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Mayte Lopez
Photo Credits: Joe Miranda ©

Tacones sobre hielo: La vueltecita

Es sábado y New Jersey es una fiesta. Aunque los más animados ya se entregan sin remedio a las delicias kitsch de Wendy Sulka e improvisan una pista de baile al centro de la sala, yo estoy quieta en un extremo, ignorando la música y teniendo una discusión más o menos seria con mi amiga Daniella. De pronto, sin que venga al caso, llega el ataque (no es que un ataque venga alguna vez al caso). Un fulano que no conocemos de absolutamente nada nos aborda por la espalda, estirando los brazos y alargando las manos para toquetear no una, sino dos cinturas (andamos de oferta). Improvisando un pasito de baile y sin decir palabra, el cero gallardo caballero menea la pelvis hacia adelante, como si aproximarse nada menos que con el pito, fuera a la vez saludo y justificación suficiente para interrumpirnos. Ahora, imagino que piensa él, tenemos que bailar. Es lo que corresponde, ¿no?

Sé que la culpa no es del todo suya. Es lo que le han dicho, de una manera u otra, toda su vida. “Tú llegas, las tocas con el pretexto de la música y ellas, nomás por no quedar mal, se mueven. Y luego ya estuvo, ya chingaste”. Fiel al ritual, casi sin pensarlo, mi amiga se traga su incomodidad, fuerza una sonrisa y mueve la cadera. Pero yo hoy ando especialmente arisca, así que arqueo la espalda hacia adelante para evitar que me toque (con la mano o con el pene) y lo increpo: “¡Epa! ¿Qué son esos bailes?”. No lo insulto ni lo agredo: cuestiono su actitud y me quito. Luego, para quedar del todo fuera de su alcance, me siento. La cara de él (la sorpresa, la indignación, casi) es lo de menos. Un par de amigos acaban de presenciar la escena doblados de risa y bromean: “¡Pero pobre chico, solo quería bailar! ¡Qué mala eres! ¿Por qué te escandalizas?”. A partir de este momento y para la posteridad, los testigos reproducirán la anécdota recordando aquella vez en la que yo, loca furiosa con ínfulas de diva, traté fatal a un alma de dios que intentaba divertirse. Esto, me queda claro, tampoco es culpa de ellos. Efectivamente, yo soy la que está rompiendo el protocolo. Se espera de mí que baile. Un poquito, aunque sea. Se espera de mí que me deje sobar (“¡Ay, tampoco exageres!”) por un desconocido, que le siga la gracia al señor del pito vanguardista y después, si acaso, me escape a la cocina y me queje en silencio y sin hacer aspavientos. Como una dama.

Solo que –no se dejen ustedes engañar por mi ortografía impecable– no soy una dama. Aquí donde me ven, tan seriecita, tan entaconada, tengo un pasado oscuro. O, mejor dicho y puntualizando el tono, tengo un pasado neón. Y qué. A la fecha, más de un pariente (de esos que no han tenido una conversación conmigo en veintidós años) me sigue asociando con la puberta que, armada hasta los dientes con ombliguera, pantalones acampanados y plataformas color naranja (gracias, Fey), se plantaba delante de la cadena de un antro con nombre de artesanía y –sin sonreír demasiado (más porque no se vieran los bráquets que por verdadera mamonez)– levantaba el brazo entre la multitud y gritaba: “¡Raúl, somos cinco!”. Y luego, cómo no, entraba con otras cuatro babosas a ponerme hasta arriba de Bacardí blanco y cantar con harto sentimiento aquello de si a ti te gusta morder, el mango bien madurito.

Y qué, les digo. Hasta con Paulina Rubio como música de fondo, léanlo con cuidado, se pueden aprender algunas cosas sobre el mundo. Y yo aprendí, entre otros asuntos menos trascendentales, a defenderme. Aprendí a escapar de un tipo muy concreto de predador, uno que abunda en los antros y también –después y para siempre– en la vida.

Hay una clase de ser humano que, aunque no siempre usará una camisa abierta hasta el ombligo y una cadena dorada –incluso si es su prerrogativa hacerlo–, invariablemente atacará por detrás a un grupo de quinceañeras desprevenidas. Pescará a una (o a dos, dependiendo de la audacia) por la mano o por la cintura (o ambas, dependiendo de la destreza) y la obligará, con una sonrisa beoda y un vaso de ron en la mano que le queda libre, a dar una infame e indigna vueltecita. Solo después de haberla forzado a ese movimiento lamentable, solo después de haber establecido su superioridad haciendo girar a la hembra contra los deseos de ésta, intentará (o no, dependiendo de las ínfulas) entablar una conversación, o tal vez incluso (si es que le queda tantita madre) preguntarle si quiere bailar. Con el paso del tiempo, ese ser tan poco entrañable podrá o no dejar de frecuentar discotecas, pero difícilmente dejará de pensar que las mujeres del planeta están ahí para dar vueltas cuando a él se le antoje. Y habrá también damitas que giren toda la vida sin cuestionarlo y crean, incluso, que eso es lo que toca.

Pero sucede que, a fuerza de dar vueltas, una se cansa y se queja o –habrase visto tamaña insolencia– se quita, arquea la espalda, se defiende. Y ahí es cuando empiezan las broncas que están a la orden del día. Por cada #MeToo embiste, con la pelvis por delante, un #NotAllMen. Por cada alegato de acoso un ¿qué traía puesto? Están quienes no entienden nada y se llenan la boca de “Ni feminismo ni machismo, humanismo”. Están las francesas, que acusan a las gringas de hacerse las víctimas, y defienden el sacrosanto derecho masculino a importunar. Están quienes claman invisibilización de otros grupos violentados y creen que, si no se puede salvar al mundo entero, es mejor no salvar a nadie. Están los románticos (y las románticas) que lamentan la pérdida del cortejo y añoran las flores, los besos robados, el “con alcohol afloja”. Están Javier Marías y Pérez Reverte, tan valientes ellos. “¿Por qué no dijo que no? ¿Por qué no se fue? ¿Por qué lo cuenta hasta ahorita? ¡Aquí hay cosas que no cuadran! ¡¿Quiere alguien pensar en la reputación de ese pobre actor de Hollywood, de ese inocente profesor de universidad, de ese triste muchacho que solo quiere bailar el sábado por la noche?!”. Está todo esto que aturde y marea, todo esto que da vuel-te-ci-tas, mientras nosotras –histéricas, mentirosas, vengativas, locas, feminazis, putas, calientahuevos, malas, malísimas– googleamos “cómo evitar contacto físico no deseado” para detener –sin ser groseras, no vaya a ser que alguien se ofenda– a ese jefe que nos encierra en la oficina, a ese compañero de universidad que aprovecha un saludo cortés para sujetarnos la cara con toda la mano y –por sus huevos– darnos un beso tronado y baboso, bien cerquita de la boca.

Google no tiene respuestas esta vez y la empatía parece, para ciertas personas, un ejercicio imposible. Calladitas, se insiste, nos vemos más bonitas. O le bajamos a nuestro feminismo, o nos cuelgan el cartel de “cuidado con esa demente”. Y yo pregunto otra vez: ¿y qué? Si –de momento– la alternativa a que nos metan mano es que se nos acuse de soltar manotazos, elijo la menos peor de esas opciones. Y entonces sí: digan ustedes lo que quieran, señores (y señoras). Chillonas. Exageradas. Divas. Jarritos de Tlaquepaque. Hablen hasta el cansancio de lo malas que somos algunas, caballeros (y caballeras), con tal de que quede bien claro que, a la fuerza, no damos más vueltas.


Photo Credits: Joe Miranda ©

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