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Diego Martínez

La vida sexual y triste

A mi madre

«Cuando me llaman hombre soy un caballo negro
por la nostalgia».
JUAN SÁNCHEZ PELÁEZ

Cuando yo tenía ocho o nueve años mis padres decidieron cambiarme de colegio. Nunca hablamos del asunto, ellos simplemente tomaron la decisión y luego me la anunciaron sentados a la mesa. La verdad es que estaban cansados de lidiar con los maltratos a los que me sometían los niños del salón. Entonces me inscribieron en un colegio americano, un colegio pequeño y muy costoso en donde estudiaban los niños de las familias más forradas de la urbanización. Pero las cosas no cambiaron. Cuando aquellos muchachos descubrieron que yo no sabía defenderme comenzaron de nuevo los ataques. Un día me encerraban en la jaula del perro, un parapeto de cabillas en una esquina del patio, y luego se ponían a escupirme o a aguijonearme con una vara. Un día pescaban mi bolso y lo metían en el retrete del baño común, dañándome todos los útiles escolares, o simplemente agarraban el bolso y lo arrojaban por un barranco, o me arrojaban a mí junto con el bolso por un barranco. Esas cosas.

Mi padre estaba furioso. Yo ponía todo el cuidado del mundo en ocultar las magulladuras que me quedaban de aquellos encuentros, pero luego mi padre o mi madre las descubrían y entonces empezaba una serie interminable de interrogatorios que me dejaban hecho polvo. Creo que para mi padre lo más vergonzoso de todo era mi tamaño. Es decir, que yo estaba muy lejos de ser el más alto de la clase. El viejo pasó domingos enteros enseñándome a tirar puñetazos. Ambos nos cuadrábamos en el jardín y comenzábamos a ensayar golpes, hasta que de pronto mi padre me agarraba por sorpresa y me soltaba un verdadero carajazo y yo caía redondo en el pasto, sin entender del todo lo que acababa de suceder. Pero no lloraba, con mi padre nunca lloraba. Con mis amigos sí lloraba. Lloraba como una niña, como una marica, si se quiere, pero con mi padre no lloraba. Me levantaba del suelo sujetándome la mandíbula mientras él me arengaba, me decía, ¿verdad que te dolió el coñazo, no es cierto? Pero ya pasó todo, ¿no? El dolor ya pasó, ¿no es cierto? En efecto, el dolor ya había pasado. No había sido más que el susto. Bueno, seguía mi padre, eso es todo lo que pueden hacerte si te golpean: darte un buen susto. Un sustito. Pero la sangre, los golpes, toda esa vaina pasa, y pasa rápido. Así era el viejo. Él había sido un muchacho pobre, uno de esos muchachos que aprenden a defender cada centímetro de tierra a los coñazos. Yo había nacido en una familia próspera, me había educado en buenos colegios, amaba a mi madre por encima de todas las cosas y pensaba que nunca podría llegar a ser el hijo que mi padre esperaba. No era bueno en ningún deporte —el viejo había sido un gran beisbolista—, no sabía defenderme ni tampoco tenía amigos con los que mi padre pudiera verme tonificando mi masculinidad, porque yo era el vástago de mi padre.

Un día a la directora del colegio se le ocurrió organizar un concurso de pintura. Recuerdo que esa tarde llegué contento a casa. Tomé mi block de dibujo y me fui hasta el jardín y me puse a retratar un seto de flores rojizas que mi madre regaba todas las noches, unas flores que ella llamaba camarones y que yo siempre había visto con curiosidad y con sospecha. Dibujé los tallos y en la punta de éstos dibujé unos cuerpecitos encarnados, como camaroncitos saltando fuera de la superficie del mar, y alrededor algunos pétalos blancos erizados, como gotitas de espuma, y me senté en el porche a esperar que mi padre llegara del trabajo. Estaba ansioso. Cuando llegó tomó el dibujo y me lo devolvió casi en el acto, sin decir una palabra. Yo me encerré en el baño, rompí el dibujo y me puse a llorar. Luego salí del baño, como si nada, atravesé la sala con toda la seriedad del mundo y volví a tomar el block de dibujo que descansaba en uno de los cojines del porche y me encerré en mi habitación y pasé gran parte de esa noche dibujando una playa, y luego coloqué algunos chicos tomando el sol y jugando al fútbol en la arena, y me dibujé a mí metiendo un soberbio gol de pierna derecha. Me dieron una medalla de oro, pero ya no puedo recordar si mi padre me felicitó o no, aunque la medalla estuvo sujeta durante años al cuadro con mi foto que él había hecho colgar en su oficina. Pero lo que sí recuerdo fue la cara de mi padre la primera vez que me sancionaron en el colegio por entrarme a golpes —la primera y la última-. La directora había llamado a mi madre por teléfono y le había dicho que su hijo, que su retoño de mamá le había arrancado la tetilla a un compañero de un mordisco. Al niño lo habían tenido que trasladar a la clínica. La verdad era que varios de esos muchachos, después de hostigarme un largo rato, me habían aprisionado contra las rejas de la cancha de fútbol y yo había comenzado a asfixiarme y había perdido el control y había terminado mordiendo a uno de ellos. El muchacho se había puesto a llorar y a pegar gritos hasta que llegó una de las profesoras que estaba de guardia en el patio y nos tomó del brazo a mi compañero y a mí y nos arrastró hasta la dirección. Cuando llegué a casa en el vehículo del transporte escolar, quien salió a recibirme no fue mi madre sino la señora Rosa. Mi madre se había quedado en la cocina. Tenía los ojos húmedos pero no me dijo nada. Yo seguí a mi habitación. Me sentía avergonzado. Pero conforme fue pasando la tarde mi vergüenza y las lágrimas de mi madre fueron transformándose poco a poco en algo muy parecido a una fiesta, y apenas llegó mi padre los tres nos montamos en el auto y me llevaron a un Mc Donald’s y me compraron una cajita feliz y luego me compraron un helado. Sin embargo, aún quedaba un asunto por resolver. Además de la sanción disciplinaria, también estaba la factura con los gastos que el padre del niño me había entregado después de que él y su hijo regresaran de la clínica. Mi madre habló con mi padre y yo le enseñé el papel que tenía guardado en uno de los bolsillos de la chaqueta. Mi padre tomó el papel y lo miró. Luego me preguntó, ¿y qué tamaño tenía ese niño? La verdad, el muchacho era casi de mi tamaño. ¿Y quién empezó? La verdad, eran ellos los que habían empezado. ¿Y quién es el papá del muchacho? Mi madre señaló la factura. En una esquina estaba engrapada una tarjeta de presentación. Mi padre la leyó un  momento, un segundo, y luego me la entregó. Dígale a ese señor, me dijo, con un acento de barrio pobre que sólo remarcaba cuando estaba molesto, dígale que si quiere que venga a casa que yo le arranco una teta a él también.

En el colegio no volvieron a molestarme. Pasaba los recreos dibujando y hablando con algunas niñas del salón. Me llevaba muy bien con las niñas. Me sentía cómodo. La agresividad de los varones me ponía los nervios de punta, pero con las niñas era distinto. Me hice muy amigo de una de ellas. Se llamaba Violeta. A veces el papá de Violeta nos llevaba al cine. El señor Gonzalo era cinéfilo. Pasé muchos fines de semana en su casa viendo películas y comiendo helados. A veces el viejo nos llevaba los sábados a las funciones de media noche. Ese era nuestro pequeño secreto, nuestra travesura. De salida del cine discutíamos acerca de la película que acabábamos de ver. Él nos escuchaba, nos obligaba a pensar, nos daba cuerda. A veces era Violeta quien se quedaba en casa los fines de semana y mi madre nos llevaba los sábados o los domingos al club y pasábamos el día en trajes de baño corriendo de un lado a otro y comiendo papas fritas en una barra que daba directamente a la piscina. Y uno de esos días, un día en el que estábamos comiendo papas fritas o corriendo de un lado a otro en trajes de baño, mi madre recibió una llamada del interior. Era un agente de tránsito. Mi padre acababa de fallecer en un accidente automovilístico.

De los meses que siguieron a la muerte de mi padre conservo muy pocos recuerdos. En la casa llevamos el luto discretamente y la vida siguió su curso, como quien dice. Luego mi tía se mudó con nosotros —mi tía Melisa, que en verdad era mi prima pero que yo llamaba cariñosamente tía desde pequeño. Mi tía nos hizo mucha compañía y ayudó a mamá con todas las cosas de la casa. Pero sobre todo me ayudó y me acompañó a mí. Mi tía acababa de terminar sus estudios universitarios y yo la admiraba y me desvivía por llamar su atención. Mi tía me escuchaba, me alentaba a dibujar, me estimulaba. Los días de semana yo esperaba ansioso a que ella llegara del trabajo, y cuando llegaba me metía en su cuarto y le contaba mis cosas y escudriñaba en sus gavetas y la llenaba de dibujos que hacía durante el día, dibujos que ella pegaba en el espejo de su cómoda o que guardaba en una repisa del clóset. También habíamos comenzado a forrar las paredes de mi habitación con esos mismos dibujos y con fotografías que recortábamos de periódicos y de revistas, y habíamos llenado mi ventana con germinadores donde retoñaban papas y garbanzos y frijoles y yo me sentía el niño más feliz del mundo. Sobre todo por las noches, que era cuando nos reuníamos en la sala a ver la telenovela de las nueve. Ahí estaba mi madre, estaba mi tía, estaba la señora Rosa, a veces también estaba Violeta, y en medio de todas esas mujeres estaba yo, porque yo había nacido para estar entre mujeres, porque yo sabía que ése era mi destino.

Con la muerte de mi padre mamá se refugió cada vez más en su familia, en sus hermanas. Por la casa desfilaban tías y primas los siete días de la semana. La familia de mi madre era un auténtico matriarcado —o un auténtico patriarcado con vacantes significativas— y pasados algunos años mi madre comenzó a preocuparse por mi sexualidad. Hacía falta un hombre en la casa. Pero en la familia de mi madre había muy pocos hombres. Mi abuela había tenido seis niñas y un varón, y el varón se había marchado de la casa en una motocicleta antes de cumplir los quince años. También mis tías habían tenido niñas, salvo por un primo que vivía en España y otro que vivía en Estados Unidos. Además, casi todas estaban divorciadas. Cuando la familia se reunía a celebrar un cumpleaños yo tenía que bailar con todas mis primas y con todas mi tías y siempre terminaba agotado. Pero la atención y el amor que me profesaban me pagaba con creces esas jornadas maratónicas.

Cuando cumplí quince años las preocupaciones de mi madre alcanzaron su momento más crítico. Vivía hablándome de actrices, de lo linda que era tal o cual amiga del colegio, de nietos, esas cosas. Nunca hablábamos directamente de eso, pero eso estaba en el aire, eso estaba en las comidas, eso estaba con nosotros cuando ambos nos acostábamos en su cama y pasábamos largas horas conversando de cualquier tontería. Yo también sentía un poco de miedo, visto que no me gustaban las niñas. Pero la verdad es que tampoco me gustaban los niños. Entonces mi madre, siguiendo los consejos de alguna amiga avisada, decidió avanzar filas. Empezó por prohibirme que durmiera en su cama y yo no tuve más remedio que exiliarme en mi habitación durante las noches. Luego comenzó a dejarme bajo la cama revistas pornográficas que yo hojeaba, primero, y que luego guardaba en alguna gaveta. Después se empeñó en que hiciera deportes por ver si me juntaba con muchachos de mi  sexo, y así fue que terminé inscrito en el equipo de tenis del club. Pero con la raqueta yo daba asco. El profesor me tuvo paciencia las primeras semanas y luego me puso a recoger pelotas indefinidamente. Además, mi madre había comenzado a comprarme la ropa ella misma, sin invitarme. Nada de pasear juntos por los centros comerciales, como hacíamos antes, y yo pasé de vestirme como un niño a vestirme como un anciano púber de la noche a la mañana, lo que acentuaba mi ridículo frente a los muchachos del club y frente a los muchachos del colegio. Usaba zapatos de vestir que me quedaban grandes y usaba camisas con cuello y botones que mi madre compraba en las mismas tiendas que solía visitar mi padre, pero yo me armaba de valor y salía a la calle con esos atuendos y no decía nada, absolutamente nada, porque yo sufría por mi madre e intentaba llevarle la corriente, y también porque muy en el fondo yo sabía que mi vida había cambiado para siempre y me esforzaba en ser un muchacho valiente, porque yo era el vástago de mi padre.

Para colmo de males, ese mismo año mi tía se marchó del país y Violeta se ennovió con un muchacho de su edificio, un catire bravucón al que mi proximidad parecía producirle una fuerte alergia en el brazo derecho. Entonces comencé a sentirme realmente solo y desgraciado. En el club intenté estrechar lazos con algunos muchachos del equipo de tenis, pero eso también fue un desastre. Yo era el mariquito, el bicho raro. Recuerdo que el primer día que logré invitar a un par de compañeros del equipo a casa se lo conté a mi madre en un arrebato de triunfalismo. Mi madre preparó todo para recibir a los muchachos ese fin de semana, y un día antes llegó a la casa con posters de mujeres en bikinis y se puso a hacer comentarios artísticos acerca de las modelos. Yo no tuve fuerzas para negarme. Despegué todos mis dibujos de las paredes, los guardé en un baúl y comencé a colocar los posters, uno por uno, e intenté sentirme cómodo en mi nueva habitación de camionero. Pero los pósters tampoco ayudaron. Una vez terminada la bienvenida y los saludos de rigor, yo volvía a sentirme perdido. Y la misma situación se repitió una y otra vez. Yo intentaba patear balones con ellos, intentaba no reírme demasiado para que no se me saliera la mariquera, pero nada parecía funcionar. Los chicos pronto se aburrían y ya no había manera de volverlos a invitar a casa. Entonces mi madre, en un último esfuerzo maternal, entró en contacto con mi tío Aroldo, que en ese momento estaba viviendo en Puerto la Cruz, a unas cinco horas en auto desde Caracas, y mi tío Aroldo comenzó a venir seguido a la capital, y las cosas se complicaron un poco más.

La primera vez que vi a mi tío Aroldo pensé que me estaban gastando una broma. Es decir, mi madre y mis tías eran mujeres hermosas y elegantes, pero mi tío Aroldo parecía sacado de una película de terror. Tenía la cara surcada por canales horizontales, como si el viento de la carretera hubiese erosionado durante años ese rostro duro y quemado por el sol. Mi tío Aroldo hacía el viaje desde Puerto la Cruz a Caracas en motocicleta, créase o no, porque mi tío Aroldo adoraba las motocicletas. Yo me mostré receloso, al principio, pero mi tío Aroldo era una buena persona y además era muy gracioso, de manera que al final terminé encariñándome con él.

Con mi tío Aroldo me bebí la primera cerveza. Con mi tío Aroldo fui por primera y última vez a un juego de béisbol y a un puticlub. En el puticlub me emborraché y vomité sobre las piernas de una stripper, pero mi tío parecía no contrariarse con nada, sólo se reía y me dejaba hacer. A veces mi tío Aroldo me contaba anécdotas de su juventud, de cómo se había escapado de su casa en una motocicleta robada y había dado vueltas por todo el país, primero en la motocicleta y después, cuando la motocicleta ya no dio para más, a pie y haciendo dedo. En Puerto la Cruz había conocido a mi tía y allí se había casado y había tenido tres hijas, todas niñas. Pero casado o no, mi tío Aroldo seguía siendo un completo vagabundo. Los viernes cerraba la compañía y apagaba su teléfono celular y se largaba con su motocicleta o con la camioneta de la empresa y se ponía a dar vueltas por los pueblos cercanos o a corretear a las secretarías de los almacenes vecinos, una decena de mujeres que siempre esperaban apiñadas en la parada del autobús. El viejo las acosaba durante semanas, meses, y luego un día las montaba en la camioneta con la excusa de darles un aventón y entonces las paseaba, las hacía reír. A veces las convencía y paraban en una licorería y se compraban una botella de sidra barata y se largaban a un hotel o a un mirador. A veces no las convencía y se resignaba a llevarlas hasta su casa, y ya en la puerta de la casa el viejo avanzaba resueltamente, y si la mujer seguía resistiéndose, si se ponía dura, el viejo iba y se sacaba el muñeco —el muñeco, es decir, la trompeta. Así de simple y con ese mismo rostro de concreto surcado por canales horizontales. Yo no sabía si debía reírme o salir corriendo a llamar a mi madre o a la policía, pero mi tío seguía, escúchame con atención, sobrino, escúchame bien: una mujer puede rechazarte, por muchas ganas que te tenga, puede rechazarte y bajarse del auto y subir a sus aposentos —APOSENTOS— y luego acostarse a dormir y tener un sueño tranquilo, pero después de haber visto al muñeco una mujer puede bajarse del auto sola, y puede subir a sus aposentos sola, y puede acostarse sola, pero no dormirá tranquila, no. Escúchame bien, sobrino, que yo sé lo que te digo.

Por extraño que parezca, los fines de semana que pasé junto a mi tío me ayudaron mucho. Digamos que me envalentonaron. Una tarde, cansado de recoger las pelotas que los otros chicos arrojaban contra las rejas de la cancha de tenis, me paré frente al profesor y le dije claramente que yo no estaba dispuesto a seguir haciendo de recogepelotas, que yo lo que quería era jugar al tenis. El profesor se quedó de una pieza. Yo también me quedé de una pieza, pero en seguida me mandaron a por mi raqueta y me pusieron a recibir pelotazos al otro lado de la red. Al principio aquello me pareció una humillación aún peor que la recogedera de pelotas, pero no me eché para atrás. Yo me paraba allí, en mitad de la cancha, y me ponía a lidiar con todas esas pelotas que me enviaban, algunas con verdadera saña, y si las pelotas me alcanzaban el rostro o las partes íntimas yo me hacía el desentendido y seguía con la raqueta de un lado al otro. La misma rutina se repitió durante varias semanas y ya comenzaba a sentirme cómodo con la raqueta cuando accidentalmente metí una pierna en una alcantarilla mientras perseguía una de esas pelotas y algo se quebró dentro de mí. Permanecí todo ese tiempo en el suelo, hundido en el dolor pero dispuesto a no llorar, mientras los otros muchachos me miraban impávidos y el profesor se acercaba y me examinaba, como diciendo, viste carajito, te lo dije. Pero yo no solté ni una sola lágrima. Luego llegó el médico del club y me trasladaron a la clínica. Había tenido fractura de tibia y peroné. Una fractura de torniquete, había dicho el traumatólogo, y cuando llegó mi madre decidieron dormirme y someterme a una operación y desperté casi dos días después, con un yeso enorme en mi pierna izquierda y varios clavos de titanio en el interior.

A los pocos días me trasladé con mi madre a casa en una silla de ruedas que ella había alquilado en un supermercado de salud. Al principio mamá había amagado con hacer de todo aquello un drama, pero luego se compuso e intentó evitar que se le notara la preocupación. Yo era todo un hombre y esas cosas le pasaban a los hombres, me decía mientras me administraba los medicamentos. Nada de tratamientos especiales, nada de dosis adicionales. Mi madre decidió ajustarse a las prescripciones del médico, y a los tres días volvió a cerrar la puerta de su cuarto a la hora de dormir. En un arranque de debilidad llegó a traerme un block de dibujo y una caja de colores, pero yo también estaba dispuesto a llevar la comedia hasta el final y guardé el block y los colores en una gaveta y no los saqué durante los cinco meses que duró mi rehabilitación. Sólo una vez los saqué, y fue con Margarita, y no me arrepiento.

Margarita era una amiga de mi madre. Margarita era un poco más joven y un poco más achispada que mi madre, pero ambas se conocían desde hacía tiempo y se llevaban muy bien. A veces Margarita se pasaba por la casa y, como yo dejaba siempre la puerta de mi habitación abierta cuando venían las visitas, Margarita se metía en el cuarto y pasábamos charlando un buen rato. Con el tiempo, las visitas a la casa se incrementaron considerablemente y Margarita pasó a ocupar el espacio que habían dejado tras de sí todas las mujeres que yo amaba. Yo me sentía muy bien con Margarita, pero Margarita me inquietaba. Al principio fue sólo eso, una como inquietud, una como fiebre de verla y de hablar con ella y de saber más de ella, hasta que una noche en la que mi madre había organizado una cena en casa con varias de sus amigas, Margarita entró a la habitación con unas copas de más. La verdad es que Margarita estaba borracha. Cerró la puerta tras de sí y se puso a revisar los discos que se apilaban en mi biblioteca. Eligió uno, lo colocó en el reproductor y luego se sentó en una orilla de la cama. Tu mamá dice que ya no pintas, me dijo. Yo volví los ojos hacia la gaveta donde tenía guardados los papeles y los colores, pero no dije nada. Margarita tomó un trago de la copa que traía en la mano y luego agregó, así, como si nada, ¿sabías que yo tengo un seno más grande que el otro?, y se echó a reír y derramó un poco de vino en la colcha de la cama. Luego me pidió que la pintara desnuda. De la cintura para arriba, me dijo. Dejó la copa sobre el escritorio, se desabotonó la camisa y se palpó los senos con ambas manos. Yo estaba tan impresionado que no pude darme cuenta de que estaba teniendo una erección, una verdadera y tremenda erección. Fue Margarita la que se dio cuenta y se echó a reír de nuevo y me preguntó si yo quería que ella me tocara, y la verdad es que no puedo recordar qué fue lo que le dije, pero un rato después Margarita estaba succionándome allí abajo de tal manera que sentí que se me iban a salir las tripas, mi Dios, y luego pensé que podía tocar los cabellos de Margarita y se los toqué, le pasé una mano por los cabellos y pensé que Margarita era la mujer más hermosa del mundo y otra vez me puse a llorar como una marica, antes, durante y después de mi primer orgasmo. Pero ella no pareció turbarse. Al contrario, tomó una punta de la sábana y me enjugó el rostro y luego se acostó a mi lado y me abrazó y yo me quedé dormido, y en el sueño me encontré a mi tío Aroldo frente al portón de la casa, pero mi tío Aroldo tenía más o menos mi edad y fumaba un cigarrillo apoyado en su motocicleta. Arriba se veían las ventanas del cuarto de mi madre con sus interiores crema, y también se veían las ventanas de mi cuarto. Afuera había comenzado a llover y yo me apresuré y me puse a buscar la puerta de entrada, pero me fue imposible. Entonces tomé algunas piedras que conseguí en el hombrillo de la calle y me acerqué adonde estaba mi tío. Tenemos que avisarles para que vengan a buscarnos, le dije, pero mi tío pareció no escucharme. Sólo me fijó con sus ojillos de cóquer spaniel y yo pude ver, por primera vez, pude ver toda la tristeza y todo el cansancio que se escondían detrás de aquellos ojillos de cóquer spaniel. Ya se me hizo como tarde, me dijo de pronto y luego arrojó su cigarrillo y encendió la moto y arrancó con un ruido de los mil demonios que terminó por despertarme, y cuando desperté me di cuenta de que tenía otra erección, pero Margarita ya no estaba allí.

Las semanas que siguieron fueron sin duda las semanas más intensas de mi vida. Margarita venía casi a diario, sobre todo cuando no estaba mi madre, y hacíamos el amor como dos endemoniados, ella encima de mí y yo encima de la silla de ruedas, con la pierna buena en el piso y con la pierna enyesada al aire. Perdí casi cinco kilos y se me pobló de golpe la barba. Mi madre estaba al tanto de lo que sucedía, pero nunca dijo nada. Margarita se reía. Tu mamá piensa que no te gustan las niñas, me decía, y mi mamá tenía razón. Yo acababa de descubrir que me gustaban las mujeres, las mujeres como Margarita.

Margarita me enseñó todo lo que sabía, pero mis favoritas siempre fueron las felaciones. A veces Margarita me preguntaba si quería correrme en su boca y yo le decía que sí, ¿qué otra cosa podía decirle? Un día, después de una de esas felaciones, se me ocurrió preguntarle a qué sabía eso. Margarita regresó del baño con una servilleta en la mano y me dijo, así, como si nada, que eso sabía a desodorante. Es decir, no sabe a desodorante pero sabe áspero como el desodorante, me dijo. Yo debí de haber abierto la boca como un imberbe porque Margarita se echó en seguida a reír como una condenada. Margarita siempre reía. Pero un día Margarita se enamoró y comenzó a reírse cada vez menos. Margarita se enamoró como una loca, como una desquiciada. Se escapaba del trabajo con excusas de todo tipo y se aparecía de improviso en la pantalla del intercomunicador como un alma en pena. Comenzó a ahuyentar a Violeta y a la mismísima terapeuta. Cuando finalmente me quitaron el yeso la situación se había vuelto insostenible. Yo comencé a tratarla mal. Margarita me asfixiaba. Mi madre se daba cuenta, pero a esas alturas mi madre ya no podía hacer nada. Entonces Margarita intentó alejarse. Se deprimió. Se enfermó. Cuando volví a verla Margarita estaba devastada. Hablamos un rato en el porche de la casa y luego se marchó. Ambos sabíamos que era para siempre, pero yo no estaba triste. De hecho, me sentía muy bien, tocado como estaba por ese exceso de confianza, por ese sentimiento de autosuficiencia que manaba de cada una de mis glándulas sudoríparas.

Yo había vuelto a mis clases de tenis y luego de los cursos me pavoneaba sudoroso y en pantaloncillos alrededor de la piscina. Las niñas me aburrían. Las mujeres me ponían cachondo. Así tuve mis primeros encuentros en el club. En los baños del gimnasio, detrás de la canchas de tenis, en los matorrales que daban al parque infantil, pero entonces llegaba mi tío a la capital y se instalaba en casa y yo veía cómo mis seis tías y mis ocho primas se atropellaban por ser las primeras en llegar a verlo, mientras él se acomodaba en el sillón de la sala y pasaba la tarde contando viejas historias que todos celebrábamos hasta que de pronto se levantaba y nos anunciaba solemnemente, es hora de que mi sobrino y yo tengamos una conversación de hombre a hombre, y ambos nos montábamos en su motocicleta y nos íbamos a comer helados a Altamira, y ya sentados frente al obelisco, que se erguía en medio de la plaza como una poronga fantástica, mi tío se ponía a contarme de sus conquistas, y en sus historias desfilaban mujeres de todas las edades y de todas las condiciones sociales. Entonces yo revisaba mi lista mental de las mujeres con las que había estado y me daba cuenta de que todas eran mujeres de la urbanización. Mujeres casadas, mujeres casadas recién paridas, mujeres a dos pasos de la vejez definitiva, pero todas eran mujeres adineradas. ¿A qué sabía, digamos, una mujer de barrio pobre? Eso vine a descubrirlo un tiempo después, cuando conocí a Dalia, la peluquera, y con eso espero terminar la historia de mis primeros amores chungos.

A Dalia la conocí en casa de Violeta. Dalia era peluquera a domicilio. Violeta la contactó por teléfono mientras preparábamos entre ambos el vestido que se pondría para la boda de uno de sus tíos. Cuando sonó el intercomunicador fui yo quien bajó a buscar a la muchacha, que resultó ser una catira muy bonita. Ya en la entrada del edificio, Dalia se había mostrado sorprendida. El lujo, o eso que en el edificio de Violeta se parecía al lujo, la impresionó. Yo también la impresioné. Estuvo esas dos horas peleando con el cabello de Violeta y haciéndome ojitos a través del espejo de la cómoda. Lo que no podía sospechar aquella peluquera era que ya para ese momento yo reunía una considerable experiencia con mujeres de su estatura, y además iba blindado con todo tipo de cuestionarios y artículos que sacaba de revistas del corazón y de suplementos dominicales. Apenas nos quedamos solos yo decidí atacar con mis mejores piezas y nos pusimos a discutir sobre algunas de las telenovelas que estaban pasando en ese momento, historias que yo conocía al dedillo y que utilizaba como trampolín para hablar del amor y de otras cosas. La reacción de Dalia fue la misma que habían tenido mis amantes anteriores. Primero sonrisas, luego sorpresa, luego misterio, luego una mirada torva y oscura llena de debilidad y de esperanza. Le pedí la tarjeta y le prometí que la llevaría a tomar un café en algún sitio bonito. ¿Y quién conducirá?, me preguntó y se echó a reír. De eso me encargo yo, le dije con mis casi diecisiete años y me guardé la tarjeta en el saco que mi madre acababa de regalarme.

Al principio las cosas con Dalia no fueron sencillas, sobre todo porque a Dalia le gustaba jugar con los hombres. Pero yo no era un hombre, yo era un niño disfrazado de anciano púber y eso terminó despistándola, de manera que pasado algún tiempo comenzamos a vernos dos y hasta tres veces por semana. Yo salía de mi casa en dirección al club o con la excusa de ir a pasar el fin de semana a casa de Violeta y ya en la avenida tomaba un taxi y me largaba a recoger a Dalia en las residencias de sus clientas de turno y ambos nos íbamos a comer postres exóticos en cafecitos elegantes y periféricos, y pasábamos las tardes hablando de nuestras telenovelas favoritas, de todas esas cosas que la mayoría de la gente se saltaba y que Dalia y yo coleccionábamos como trofeos incuestionables de la más pura sabiduría, hasta que comenzaba a caer la noche y ambos terminábamos en la habitación de algún hotel. Entonces yo volvía a mover mis piezas, todo ese repertorio de caricias y de cochinadas que había aprendido sistemáticamente con mis amantes anteriores, y esa experiencia se repitió veinte, treinta, ciento cincuenta veces en moteles de carretera y en otros mataderos. Generalmente, buscábamos habitaciones equipadas con televisores para no perdernos la telenovela de las nueve, y allí follábamos, y veíamos los episodios, y volvíamos a follar, y aquello era lo más parecido al paraíso, hasta que mi madre comenzó con las sospechas y se puso a rastrear los pagos con la tarjeta de crédito y lo descubrió todo, absolutamente todo.

Un día Dalia se apareció en el liceo y se puso a llorar delante de Violeta y de otras amigas que estaban conmigo en ese momento. Mi madre había dado con su teléfono y la había citado y había armado un escándalo en una pollera cerca de su casa. Al menos eso era lo que contaba Dalia, pero la verdad es que Dalia siempre hablaba empalagosamente, como si en vez de referir su vida estuviese refiriendo una telenovela. El chico rico con la chica pobre; el chico joven con la mujer experimentada; la villana de la telenovela —mi madre— que se oponía al amor de los protagonistas —Dalia y yo. Así era Dalia. Me tocó tranquilizarla. Tranquilízate, le dije, tranquilízate y vete a tu casa que yo te llamo. Pero Dalia no quería irse. Entonces me hizo prometerle que nos veríamos ese mismo día. Está bien, le dije, y la acompañé hasta la parada del autobús. La verdad es que yo intentaba ser un hombre, pensar como un hombre. ¿Pero qué es lo que hace un hombre en esos casos? Cuando llegué a la casa vi que mi madre se había marchado y entonces tomé la decisión: me escaparía con Dalia. Sí, me escaparía con Dalia. Ambos nos escaparíamos o lo que sea. Entré en mi habitación, guardé algo de ropa en un bolso, le dejé una nota a mi madre sobre la cama y me largué, pensando que quizá sería para siempre. Llamé a Dalia desde la calle. Necesitaba que me explicara cómo demonios se llegaba a su barrio, porque ella nunca me había dejado acompañarla hasta su casa. Es decir, con Dalia yo había conocido lugares tórridos, pero jamás me había acercado al barrio donde ella vivía. Dalia me dio las indicaciones y después de casi una hora de tráfico llegué al lugar en una buseta. Era la misma pollera donde hacía algunas horas mi madre se había puesto a amenazarla, una pollera que estaba a unas cuadras de un mercado espantoso que ostentaba el nombre de un cacique o de un degenerado. Dalia estaba sentada en una de las mesas de plástico y tenía los ojos rojos de tanto llorar. Cuando me vio se levantó de la mesa y fue directo a abrazarme y luego me tomó del brazo y comenzamos a subir una cuesta que serpenteaba en medio de un sagrado desorden de ranchos y de bloques, de casas y casas sin revestimiento y de mendigos y de borrachos en las esquinas. La verdad es que me sentía como un peluche en medio de un decorado de la crónica roja local. Cuando finalmente llegamos a la pensión en donde vivía Dalia saqué el teléfono celular de mi bolsillo. La señora Rosa había alertado a mi madre y ésta se había puesto a llamarme y me había dejado varios mensajes en el contestador. Tenía mensajes de la directora del colegio, mensajes de Violeta, incluso tenía un mensaje de mi tía Melisa desde su teléfono celular europeo, pero yo apagué el aparato y subí con Dalia hasta su habitación a través de unas escaleras exteriores. De hecho, aquello no era una habitación, aquello era una lata con dos orificios recortados en la chapa, uno para la ventana y otro para la puerta, y la puerta era una tabla con un pedazo de cable atado a un extremo que hacía las veces de pestillo. Dalia se apresuró a tomar mi bolso y lo colocó sobre una sillita y luego me cubrió de besos y de abrazos y aquel día hicimos el amor como nunca antes y como nunca después, y cuando terminamos nos quedamos mirándonos en silencio una hora, dos horas, hasta que yo comencé a tener otra erección, pero Dalia se levantó de la cama y me preguntó si tenía sed. Entonces se colocó algo encima y salió al pasillo, y yo me puse a pensar en todos mis compañeros de clase, en todos los niños bien de mi colegio que jamás habían cruzado los límites del Este de Caracas y que jamás habían estado con una mujer de verdad, y mucho menos con una peluquera, y luego me levanté del catre, desnudo como estaba, y caminé hacia aquella ventana, hacia aquel agujero recortado en la lata, y me asomé, me quedé un rato contemplando ese paisaje increíble. Todo, todo el barrio se derramaba a mis pies.  Un laberinto de bloques y de escaleras de concreto y de pasillos de barro y de techos de zinc con piedras encima y antenas hechas con ganchos de ropa y cables con junturas que escapaban de las tomas públicas y perros que aullaban en medio del caos de la tarde. Me asomé a todo eso y me sentí un caballo.

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