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Oswaldo Estrada

Las guerras perdidas de Oswaldo Estrada: un decir aquí estoy

Saludo al frutero de Pakistán, a los mexicanos que venden tamales y champurrado.
A esos otros que arreglan autos más allá. Un leve gesto con la cabeza.
Un decir aquí estoy. Ahí estás.

 Los catorce cuentos de Las guerras perdidas (Sudaquia Editores, 2020) del autor peruano Oswaldo Estrada recuerdan a quien lee que una vez la batalla, el intento y la brega se demuestran infructíferas, hay fracasos que se aceptan sin rechistar, no se pelean; hay fiascos que se abrazan, se reciben con afecto incluso, como el destino inescapable de sustancia familiar que son. Hay realidades incontestables, un paisaje desafortunado al otro lado de la ventana que no puedes cambiar. Cuando perder es inevitable, o cuando no hay guerra qué librar porque las cartas ya están echadas, la sensación de ineficacia se vuelve natural. Quien lee este libro se encuentra así con un muy delicado recuento del fracaso, y con la reivindicación de la pérdida.

Perder o fracasar con entereza no es fácil. Hay que ser valiente para perder. Hay que ser valiente para permitírselo y más aún para reconocer que se perdió. Hay que ser atrevido para, luego de perder, volver a intentarlo y también hay que serlo para contar la historia del que pierde. Eso hace con ternura esta colección de relatos. Este, sí, es un libro valiente, que nombra la imposibilidad con transparencia. En un tiempo que privilegia historias sobre éxito y superación, en un tiempo en el que lo que se comparte es pantalla de belleza y perfección, relatar lo perdido, lo imposible, contar lo que pudo haber sido y no fue, es por decir lo menos infrecuente: un precipicio. Poco se habla de la falta, aunque ser humano supone de alguna manera esa condición.

“Te puedes pasar años viviendo en otra parte, comiendo otras comidas, haciendo nuevas amistades. Pero el corazón sigue allá́, dobladito con la ropa que dejaste en el ropero por si había que regresar”, dice uno de los personajes del libro. Esta voz que más que nostalgia revela conformidad, receptiva a lo nuevo aunque apegada al pasado, no solo interpela la experiencia y emoción de todo aquel que ha sido inmigrante alguna vez: la sensación de desplazarse hacia adelante mirando siempre hacia atrás, ya sea con pena o con alivio, con deseos de volver o con temor ante la posibilidad de hacerlo. Además, ilustra de manera sintética y elegante un sentimiento común, el halo transversal en los relatos del repertorio que nos ocupa: la sensación de ineficacia que embarga a esa persona que cada quien alguna vez ha sido, que intentando lograr algo no lo alcanza, y que lejos de pelearlo, una vez reconocido el fracaso lo recibe, lo abraza, lo reconoce con entereza. Eso hace este libro con elegancia, desde una prosa muy cuidada y a través de materiales muy dosificados y siempre en tensión, que requieren receptividad por parte de quien lee.

Cuando dejamos el hogar y la familia atrás, vivir sin hogar y sin familia es una manera de vivir; no se cuestiona, es una realidad inescapable cargada en la espalda, un peso invisible. Ser inmigrante es acostumbrarse al vacío que deja lo insustituible. Ser inmigrante es entrar a una historia ya perdiendo: quien ha de irse de su país en busca de mejores condiciones de vida de cierto modo ya llega a la nueva en falta, llega a la nueva vida a consecuencia de lo que de imposibilidad tuvo la previa. Así mismo, cómo negarlo, quien sobrevive en medio de una pandemia de cierto modo ya perdió, ha sufrido un trauma y ha sufrido por los afectos cercanos que perdió, además sabe de los ajenos que se quedaron en el camino, los cientos de miles que no sobrevivieron, que no tuvieron la misma suerte que él o ella, su propia salvación por siempre ya pérdida. Quien arriesga su vida –o su profesión: la medicina, digamos– para salvar a otra persona sin importar el costo de la apuesta y perdiendo a consecuencia su propia libertad, ha fracasado no solo en su particular misión, sino en la guerra librada contra la injusticia, contra un orden del mundo que intentó cambiar sin éxito. Así, el fracaso incontestable atraviesa el libro como una daga: una mujer lesbiana teme salir del clóset y ante una enfermedad terminal, cuando la vida se le acaba, descubre la factibilidad de mostrarse al mundo. Recibe la visita de la mujer que en salud amó a escondidas. Se despide. Un anciano cae en las redes sensuales de su cocinera y a manos de la oportunista termina firmando en su acta de matrimonio también un destino sombrío. Un pescadero inmigrante imagina el imposible encuentro con viejos amigos, con su vida “de allá” a la salida de un Ferry “acá”. Sueña con mandar a buscar a su familia, aunque entiende que no lo haría, su destino es vivir para trabajar y enviar dinero a su país, a su esposa, a su hija, que están, según ellas le cuentan, felices, en aquel punto de partida –“allá”– al que él no volverá. Este libro de cuentos mira la falta de frente, desde historias mínimas muy distantes y distintas entre sí, historias que tienen en común el empecinamiento de sus personajes no en éxito, sino en la vida misma. Cuando te acostumbras a perder, cuando llegaste perdiendo, no te cuestionas y no te detienes. Sigues pase lo que pase. Así van los personajes de Las guerras perdidas, aceptando estoicamente las imposibilidades que les ha tocado vivir, sin dramas. No se complican la existencia o no tienen pensamientos existencialistas que los alejen del día a día y su brega. Son personajes guerreros. Es quizá este uno de los logros de este conjunto de cuentos: su capacidad de describir con belleza, con afecto y valentía, distintas facetas de la imposibilidad, los distintos rostros de lo perdido.

Bien dice Estrada que escribir sobre la inmigración es su destino, un destino inescapable: “…esos temas me han buscado a mí porque yo he vivido y sigo viviendo todos los días de mi vida la experiencia del inmigrante en los Estados Unidos. Hablo inglés. Nací en este país… y sin embargo, en demasiadas ocasiones algo me recuerda mi no pertenencia, mi extranjería”. Estrada y también quien lo lee son personajes en este viaje de imposibles, de guerras perdidas y también de entregas incontestables a la vida misma. Si como dice Estrada, “el mejor premio que puede tener uno como escritor es que lo que escribes llegue al corazón de alguien”, Las guerras perdidas lo logra desde sus historias mínimas que son, parafraseando a uno de sus personajes, más que relatos, un “saludo al frutero de Pakistán, a los mexicanos que venden tamales y champurrado. A esos otros que arreglan autos más allá́” Un saludo a quien lo lee. Cada relato un leve gesto con la cabeza. Un decir: aquí́ estoy. Ahí́ estás. Vamos juntos.

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