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Photo Credits: Richard Heaven ©
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Las manchas de Turner

De las clases tengo recuerdos como manchas de una pintura de Turner. Las voces y las citas se mezclan y se difuminan. Una vez, una chica dijo algo sobre Lucrecio y su relación con el amor: para ella, era un misógino amargado, perdido en los versos llenos de pus y podredumbre. Ella prefería a los entusiastas del amor, a los que cantaban a una pasión real.

En otra ocasión, un compañero de clase habló de la voz de los filósofos. Lanzó una hipótesis que conectaba el tono del habla con el pensamiento. Para él, de acuerdo al tono era el timbre, el color del pensamiento. Adujo que Nietzsche tenía una voz grave y que de ahí salía ese tupé profético. Se imaginaba a Kierkegaard como un flaco con voz de pito y a Hegel con una voz cavernosa y dialéctica acorde con el sistema monstruoso. Por eso su filosofía era idealista, sometida a la lógica de ultratumba, ligada a otro mundo.

Yo no intervenía. Me quedaba callado en un rincón. Dejaba que los profesores y mis compañeros se trabaran en especulaciones aéreas. Se perdían en las nubes y se desligaban del cuerpo y del placer. La tradición elegida por los docentes se quedaba en los rudimentos de los textos y no veía la conexión entre la letra y la historia, el contexto de escritura de los libros inútiles. Salvo una chica que siempre me gustó, nadie se detenía en la vida de los filósofos. No porque la biografía fuera importante sino porque las penas y los clamores de cada uno de los filósofos inciden en su supuesto saber.

En una acuarela de principios del siglo XIX, el inglés William Turner diagrama un plano con manchas que van desde el rosa hasta el verde. En el centro hay una línea que divide las aguas. Sobre el aparente líquido se mueven unas marcas marrones que podríamos interpretar como los restos de un muelle. En el cielo, las pinceladas caóticas indican nubes y aire. Mis recuerdos de las clases titilan, difusos, como las manchas del cielo. Son pinceladas de la memoria que no logro retener. Las voces se fugan hacia el pasado. Desde el presente imposible, lanzo manotazos para atraparlas, en vano.


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