Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Woman with a Parrot de Gustave Courbet
Photo Credits (portada): Foto de Sara de S. Martín del cuadro Woman with a Parrot (1866) de Gustave Courbet

Las bragas de Lupita

De todos los decaimientos del cuerpo, el de la memoria me parece el peor. De la obsesión de ese declive me apartan pocas cosas; una de ellas, ya lo he dicho, los recuerdos frescos, muy vivos que describo aquí, en esta columna, que me llegan tan luminosos que parece como si fueran de ayer… esos recuerdos me convencen de que el reloj aún funciona bien. Hay algo en la chispa que los enciende que me anima a seguir, que me distrae y me seduce, y ese ánimo es oro puro.

Durante los veranos sevillanos, con el traje de gitana a medio poner, se sucedieron las anomalías. A las puertas de la pubertad, mientras pasaba unos días en la casa de mi tía, antes de ir a la playa con Lupita, me quedé un día mirándole las bragas. Me acuerdo con claridad no porque se las hubiera visto -porque nos las veíamos todo el rato- sino porque entonces vi algo inesperado y sentí de nuevo el calor helado -sí, es un oxímoron- de la anomalía. Despatarrada sobre un sofá, Lupita abrió desenvuelta las piernas y expuso sus bragas al aire; las faldas se le subieron hasta casi la cintura, y se puso exactamente como la chiquilla del cuadro de Balthus, Therèse, en ese lienzo del Met que el #Metoo tacha ahora de cochinada.

 

Thérèse, cuadro de Balthus
Thérèse, cuadro de Balthus

 

Aquél día no es que le viera las bragas a Lupita, es que  se las miré detenidamente largo rato porque vi en ellas algo en lo que Balthus también había reparado cuando pintó el cuadro, aunque a mí no me dio por pintar, como a él, sino que me entró una envidia atroz: la envidia “de la mancha”, la envidia del cambio, del abandono de la infancia que Lupita iniciaba, mientras que yo me quedaba rezagada sine die porque las hormonas del crecimiento parecían ignorar mi cuerpo. Balthus dijo en algún sitio cuánto le habría gustado ser para siempre un niño, pero yo estaba deseando dejar de ser una niña, entre otras cosas porque, si no, no podría estar a la altura de Lupita, y ella me apartaría de su lado tarde o temprano.

No sé si es para tanto reconocer en una braga un ligero tono rosado, de leve flujo seco, de una niña que está cambiando. Para mí fue un antes y un después porque la manchita era la evidencia de algo que presentía: Lupita siempre iba por delante, era la pionera en casi todo, y yo fui muy tardona; y la veía hacerse mayor y exuberante mientras yo me quedaba atascada, canija y, además, para colmo, plana.

 

cuadro de Dubuffet
Photo Credits: Foto de Sara de S. Martín del cuadro de Jean Dubuffet

 

La imagen de Lupita, zangolotina, acomodada en el sofá, piernas y faldas por alto, con las manos entrelazadas detrás de la nuca, con apenas catorce años, como si se relamiera de algo que aún no había probado, aflora en mis pensamientos muy a menudo, y, en concreto, hace muy poco, cuando miré las bragas de Therèse en el lienzo de Balthus del Met. Andaba buscando la manchita de Balthus, porque había leído el artículo de Lev Mendes, Through a glass, darkly, sobre la agresión -no se puede llamar de otra manera- de los iconoclastas anti-balthusianos del #Metoo que ven en Balthus a un oscuro canalla pedófilo que se aprovechó de Thérèse para “objetualizarla” en una “intriga voyeurística” personal.

En pleno otoño gélido, caminando por la ventosa Quinta Avenida, me entraron deleites nostálgicos de aquel verano en Sevilla y entré en el Met. Miré el cuadro de Balthus con idéntica avidez instintiva con que miré hacía años las bragas de Lupita. Y se me vino encima otra vez aquél verano de senos incipientes y curvas (¿qué es el placer sino una curva?), un verano de sangre pasajera y de admiración silenciosa e imparable por mi amiga Lupita, que se hacía mayor y se alejaba de mí algo engreída…los recuerdos cobraron vida de golpe, al tiempo que escuchaba en el audio-guía del Met cómo la voz jovial de Philippe de Montebello desmenuzaba la atmósfera mágica del cuadro, de cuento de Caperucita, que Balthus había recreado sin lobo pero con ese gato que lame la leche en primer plano.

Al ver el cuadro esta vez me di cuenta de que yo había sido más una caperucita clásica, desde luego, nada de sexualidad incipiente, aunque el deseo se me manifestó igual desde muy pequeña, como un impulso de curiosidad insaciable. No todas hemos sido lolitas como Lupita; no siempre la pubertad se te detiene ahí, en el trance justo del cuerpo que anuncia más que revela, o, más difícil todavía, en un primer amor cegador que da al traste con ese estado aún letárgico, lo que define a la clase de adolescente más extraordinaria: las julietas, que caen icono-parasitadas por el amor nada más abrir el ojo al mundo adulto. También están las alicias y las copelias porque la atmósfera de cuento mágico en los retratos que Balthus pintó a Thérèse me parece que tiene que ver más, como decía Mendes en su artículo, con el rigor mortis de los maniquíes; y, si me apuras, con la muñeca mecánica de El Hombre de Arena, de E.T.A. Hofmann, de dónde sale Coppelia, la chica que es a la vez muñeca, maniquí, máquina, bailarina y barbie.

 

Sara de S. Martin
Photo Credits: Foto de Sara de S. Martín de la escultura The Three Graces, 1872

 

Lupita era una lolita y yo una simple caperucita. Pero, en el fondo, con el paso del tiempo comprendí que mi destino era alolitarme y acomodarme durante años, demasiados, !zascandila de mí! , en esa fase a la que mi cuerpo había tardado tanto en llegar. En fin, me hice luego muy lolita y Lupita, sin embargo, se ajulietó, y cada vez que se enamoraba montaba un circo considerable y no paraba de clamar que solo a ella en el mundo, y a nadie más que a ella, le pasaba lo que le pasaba.

Arrebatadas las dos por el mayor de los embelesos, desde el sofá nos íbamos escurriendo hasta meternos debajo de una gran mesa camilla vestida con enaguas de pana azul oscuro. Lupita llamó a la mesa el templo de la voluptuosidad en uno de sus cuentos: en aquel salón, bajo luz cenital tan suave, como la de un cuadro de Vermeer o la sala principal de un museo antiguo, dentro de aquella mesa, recorríamos nuestros cuerpos una y otra vez con las manos, con los pies, con la lengua…hasta que Lupita sentía que había ido demasiado lejos y rompía el hechizo y le daba por decir: “Nada, nada. Ya está, nada, no ha sido nada, ya está…, ¿salimos a comprarnos un helado?”, que es una manera de negar el castizo al pan pan y al vino vino. Pero la culpa es muy mala, y en su esfuerzo de recuperar una inocencia que presentía perdida, Lupita empezó a adoptar conmigo un aire de matriarca mandona aunque contenida; como un sargento para quien una vez satisfecha la curiosidad yo era nuevamente solo tropa, o una suerte de comfort food, o, en el mejor de los casos, una sicofanta, una admiradora complaciente.

 

Photo Credits: Foto de Per Se del cuadro L’origine du monde de Gustave Courbet

 

La sumisión emocional a Lupita se me instaló junto con la necesidad de tocar su cuerpo y de entrar en contacto piel con piel… y, “pues nada”, cómo decía ella todo el rato. Pero aquellos rituales bajo la mesa fueron una cita fija, y sobreentendida, durante unos cuantos veranos. Ella me decía: “tenemos que visitar el templo” y luego: “nada, Sara, si no es nada”, como si yo estuviera preocupada. Y yo, que no cabía en mi de placer… pero ella sentía la necesidad de responsabilizarse de un supuesto mal. En realidad, me di cuenta mucho más adelante, se trataba también de una especie de escenografía desde dónde ella inconscientemente manipulaba mejor nuestra relación. Ella fue mi primer amor, ya un poco ajulietante, pero no me di cuenta de esta cualidad julietosa mía, de quedarme subyugada, hasta que me tocó descubrir años después, por fin, que yo tenía un enorme potencial como lolita.

El arte me sirve para eso, para recordar y recomponer mi vida: cuando veo a Therèse en el lienzo del Met, recuerdo al punto a Lupita en el vientre de aquella mesa camilla, las dos con las faldas subidas hasta arriba, medio desnudas, ahítas. Eso es lo que recuerdo yo. No sé lo que vería Balthus cuando pintaba a Thérèse porque quién mira, quién observa con detenimiento, se entera de muchas más cosas que los demás y, sobre todo, de mucho más que aquellos que se empeñan en actuar y ser los protagonistas, como le pasaba a Lupita. Pero, eso sí, la observación tiene que ser completamente libre, si no, no sirve. Hay que aceptar lo que venga, sea lo que sea, y enfrentarse a ello. Algo muy difícil, casi imposible para la mayoría pero no para Balthus. Ni para Courbet, uno de sus pintores preferidos. Cuando Gustave Courbet pintó L’origine du monde no creo que se le pudiera pasar por la cabeza pintar una mujer con una mancha en una braga…, e imagino que pintó lo que entonces podía ser verdaderamente transgresor: un primer plano realista y no idealizado del sexo de una mujer desnuda. Y Marcel Duchamp luego vino y era tan intelectual que para él todo eso era lo de menos cuando  construyó Étant doné. 

 

Etant Doné de Duchamp
Etant Doné de Duchamp

 

Pero los tres coincidían en que ahí estaba la puerta, el origen del mundo, aunque Balthus dio un paso más: no solo la puerta sino también los líquidos maestros de la vida. Estábamos acostumbradas a las lágrimas, a la leche y, por supuesto, a la sangre, líquidos cruciales en la historia del arte. Pero solo la sangre y la leche son símbolo y, además, a la vez, puro color, salgan por donde salgan; y la sangre color imprescindible, ingrediente sutil del color de la carne, y, si sale por ahí, más aún. A Balthus, en  el cuadro de Thérèse solo le interesaron dos: la sangre y la leche.

Lupita y yo habíamos observado por entonces el bulto que los chicos mayores y los hombres tenían entre las piernas. Sobretodo en verano, cuando los bañadores, los forrapelotas, convertían aquello en protuberancias increíbles. Nos sentíamos misteriosamente atraídas por ese bulto, y queríamos tocarlo, o verlo, a toda costa; sabíamos lo que era -los niños y niñas lo sabíamos-, pero lo de los chicos mayores parecía otra cosa, ¿cómo era posible aquello? Lupita y yo enloquecíamos, y alguna vez les metimos mano haciéndonos las tontas, o haciendo que nos caíamos y que nos apoyábamos en esa parte sin querer. “Niña, ahí no”, decía uno. “Niña, no sigas”, y nos daban un manotazo cariñoso. “Niña, que esas manos van al pan”, decía otro, riéndose. ¿Qué era aquella curiosidad insaciable que sentíamos entre risitas tontas? No creo que fuera una variante infantil de la mirada de Balthus: unas niñas inocentes mirándole el paquete a hombres adultos en vez de un hombre adulto observando las bragas de niñas inocentes, pero ya lo he dicho antes y lo repetiré ahora con otras palabras: cualquier cosa que uno observe es susceptible de ser pintada. Defiendo esta libertad hasta sus últimas consecuencias. Pero a una pintora le habría sido imposible pintar, al menos en esa época -ahora creo que tampoco-, una atmósfera recreada artísticamente dónde un chico púber está con los pantalones bajados y una leve humedad en sus calzoncillos (sé que nada es comparable, aquí hay muchos más líquidos y menos notorios…). La cuestión está para mí ahí, en esa diferencia y no en especulaciones baratas y tendenciosas sobre la moral del artista…alegar la biografía del artista solo sirve, como dice Julian Barnes cuando se mete a crítico, a aquellos que promocionan la obra de un artista, o que no quieren que se promocione. 

 

El Estudio por Marie Bashkirtseff
Photo Credits: Foto de Sara de S. Martín del cuadro El Estudio (1881) por Marie Bashkirtseff

 

Ha pasado mucho tiempo de aquello y Lupita prefiere no acordarse. No quiere tratos de ningún tipo con su memoria, y mucho menos con la mía, que le incomoda un montón. Aquel salón, bañado en una luz vermeriana similar a la que Balthus recreó para pintar a Thérèse, es el lugar dónde se me alumbró el primer satori –aunque entonces no conocía esta palabrita japonesa-; dónde comprendí que necesitaba recrear simbólicamente lo que vivía y expresar a cada paso mi placer y mi desdicha por estar viva. Desde entonces hilo historias para seguir viviendo, historias como esta, que tan pronto se sostienen cómo se deshacen: luminosas, frágiles, ilusas. Y me sonrío pensando que nado en la nada. Pues nada, eso.

 

Pierina Cleaning
Photo Credits: Foto de Sara de S. Martín del cuadro Pierina Cleaning

  


Photo Credits (portada): Foto de Sara de S. Martín del cuadro Woman with a Parrot (1866) de Gustave Courbet

Hey you,
¿nos brindas un café?