno de mis padres o, lisa y llanamente, un castigo divino. Siempre hubo discrepancias y grupos de partidarios que apoyaban una teoría o la otra. Pero si se me permite opinar, yo creo que esta frente mía sólo sirvió para recordarme, desde que tuve uso de razón, que yo era diferente a los demás. Hecho que quise atenuar en mi adolescencia, envolviendo fuertemente mi cabeza con una venda ajustada que me ponía por las noches y que nunca resultó en una disminución del perímetro de mi frente, sino que, más bien, sólo sirvió para despertarme cada mañana con terribles dolores de cabeza. Luego medía con una cinta métrica el contorno de mi cráneo y, con decepción, verificaba que las vendas no servían para reducir sus dimensiones, sino todo lo contrario: las aumentaba, resaltándolas todavía más con el color rojo-morado de una piel castigada por la presión inútil del paño. Por un tiempo hice algún esfuerzo por ensanchar mis hombros, para disimular un poco la desproporción de mi sombra —otra tarea inútil y agotadora, está de más decir.

Para peor, fracasar en este arte de reducir la cabeza me ponía fácilmente irritable. Lo que de paso servía para que mi madre le comentase a todo el mundo que el crecimiento de mi frente no aumentaba mi inteligencia sino que la reducía, o por lo menos no la dejaba aflorar. Esto se lo escuché decir un par de veces, no en tono de burla, lo sé, sino con tristeza, una de aquellas largas tardes que yo pasaba con la oreja pegada a la puerta de mi cuarto, marcando mi perfil grasoso en la madera, día tras día, tratando de escuchar las conversaciones de las visitas que acudían a su cuarto oscuro y que yo prefería evitar siempre que podía. Yo no quería ver las visitas porque las despreciaba y porque verlas significaba exponerme a que me vieran. Ahora, si vamos a ser justos, habrá que decir que para mi pobre madre no debió ser más fácil tener dos hijos como mi hermana y yo. Al fin de cuentas, ella nos había hecho (con cierta participación de mi difunto padre) y sobre ella recaían todos nuestros defectos. Mi hermano era bonito, pero le faltaban las piernas; y a mí, que si bien no tenía un cuerpo de atleta, me sobraba cabeza por donde se mirase.

También en las fotos el pájaro llevaba siempre las de ganar. Mire que lo digo con cariño; yo lo quería mucho al pájaro, muchísimo. Nunca le tuve celos ni nada por el estilo, aunque era más bonito que yo, aunque la mujer del mecánico la miraba a ella, cuando se ponía en la ventana, y no a mí que me paseaba por el frente de su casa. El pájaro era bien proporcionado y tenía cierto aire de actor de cine. Además, no era su culpa que los fotógrafos siempre estuvieran interesados en las partes altas del cuerpo. Es comprensible: la vida social se desarrolla, casi exclusivamente, en el hemisferio superior del cuerpo humano. En la cabeza uno tiene concentrado todos los sentidos y casi toda la vida psíquica, incluida el sexo.

Al pájaro no le hubiesen hecho falta las piernas si no se hubiese enamorado de la mujer del mecánico.

De chico yo pensaba que de nosotros dos se hubiera podido hacer una persona normal. Y no era sólo idea mía: una noche escuché a mi propia madre, diciéndole a alguien: “de dos podía haber hecho uno bien”. Es cierto que el cuerpo es siempre precario y una parte minoritaria de un ser humano; pero en el pueblo las viejas no hubieran podido comprenderlo. No importaba la edad ni la estúpida experiencia; este defecto mío era suficiente para provocarle a cualquiera un terrible disgusto cada vez que me veían por la calle. Incluso algunas mujeres cruzaban a la otra acera o se persignaban si estaban embarazadas, como si yo pudiese contagiarles mi fealdad. Y como no podían culparme de algo que ya traía de nacimiento, me culpaban de lo que había adquirido después: la costumbre de tocar el saxo como un loco.

Así pasé días y noches dando vueltas sobre mi propia existencia, hasta que llegó el día de la ejecución y me subieron enlazado en varias cuerdas, no sólo porque ya no me quedaban fuerzas para sostenerme por mi propia cuenta, sino porque ya había decidido morirme.

De allí me llevaron en un jeep a la plaza donde se había reunido el pueblo. El alivio pasajero que había sentido al salir terminó cuando escuché de lejos a la multitud, murmurando. Era como si en mi cabeza hubiesen apoyado una pesada máquina moledora de maíz y en ese momento la hubiesen puesto a funcionar. Podía sentir cómo los dientes de la rueda atrapaba los granos y los trituraba, haciendo ese crujido característico que ya nadie conoce.

En la plaza, un funcionario puso en mis manos un hacha de picar leña y me indicó el camino. En el centro estaba el asesino, tirado en el suelo y envuelto en una tela negra.

—Terminemos con esto de una buena vez —dijo el hombre y se retiró.

A un costado, pero muy cerca de allí, un grupo de mujeres murmuraba las mismas palabras que había pronunciado el cura en la boca del pozo. O por lo menos lo hacían con su mismo tono, grave y compungido. Y la máquina de moler maíz volvía a dar vueltas y a hacer estallar los granos (“…perdona nuestros pecados…”) mientras el asesino se revolcaba en el medio, emitiendo gemidos que no se oían claramente porque un paño le llenaba la boca.

Abriéndose paso entre la multitud, el intendente trazó con una estaca una línea en la tierra y dijo su esperado discurso, esta vez más breve que de costumbre:

—Los que están del lado de la Justicia de este lado, y los que no del otro.

Hubo alguna tímida protesta, pero finalmente todos se pusieron de “este lado”, es decir, el asesino yo quedamos del otro.

—No tiene nada que temer —dijo el pastor—. Cumpla con su deber de ciudadano y cruce la línea. Sus hijos se lo agradecerán un día.

—¡Vamos, no tenemos toda la noche! ¡Nos congelamos!

Ejecuté la orden. Golpeé al asesino con el revés del hacha. No quería cortarlo, no quería sentir el filo en la carne, no quería ver sangre. Sólo quería que se dejara de mover, como un pez afuera del agua. Sólo quería acortarle el tormento de alguien que sabe va a morir, tarde o temprano, en medio de una multitud excitada y gozosa.

—¡Mátalo, mátalo de una vez!

Le di otro golpe, esta vez un poco más fuerte que el anterior.

—¡Divino! ¡Mátame a mí también! —gritaba una mujer, tocándose los senos.

—Eso es, muchacho, mátalo de una vez  —gritaban todos al mismo tiempo.

—¡Mátalo! —uno.

—Sabía que no iba a defraudarnos —otro.

—Es uno de los nuestros —y otro más.

Pero el asesino se resistía a morir. Lo golpeé varias veces en la espalda, y no se moría. Siempre quedaba algo de movimiento en alguna parte de aquella bolsa negra. Y yo que no era capaz de terminar con su dolor. Por el contrario, mi torpeza sólo servía para prolongar su agonía.

—¡Divino! —seguía gritando la mujer de los senos enormes—. No te apures tanto.

—Sí, termínalo de una vez —pedía otro.

—¡En la cabeza!

—En la cabeza, más allí.

—Eso es, en la cabeza.

Sin duda, era una buena idea.  Con el barullo, no se me había ocurrido. Tenía que haber comenzado por allí, con un solo y preciso golpe. Esa hubiese sido la mejor forma de evitarle tanto dolor.

—¡Termínalo, termínalo!

Fue en la cabeza. Sólo así dejó de retorcerse y la gente estalló de alegría.

Cuando el griterío había disminuido y la gente comenzaba a moverse, me acerqué al asesino y lo desenvolví hasta descubrirle el rostro. Tenía el traje de pájaro puesto. Lo habían agarrado así o lo habían obligado a ponérselo, para terminar no sólo con el asesino del mecánico sino, sobre todo, con el mito del pájaro, que seguramente a esa altura ya se había confundido con el gallo negro, del cual, se decía, no se podía verlo dos veces sin morir de un paro cardíaco.

Sus ojos apenas se movieron para quitarse la sangre que le impedían verme. “No sufras, hermano —me dijo—, yo lo maté. Fui yo. Alguien tenía que hacerlo”

Y ya no parpadeó más.

Pero yo sé que el mecánico se mató él solito, porque yo mismo lo vi subiéndose al árbol, al mismo árbol del burro, porque no soportó verme dos veces con el traje del pájaro.

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