Moría la tarde de aquel viernes y con ella, la semana laboral. Decidí bajar caminando a Prospect Lake para saludar a las aguas color musgo bajo el cielo nublado, respirar el aire frío de inicios de otoño y admirar a los árboles que empezaban a mostrar tonos amarillos y anaranjados en el follaje. Casi no había gente. Los garzones azulados se habían ocultado. Algunos gansos canadienses flotaban en silencio. Decidí aprovechar la soledad del momento para caminar con calma.
Recorrí la orilla, adentrándome en la península y bordeando su perímetro. Vi a un águila pescadora sobrevolar el lago. Me detuve a observarla. No se zambulló. Quizá hasta los peces se habían ocultado en el fondo. El águila desistió de la pesca y se posó en la copa de un gran árbol. Continué mi caminata.
En el recoveco interno de la península, donde las aguas son más calmas, quietas como un espejo, vi a tres cisnes nadar con garbo. Nada más. Ya anochecía y se escuchaba la cantata de los grillos en el bosque. La oí por un par de minutos y eché a andar para regresar a casa.
Cuando me alejaba de la orilla, escuché una voz desconocida para mí. Voz de ave, ¿pero cuál? Regresé a la orilla y agucé el oído. La voz era un llamado, no un canto, en dos notas: una grave y sostenida, la otra aguda y en crescendo. ¿Quién era? Observé, disfrutando la quietud del momento.
Miré a las ramas de los árboles en la orilla, pensando que podía ser una garza. No vi nada. También escruté las copas en busca de algún gavilán o águila. Tampoco encontré nada.
La voz continuaba su llamado y ubiqué mejor su origen. Venía desde la superficie del agua, cerca de la orilla. Miré a través de la penumbra, queriendo emular a un búho.
Entonces lo atisbé: era un pato llamando a su bandada. Las patas, los patitos y demás patos jóvenes se acercaban. No pude distinguir si era un ánade sombrío (Anas rubripes) pero eso me pareció. La bandada se juntaba sigilosamente bajo las ramas de un árbol que se agachaba como para beber de las aguas del lago. El pato llamaba y su bandada acudía.
Asombrado, me quedé allí quieto, escuchando la voz de aquel anochecer. Cuando oscureció por completo y reinó el silencio casi absoluto, reinicié mi caminata. Regresé a casa con esa voz llamándome a descansar.
Ahora se despide el otoño con su lluvia de hojas secas y el invierno anuncia su llegada con el frío más punzante, la luz más tenue, los días que se acortan. Los grillos han silenciado su canto ya. Lo hicieron hace algunas semanas, quizá, sin que yo me diera cuenta. Las especies de aves migratorias se han terminado de ir del lago. Aún nadan los cisnes y patos cabeciverdes y flotan algunos gansos canadienses, residentes en el lago. Y todavía atisbo algunos ánades sombríos. Pero no he vuelto a escuchar su voz encantadora al anochecer, como la voz de aquel momento irrepetible.
Es hora de adaptarme al cambio de estación y darle la bienvenida a los sonidos más escuetos y sutiles del invierno brooklynense.
Photo by: Allison Meier ©