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primera guerra mudial
Photo by: USMC Archives ©

Las caras destruidas de la Primera Guerra Mundial

Muchos recibieron el llamado a la guerra. Esa guerra impuesta por los nacionalismos y los intereses imperiales, y que necesitaba de soldados inocentes que murieran por esa causa. Los convocados podían ser un campesino, un maestro de una aldea, un albañil de la ciudad, o un estudiante. Muchos, muchísimos sucumbieron, entre soledad y explosiones. Otros sobrevivieron, volvieron a casa, pero al verse en un espejo confirmaron lo que ya sabían, estaban vivos, pero habían perdido sus caras. Se los llamó gueules cassées (bocas rotas).

La Primera Guerra Mundial o la Gran Guerra (191-918), fue un gran salto de la industria armamentística. Los cañones aumentaron su alcance, como el Gran Berta, construido por Krupp en Alemania, con un proyectil de 830 kg, con un alcance de 12,5 km y a 400 m/s; las ametralladoras automáticas perforaban los cuerpos con mayor cantidad de balas, y en mayor velocidad, cerca de 500 por minuto. Las heridas abiertas mezcladas con las condiciones sanitarias nefastas en las trincheras, detonaran la cantidad de víctimas, junto a los caídos en los ataques entre campos alambrados y la arrasada tierra de nadie.

Cundía la fiebre de las trincheras, una enfermedad transmitida por piojos. Al principio, en las trincheras las cabezas quedaban expuestas. El casco de acero se introdujo en 1915. Y el bombardeo constante que las tropas sufrían, principalmente antes de un ataque, hundía a los soldados en sus agujeros. Entonces solo quedaba implorar a Dios, o a lo que fuere, porque nada aseguraba la supervivencia, mientras el pánico taladraba los huesos y el espíritu.

Muchos de los alcanzados por los obuses, morían en el acto o, luego, desangrados; otros, los afortunados, recibían auxilio en palanquines improvisados, y eran después enviados a ambulancias quirúrgicas porque se comprendió que la atención tenía que ser lo más inmediata posible a fin de evitar infecciones, cuyo peligro aumentaba con el tiempo de evacuación a retaguardia.

Madame Curie equipó 18 vehículos como ambulancias. Y los desdichados cuyas caras fueron destrozadas, sin que lo hubieran querido, promovieron el origen de la cirugía oral y maxilofacial.

Al final de la guerra, más de cuatro millones de franceses fueron heridos. De ellos, 15.000 aproximadamente encajaron en la tipología de los gueules cassées. Al principio se acudió a varias técnicas para intentar devolver el rostro perdido. La técnica del injerto italiano, del siglo XVI, que desprendía un jirón de piel de un brazo para luego ser injertado en el rostro; o el implante de grasa y cartílago para reconstruir parcialmente la superficie facial destruida, pero con resultados muy insuficientes. Muchas operaciones de reconstrucción eran fallidas, como también muchas prótesis estériles.

Un soplo de alivio llegó a los gueules cassées gracias a la escultora estadounidense Anna Colemn Ladd, en 1918. El arte más que la medicina estricta fue su salvamento. Desde el taller de escultura de Ladd, surgió la idea de hacer un molde directo sobre el rostro destruido antes de modelar una máscara guiada por una fotografía de la víctima.

Se puede ver hoy videos de los soldados heridos en el momento en que se prueban sus máscaras. Un instante de recuperación de su dignidad despedazada, a lo que contribuyó también otro escultor, el británico Francis Derwent Wood que, en lugar de máscaras de goma las hizo de metal delgado, de un cobre galvanizado de 0,08 cm. de espesor. La habilidad de las máscaras metálicas de Derwent Wood fue muy beneficiosa para quienes tuvieron la fortuna de recibir su ayuda.

Pero muchos no tuvieron esa suerte. Para ayudarlos, se recurrió a la Lotería Nacional. Y algunos de los gueules cassées trabajaron como proyeccionistas en las salas de cine.

En la oscuridad de las salas los hombres sin cara cambiaban los rollos, y seguramente se fascinaban con la luz que mágicamente se proyectaba en la superficie plana y blanca, para animarla con otros tiempos y espacios, con rostros y cuerpos en movimiento. Quizá, por un momento, sintieron que algunas de esas caras en la pantalla eran de vuelta la suya; o, entre lágrimas, imaginaron que volverían a tener su rostro para, al menos antes de su partida, mostrarse sin miedo.

El rostro es lo que en la filosofía de Levinas nos permite acceder a lo infinitamente otro que es el prójimo (1). Pero también ese rostro es lo que funda el propio sentimiento de identidad, es lo que alienta la individualidad y da una imagen visible y reconocible a una persona, diferente a todas. La falta de una pierna o un brazo es desgarradora. Pero las caras destruidas aniquilaban la pertenencia a sí mismo y el abrirse a los otros.

Es doloroso imaginar la vida por años de aquellos jóvenes generalmente, que ni siquiera tuvieron el consuelo de los rostros sustitutos, de los que Ladd, Derwent Wood, u otros médicos en los orígenes precarios de la cirugía facial podían proveerles. El largo malestar silencioso para primero aceptarse a sí mismos como cara quebrada, despojada de la sonrisa, del propio dibujo de mejillas, mentón, labios. Y luego el pedido, callado y desesperado, de ser perdonado por no tener rostro, por ser fuente de estupor. El deseo, finalmente agónico, de ser aceptado, tolerado, y visto no como fantasma desfigurado, sino como alguien cansado del dolor, y con el deseo de ser el humano que abraza de nuevo a su esposa, a su hija, y que siente, de vuelta, la caricia de la esperanza.


(1) Ver artículo de “Emanuelle Levinas, y una filosofía de amor al otro”, de Laura Fernanda Navarro, aquí en Viceversa Magazine.


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