El cuartito es idéntico a los de las películas: sucio, mal iluminado, con un espejo misterioso al fondo. Se me ocurre que todo en esta ciudad, para bien o para mal, es un poco cinematográfico. Un cliché, sí. Cuando llegué a Niuyor, hace casi un lustro y cinco mil inviernos, un maestro del programa de escritura creativa nos advertía sobre el peligro de los clichés. Nosotros, jóvenes aspirantes a las bellas letras y ávidos de su prestigio de escritor neoyorquino, anotábamos cada palabra pero sonreíamos cuando él aseguraba, entre lección y lección, que vivía en Harlem. Nos parecía entrañable –y tal vez también un poco trillado– que confundiera el Upper West, tan poblado de señoras copetudas con perritos (gentrificación, que le llaman, y otro lugar común de regalo), con el peligroso barrio de mafias, drogas, tiroteos y apuñalamientos varios que Hollywood ha hecho icónico. Lord Harlem, lo apodaban los más maledicentes, mientras tomaban nota de sus consejos para terminar el texto con un buen punch narrativo y alejarse de las frases hechas y las anécdotas choteadas.
Y sin embargo –pienso–, aquí estoy años después, sentada en medio del cliché. Una lámpara titilante cuelga sobre el vaso de cartón lleno de colillas que está encima de la mesa. Excuse the mess, dice el detective Coniglio mientras se sienta frente a mí. Now tell me everything.
Y yo le cuento everything, desde luego, porque a mí me sientan en una mesa de interrogatorio con un señordetective, en un cuartucho inmundo del Precinto 26 de la Enguaipidí y –trillado o no, qué quieren que les diga– me pongo candorosa.
Era lunes y llovía (así empiezo). Yo caminaba por Broadway y la 112, con mi paraguas rosa fosforescente en una mano y el teléfono en la otra. Iba feliz de la vida a pesar de la lluvia, mandándole al poeta emojis con corazones. En la pendeja, pensarán ustedes y piensa, sin duda, el señordetective mientras le cuento lo que a partir de ahora denominará (y denominaremos todos) “el incidente”. Ya lo sé –quisiera decirle a Coniglio–, en esta vida una no puede ir así. Pero ni modo: a veces así va una. Total que no la vi. Total que nomás escuché el grito y sentí el golpe. O sentí el golpe y escuché el grito. O todo junto.
STUPID ASS BITCH!
Y me estrellaron un puño en la cara, mire usted. Just like that, she sucker-punched you for no reason? Sí señor, así merito.
Di la vuelta sin entender qué acababa de pasar. Me vi desde fuera: tan triste de pronto, con mi paraguas rosita, mi vestido de flores, mis emojis todavía latiendo en la pantalla del teléfono y mi cara de óyemeperoporqué. La junkie (hoy más que nunca me niego a escribir “yonqui”. En tu cara –y en la mía–, RAE) se quedó parada a media calle, mirándome, con el puño todavía alzado. Enseñándome sus dientes podridos. Retándome. Pedera, se dice en mi pueblo, pero eso no hay forma de traducírselo al ditectiv, así que me conformo con el menos preciso challenging.
No, detective Coniglio, no me robó nada. No, no la había visto en mi vida. Sí, aquí, en el lado derecho. Tengo el labio partido, ¿ya vio?
And then what happened? And then salí corriendo y llorando con muy poca dignidad y cero garbo, qué pregunta. La agresora, como la denominaremos a partir de ahora, siguió su camino sin prisa y discutiendo con el aire.
Coniglio, consternado, me pregunta por qué no llamé a la policía en ese momento. Ah, pero llamé, le explico. Marqué al 911 con mi putazo fresquecito y se presentaron dos ófisers a que les contara esto mismo. Y yo les lloré sujetando una bolsa de hielo que cada tanto me ponía en la boca, y ellos me escucharon muertos de hueva y luego me dijeron que mejor tuviera más cuidado y no caminara viendo el teléfono. Que además era mujer y God forbid (que es la forma que tienen los polis gringos de decir y date de santos que no te violaron, chula). Godforbidtuscalzones, quise decirles, pero me ganaron el susto y los buenos modales. Oiga, ¿y si quiero levantar una denuncia? No exageremos, m’am, no es para tanto. Now, if you had been stabbed… Me fastidia profundamente, ya se sabe, que me digan señora (en cualquier idioma), pero me fastidia todavía más que vengan dos tiras a sugerir que mejor ya no camine en la lela y decirme que, si no me apuñalan, no chille. Niuyor’s finest, cómo de que no.
La historia habría terminado así, conmigo hecha un mar de mocos, golpeada por una junkie y aleccionada por un señorjusticia misógino, si el mentado incidente no hubiera sucedido precisamente en el Upper West, a dos cuadras de una reconocida universidad privada, cuya seguridad no puede darse el lujo de tener junkies madreándose impunemente a la élite estudiantil de la ciudad o, en este caso y por azares del destino, a mí con mis tacones y mi paraguas rosa. La policía del campus revisó las cámaras de seguridad y consiguió fotos y videos del incidente en menos de 24 horas. Y entonces sí, armada hasta los dientes con la evidencia, tenía yo elementos para ir a denunciar.
Por eso estoy aquí, le explico a Coniglio, porque ahora tengo pruebas (así acabo). El señordetective me mira inexpresivo, se encoge de hombros y suspira mientras yo firmo la denuncia que él va a archivar en cuanto salga por la puerta. Él sabe, yo sé, y ustedes también saben, que –ahora sí– aquí termina esta historia (sin redobles, sin más punch que el que ya me acomodaron en la mismísima jeta), aunque me asegure, recurriendo al último cliché que nos faltaba, que va a hacer todo lo posible por encontrar a la agresora.
Me levanto pensando en las películas detectivescas y en los clichés, en que en el fondo hay algo de ridículo en venir a hacer un trámite burocrático para acusar a alguien que me hizo berrear y, también, en qué será lo que tiene mi cara que hace que a alguien le provoque, de buenas a primeras, partírmela. En un último intento condescendiente por reconfortarme, y a modo de despedida, Coniglio me da una palmada en la espalda. What can I say, lady? This is, after all, Harlem. Welcome to the neighborhood. Y entonces, a pesar del putazo, a pesar del recuerdo de ese lunes lluvioso, a pesar de la sala de interrogatorios, y aunque todavía me duele bastante el labio, sonrío un poquito.
Salgo de la estación de policía pisando fuerte y, aunque ya es de noche, me aventuro sin miedo por la 125, ostentando el moretón que ha empezado a formárseme arriba del pómulo. No podrán ustedes negarme que, con todo y los tacones, ahora se me lee muchísimo más ruda. Yo sé: el nuevo barrio y las heridas de batalla me legitiman, más que nunca, como aguerrida niuyorquer.
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