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esteban ierardo
Photo by: J E Theriot ©

La voluntad de tener (siempre) razón

Los alcances y límites de la razón están abiertos a interpretaciones filosóficas distintas. Pero es un hecho, que no necesita demostración, que muchos creen tener siempre razón. Las redes, antes de la pandemia, y durante el tsunami pandémico, muchas veces actúan como un megáfono digital para multiplicar el aviso de que “yo tengo razón.”

En muchas discusiones viciadas por falsas argumentaciones (sean éstas del ámbito político o personal), emergen los engaños “lógicos” que Arthur Schopenhauer (1788-1860), el gran filósofo alemán autor de El mundo como voluntad y representación, sistematizó en su tratado inconcluso, del año 1864, “Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en treinta y ocho estratagemas”, en parte inspirado en los tópicos de la lógica aristotélica. Erística viene de la palabra griega antigua Eris, que significa disputa o conflicto, y que combinada con techne, “arte”, “procedimiento”, es el conflicto y el debate que busca “argumentaciones” para ganar una discusión en lugar de acercarse a una verdad racional y verificable.

Según Schopenhauer son casi cuarenta las opciones para adulterar el rigor lógico de una discusión, y para convencer desde bases falaces. La apelación a la falacia es mala fe o, a veces, simple ignorancia. Y la ambición de monopolizar lo verdadero no se ciñe solo a los que fraguan engaños argumentales, o a las psicologías obsesionadas por el siempre “tener razón”. Ya que dentro del grupo de los que siempre pretenden “decir lo correcto”, de los que obran como mensajeros de la verdad a ultranza, se encuentran también, muchas veces, desde intelectuales laicos hasta teólogos que se estiman tocados por Dios.

A cierto tipo de sapiens siempre le seducen las certezas inconmovibles. Necesitan, desesperadamente, un suelo firme y seguro en el río tumultuoso de la vida. Pero esa necesidad se trueca en muchos casos en el supuesto derecho a custodiar la “correcta razón”. Entonces, para muchos, reconocer un error o admitir dudas, sería como negar su condición de protectores del pensamiento correcto.

Pero la voluntad del querer siempre tener razón es más profunda que una obsesión de ciertos individuos. Por desgracia, la pretensión de detentar la verdad indiscutible grita desde el fondo de la historia. El deseo de decir lo correcto y lo que no lo es, no se limita solo al discurso hablado o razonado. Porque el “tener razón” es cuestión de hecho, no sólo de una pretendida legitimación razonada.

Es decir: la razón le pertenece a quien puede imponerla por la fuerza. O más exactamente: la razón como ciertas proposiciones o creencias que pretenden componer la verdad incontrastable, sin alternativas, es consecuencia no de una deducción lógica sino de un acto de poder.

Y hoy también, en muchos casos, el pretender tener razón desprecia los datos de la realidad, la fuerza de los hechos cuando niegan “su” razón. El fenómeno de la posverdad de este tiempo, en el que importa más lo que yo digo que lo que la realidad verificable muestra. El derrotado en las recientes elecciones norteamericanas es un buen ejemplo de ese modo de decir en contra de lo evidente.

Y los medios de propaganda, y el dominio de los algoritmos que regulan el flujo de la información y la desinformación constituyen posibles formas de “imponer lo correcto” en este capitalismo global e informatizado viciado por virus e incertidumbres.

Por lo que vamos entreviendo, entonces, la voluntad del siempre tener razón es más que la enfermiza manía de la “prédica de lo correcto” por parte de personalidades que compensan su inseguridad existencial con una imaginaria posesión infalible de la verdad.

Y todo esto, claro, no supone que no sea posible tener una (limitada) razón bajo una legítima argumentación ante ciertas situaciones particulares o generales verificables. Una cabal demostración debería expurgar la mala fe, o la ignorancia de los procedimientos lógicamente validos de razonamiento que no recalan en alguna de las treinta y ocho estratagemas presentadas por Schopenhauer como ejemplo de falacias persuasivas.

Y además, en el plano de la discusión personal convengamos que el pretender siempre tener razón es empobrecedor. El dueño de la razón todoterreno se priva del placer de convivir en paz con la propia ignorancia; y quizá advierta menos el valor de experiencias en las que no se puede “tener razón” porque se está fuera de ella, como la belleza, el misterio o el calor de las tormentas eróticas en el cuerpo.

Y el siempre “tener razón” impide aprender de los muchos errores que cada quien va tejiendo en la propia vida; no deja ver que siempre “tener razón” es también ser esclavo de la necesidad de refutar a todos los que descreen de nuestros asertos.

Y no advierte que sólo se puede “tener siempre razón” en mi propio mundo cerrado, en una celosa burbuja personal o de un grupo determinado, nunca en la realidad abierta y compleja; en la realidad del prisma de las muchas caras, frente a la que, cada quien, solo alcanza a comprender algunas de esas facetas.

Nunca todos los lados del cristal.


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