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Las aventuras de la China Iron: Queering Martín Fierro

Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían.

Jorge Luis Borges

En Las aventuras de la China Iron (2017, Random Mondadori), Gabriela Cabezón Cámara se inserta en una no muy extensa pero sí intensa lista de relecturas del Martín Fierro (1872-1879) que van desde Jorge Luis Borges (“Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874)” (1949) y “El Fin” (1953)) a Martín Kohan (“El amor” 2015) , pasando por Pablo Katchadjian (El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, 2007) y Oscar Fariña (El guacho Martín Fierro, 2011), para mencionar las más significantes o contemporáneas, que asumen y reinterpretan la literatura gauchesca desde una perspectiva que podríamos llamar postmoderna y postnacional, o incluso queer en algunos casos.

Estas relecturas surgen en un momento de desilusión nacional, de revisión de la literatura en un momento de crisis, como cuando surge la gauchesca de Hernández, para repensar y redefinir la patria, la cultura letrada, el ser nacional, la literatura nacional, ejes que luego serían objeto de debate y ensalzamiento por la generación del Centenario, encabezada por Lugones. Sin embargo, si bien hoy se piensan los mismos ejes, se incluyen otros actores -el guacho, el gay, la lesbiana, el travesti, el marginal- con el objeto de desacralizar un discurso literario eminentemente masculino que oblitera otras maneras de pensarse como sujeto en el ámbito de la nación. Es ahí, en ese resquicio recién abierto, donde se cuela Cabezón Cámara con Las aventuras de la China Iron, un personaje sin nombre en la órbita de Martín Fierro, de la cual sabemos que le dio dos hijos y poco más, y hasta llega a definirla apelando a metáforas animales: es su “gallina”. La novelista, pensando la literatura como una institución más inclusiva de los distintos sujetos que pueblan el ámbito del discurso y la patria, la dota de un nombre, Josephine Star Iron, y una historia con la cual el personaje comienza a adquirir la densidad negada en los discursos heteropatriarcales de la nación. Y la liga a otra serie de personajes, el gaucho Rosa, su perro Star, Lis, la inglesa esposa del inglés de Inca-la-Perra que se fuera a la leva con Martín Fierro, el mismo Fierro, travestido y arrebujado en una rosada capa de plumas de flamencos, o un borracho y decadente José Hernández, patrón de estancia.

Cabezón Cámara obtiene en 2013 una beca para dar clases de narrativa en verso en la universidad de Berkeley. Es ahí donde, luego de haber leído casi todos los textos de corte gauchesco que cayeran en sus manos, decide escribir una novela donde reversionar en clave feminista el Martín Fierro, poniendo el ojo en la figura más marginal, desclasada e invisible de la historia: la china, la que no tiene voz ni pasado, la humillada adolescente de 14 años a quien su padre apuesta en un partido de truco que pierde y se ve obligado a entregar al ganador, el gaucho Martín Fierro. Pero no se tratará, como se podría prever, de la historia de la subalterna, sino de un alocado viaje en la carreta de la inglesa por la pampa argentina, un viaje de iniciación tanto en la lengua como en el sexo, en el paisaje como en la historia. Asimismo, no se trata de un texto de revancha ni rescate, sino de un texto celebratorio, audaz, generoso, luminoso.

Las aventuras de la China Iron es, utilizando una nomenclatura actual, un spin off de El Gaucho Martín Fierro, el clásico fundacional de la literatura argentina que, como todo clásico, sirve para ser tergiversado, puesto que es en este gesto de desplazamiento, de relectura y reescritura, donde se juega su verdadera estatura de clásico, su habilidad de poder provocar nuevos comienzos que remitan a sí mismo, pero que también lo hagan estallar en pedazos. Estos pedazos son los que, al diseminarse, provocan nuevas posibilidades de lectura: el gaucho-macho que se deja penetrar por otros discursos latentes (algunos de ellos incluidos en el texto de Hernández), para demostrar que otra ordenación (incluida la alfabética) de la cultura y de la patria es posible. Un clásico que se deja deconstruir y desnaturalizar en tanto que refleja una sociedad machista y patriarcal. Si la mayoría de los argentinos son capaces de citar algún verso o “enseñanza” de Martín Fierro, también pueden reconocer los desvíos que toma la gauchesca y los riesgos que corren los escritores que se han embarcado en tal tarea. Así, por ejemplo, adquirimos con Borges el nombre de pila del sargento Cruz, Isidoro Tadeo, ausente en el texto original, pero que Kohan incorporará naturalizándolo en su historia de amor, en un ida y venida entre texto y subtextos que no hacen más que enriquecer el original. Es posible que con los años y el asentamiento de las lecturas comencemos a llamar Josefina a la china sin nombre ni linaje de Hernández.

Las aventuras de la China Iron inaugura la road-novel-gauchesca argentina al dialogar, apropiarse y reescribir una vez más el clásico argentino, pero, como toda obra que se precie de tal en el horizonte literario argentino, se pliega sobre sí misma. Está hecha de citas, de autorreferencias, de voces (re)vueltas a oír, pero enunciadas en distintos tonos, con otros ecos y resabios que la hacen retornar una y otra vez sobre las obsesiones escriturarias de la nación. En la lectura somos testigos de una intertextualidad desbordante, que abarca géneros como la road-novel, pasando por “La refalosa”, Don Segundo Sombra, los relatos de viajeros (Mansilla o Hudson), guiños a Juan José Saer y a Juan L. Ortíz con el objetivo de hacer explotar el ser nacional, la literatura nacional, y mostrarlos atravesados por otros discursos.

A partir de las relecturas citadas al comienzo de esta reseña, podemos hablar de una recepción diferente tanto del poema fundacional como de sus personajes, una recepción que propone otros lectores y otros actores en el escenario de la cultura nacional y popular. Estamos ante una intensa relectura de la literatura gauchesca donde las mujeres estaban ausentes, y la diversidad no era posible. Si el clásico nacional debe “representar” a la nación, Martín Fierro es un texto que permite la inclusión a partir de las relecturas, y por lo tanto, un acomodarse a las nuevas identidades de la nación, a sus nuevas necesidades. Esta cualidad transformativa es lo que hace de un texto un clásico. Así, nos encontramos, a medida que nos adentramos en la novela, con una celebración de lo queer sin trauma aparente, sino en clave celebratoria, y con la elaboración de un nuevo lunfardo, mechado de palabras inglesas, como anteriormente había ocurrido con las de origen más o menos italianas.

Como todo clásico, Martín Fierro es un texto de frontera -política, sexual, social, literaria- y a su vez, una obra transitiva, que señala otros espacios fuera de su propia construcción que permiten reafirmarlo y reactualizarlo permanentemente, como es el caso de los citados anteriormente. Volver a pensar el Martín Fierro es pensar otro modelo de país, como ya lo había anticipado Borges en su postdata de 1974 al prólogo de Recuerdos de Provincia: “Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y sería mejor.” Gabriela Cabezón Cámara analiza la actualidad del poema nacional y comenta que en los últimos ocho años comenzó a ser releído con fuerza a raíz de las celebraciones del Bicentenario y como producto del proyecto nacional (el único proyecto nacional que se sostuvo en el tiempo, en palabras de la autora) de la generación del ’80 y que en literatura comienza con Bartolomé Hidalgo, quien “escribe con una primera persona del plural de una clase oprimida pero empoderada: el gaucho como sujeto emancipado y emancipador, que participa de la guerra contra España. Ese género va dando cuenta de lo que pasó con el país, desde sus comienzos revolucionarios de Mayo hasta la Conquista del Desierto. Vamos de ese plural que recita en tono pampeano los valores de la Revolución Francesa hasta el gaucho solo y llorón, agujereado y resignado al final, que es Martín Fierro. Ahí ya se consolidó un país con latifundio, alambrados, ya corrió al indio y no sirve para nada ese gaucho. Se trata de volver a pensarlo.” (“Por las trenzas de Martín Fierro. Entrevista a Gabriela Cabezón Cámara.” Diario Clarín 18/10/2017)

A partir del fracaso de tal proyecto, o al menos, de sus notorias fallas, conviene volver a leer la literatura nacional y ensayar otras alternativas, esbozar lo que podríamos llamar una “neogauchesca” más inclusiva en una nación siempre convulsa, permitiendo que el ser nacional sea atravesado, una vez más, por diferentes discursos, traumáticos a veces, como en toda construcción de la identidad, pero también felices y celebratorios. Se trata, en palabras de Borges, de despojar de toda fatalidad al clásico nacional y sumergirlo en un movimiento de “reinterpretaciones sin término.” Es ese el mejor homenaje, y también la mejor lectura de la literatura nacional. En suma, sigamos queering Martín Fierro.

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