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Ricardo Piglia

La vida misma: Piglia nocturno

De ese encuentro con el maestro argentino no tengo foto, de hecho, ya ni siquiera el libro en cuestión. Aquel ejemplar de Blanco nocturno, firmado en su primera página con tinta azul y una letra redondísima, se quedó junto a todos los demás libros de una biblioteca que fue mía y de la que más nunca sabré.

Conocí o vi a Ricardo Piglia como tantas personas que estando en Caracas, nos pudimos acercar al CELARG, el centro cultural construido (sobre y en memoria) de la casa de Don Rómulo Gallegos, en Altamira. Piglia recién había recibido el premio homónimo y la entrega del mismo incluía una agenda de fotos, eventos y desde luego, firmas in situ.

Era sábado y estaba de vacaciones. Lo sé porque había viajado desde Maracay a Caracas la noche anterior, para aterrizar directamente en el cumpleaños 25 de una buena amiga. Ella vivía a pocas calles del centro cultural en cuestión y a la mañana siguiente me había propuesto pasar por un par de librerías antes de volver a mi casa.

Una en el Centro Plaza, aquella comandada por el poeta Alexis Romero, de donde me llevé El libro del amor de Feng Menglong, en una edición cuadrada y pequeña, de Bid. Co. Lo siguiente en la lista, era Blanco nocturno recién publicado en la edición de rigor del premio (tapa blanda, un poco morado, francamente fea pero masiva).

Llegué directo a la tienda de la planta baja con el objetivo de comprar dos: uno para mí y uno para mi amiga, a quien vería en minutos en su propia casa, para almorzar. La premisa llegó como otras tantas que desde entonces el gobierno o la situación del país convirtieron en slogan: “uno por cabeza”. Ni modo, tendría que venir ella misma a buscar el suyo.

Lo agarré, lo pagué y la misma cajera, previa revisión de bolsa me preguntó si no “lo vería”. Con toda normalidad, hasta fastidio y haciendo uso de esa licencia expresiva tan nuestra que es señalar con los labios, me indicó que Piglia estaba en el edificio. Maravilla. Estaba en el enésimo evento de esos días en el último piso de la sede. Me fui directo al ascensor. Se abrió la puerta, entré, subí solo. El CELARG tiene pocos pisos de altura, por lo que en breve llegué a su cima. Joya: se abre la puerta, vienen Ricardo Piglia, el Ministro-de-algo para aquel entonces y un periodista que buscaba a costa de cualquier cosa, sacarle un comentario político favorable con el gobierno al escritor.

El intercambio apenas llegamos al primer piso debe haber sido mínimo e intuible: un saludo, las gracias, la intención evidente de que por favor, me firmara el libro que tenía en la mano. Asumo que repitió el párrafo que debe haber escrito cientos de veces en esas horas. No recuerdo el momento exacto de la firma, pero si la vuelta sucesiva durante mi lectura en los días siguientes, para constatarla. Como si se pudieran escurrir su tinta azul y su letra redonda. Ya era mediodía, así volví a casa de mi amiga con la anécdota reciente y genial.

Por ese entonces yo viajaba con una maleta marrón, rectangular, bastante parecida a cualquiera de las que vimos hundirse en el supuesto Titanic de Cameron. Apenas contada la historia durante el almuerzo y ya presto para volver a Maracay, mi amiga me lanzó una mirada total y concluyó que con esa maleta marrón en mis manos, era yo el que parecía un personaje de Piglia.

Hace unas semanas se supo del problema que tenía o tuvo nuestro genial escritor con una empresa de seguros, en algo que concernía a las medicinas para su enfermedad. Quedaba clara la gravedad del asunto. Ayer, llegó la noticia de la partida del maestro. Piglia genera lo que generan los grandes escritores y responde a lo que él mismo volvía una y otra vez: ¿Qué hace a un gran escritor?, pienso no solo en la constitución de un discurso, sino en el poderoso imperativo de cambiar la forma en que se lee. Su literatura, sus ensayos y sus clases, me hicieron y han hecho no poder leer nada igual a como lo hacía antes de incorporar su sorna tan lúcida y su erudición a mi memoria.

De aquel tremendo ciclo de Borges por Piglia mi recuerdo rescata todo, pero en especial un detalle material: aquel trozo o resto, especie de pedacito de piedra que el escritor puso en el podio durante alguna de las clases. Se trataba de un escombro de la que había sido su casa. Una presencia mínima que sin serlo, “mantenía” su casa. Como esa piedra siento la presencia de su obra y la de todos los grandes artistas que han muerto recientemente.

Sigo sin entender la sed que nos hace querer más maravilla después de una experiencia maravillosa. La obra y las obras están, comulgando y consiguiendo sus lectores a través del tiempo y la tradición. Un acta apuntará en algún rincón que el hombre ha muerto. Otra se abrirá para descubrir el temblor de esa letra redonda, continua y tremenda en la habitación siguiente.


Photo Credits: Eduardo Carrera para Agencia AFV

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