Estas señoras ya no quieren más sus cinturas engruesadas ni de sus huesos y huyen por el bosque. Vamos en una patera cargadas de comida, flotando, rumiando, hinchadas o insomnes, lanzadas a tierra cuando nadie nos ve. Buscando los perros en la oscuridad.
Los primeros veinte minutos devoramos frutales enteros, ríos de avena y habichuelas en dulce, pastillas deliciosas, el cerdo a fuego alto. A cada vuelta invocamos a todas las cocineras del santoral, porque siempre hay una mujer muerta o violada en los canales latinos con sus rituales. Convencidas al fin de que ya no nos dominan, desde dentro, donde las habíamos guardado, entre grasas y pliegues, bien al abrigo de los caza-madres, después de comernos todo, las estamos dejando ir. El halcón nos distrae un poco, perdemos el paso.
Nos cruza, cojeando, la china Su Eng. En silencio. Ayer se durmió en el banco bajo el cerezo leyendo En la boca del infierno. Los perros la asaltaron.
En la fila de la lotería alguien vio a Su Eng, jugando cincuenta números. La fila no avanzaba y Su recitaba cifras como si fueran mantras. Desanimó a todo el mundo y en la bodega queda únicamente la vecina que ganó mil dólares poniendo al revés uno de los números que le oyó. O era un 26 de julio de Anaísa la dorada, que te cambia la vida como un trabajo fijo o una tarjeta verde.
De la china nadie sabe aunque una vez me preguntó sobre » los cuerpos de agua», la traducción al español, por la ciénaga de Inwood. Un cartel que ponía «no se tire de cabeza, cuidado con los cuerpos de agua». No se le conoce familia desde que llegó de la Zanja, de Cuba. A veces calma los números de su cabeza leyendo vaqueras de Marcial Lafuente en estupendas traducciones, «piel atezada», «dormir al raso». Es un bulto al descampado, en verano. Lacerados, llenos de ronchas, sus brazos cuelgan sobre la hierba.
Una noche descubro el agua tibia. Algunos expatriados sufren de un tipo de desaparición que se repite en cada época. Hay advertencia para el futuro en las cartas de Lydia Cabrera pidiendo libros, ediciones, fotos, que le escriban. Descripciones humilladas de cómo merman sus recursos. Cómo ya no se reconoce. Una manera de perder lugares y documentos y proyectos y lenguas y la vista. A su amigo Verger le termina contando que Miami llenaba el presente de disfrazados del pasado. Eso la mata, pero seguirá con su humor a toda prueba. También en las últimas páginas del diario de su amiga de La Parra asoma la inquietud de ya no saber cómo pagará las cuentas. Los amigos son el horizonte del expatriado mayor en fase patética. El mutismo o la muerte no siempre vienen a tiempo para ponerlo todo en su sitio.
Falta el aliento o es un poco de sed, nos va arreando la muchacha que fuimos, en los espejos del gimnasio al que en realidad no pensamos volver, o entre los árboles nos adelanta la maratonista que es el fantasma del parque, un rostro sin papada que adora un Morir Soñando y hace saltos olímpicos sin dañarse el desrizado. Un pájaro con un vozarrón se me acerca mientras abrocho mi zapato, pero se infarta porque en el celular de mi vecina de la Benett arranca una bachata y por un minuto cae sobre nosotras su clima. La tararea. Sé que en esa curva del bosque los árboles se ponen espesos y salvajes. El moreno de los perros puede atacar allí. Pero igual atacó en la calle 18 al médico venezolano, su vecino, a pleno día. Por demasiado blanco y maricón. Recuerda que no va sola, apaga la bachata justo cuando el corazón del pájaro había entendido que aquello era en realidad muy dulce.
Ninguna explicación. En la próxima pendiente tal vez los vamos a encontrar, se acaba la justificación de las crueldades propias y ajenas. Ni chismes de los artistas, ni rebeliones contra los programas y periódicos latinos calculados para desactivar, ni contra sus ex parejas, sus jefes, sus gobiernos. Ni queda tampoco rencor contra la china cubana, que no se ocupa de seguro médico alguno, con su aire de haber alcanzado la perfección cuando no se queja de las heridas. Hay un olor diferente. No viene de sus cuellos. Es la mezcla de matas del Hudson que se ha puesto plateado. Hay que ir a la orilla a buscar dientes de león de allí donde crece silvestre, cerca de los nidales de orioles y turpiales. ¨No se tire de cabeza¨. Su les dijo que ninguna hierba sirve, está meada. Pero tampoco hay apego declarado al río, a estas flores potentes, a las bacanales saturadas de vacío. Se apartan un poco cuando pasan otra vez los perros. No son éstos. El sentido del humor y de la muerte es lo primero que cae.
Así fue que empezó todo. No vamos a dejar a nadie para contarlo, armas con patas, veteranas.