Todo empezó con un bizcocho que parecía un sofá. No era dulce, lucía flácido como una papada, y me quedé mirándolo sin saber muy bien por qué. Era de Claes Oldenburg y en la cartela del museo se leía su escrito de 1961 dónde, sin cortarse un pelo, declaraba entre muchas otras ocurrencias: “I am for an art you can sit on”, o, más osado: “(I am)…for an art that can be looked at with contempt, like a piece of shit”. Sobretodo, Oldenburg se empeñaba en que el arte tuviera una gracia nueva, pero del arte que tiene gracia te cansas enseguida a menos que alguien se la siga poniendo, que es exactamente lo que pasó.
Con forma de triángulo, aquel enorme pastel de loneta y plástico evocó en mí lo fofo, y me hizo sentir partes de mi que eran así: fofas, deprimidas, quizás sin pulso, dónde la gente se había sentado encima como en un sofá.
Con el arte de ablandar chismes o de hacer bizcochos de tamaño monstruoso -a los que añadía azúcar glacé real-, Oldenburg pretendía trastocar la idea de arte y despertó mi curiosidad cuando vi que lo hacía hormonando la vida diaria, con osos de peluche colosales (tan inanes como los globos plateados de Jeff Koons) y con otras ocurrencias pop que tenían su origen en objetos cotidianos y en rituales de la vida doméstica, como algunas obras de Hamilton o Warhol, en las que reina una intimidad que a pocos importa porque no tienen glam ninguno, y que han sido casi siempre espacio de mujeres y, sobretodo, de muchas madres y de sus familias: el ámbito reproductivo de la especie, por decirlo así. Oldenburg trueca lo duro por lo blando y viceversa, hace saltar por lo aires las proporciones, no deja que la atención se detenga dónde siempre lo hace, los materiales son lo más artificial posible… y a su pastelón le debo haber recuperado una gran porción de mi vida fofa.
Que una obra de arte desatasque o encauce asuntos de tu vida es lo mejor que puede ocurrirle a una; no es raro pero tampoco previsible. Ahora bien, cuando tienes la suerte de que te ocurra vale la pena vivirlo hasta el final, y así hice. Me quedé mirando aquel pastel durante horas y volví varias veces al museo. No paré hasta que algo salió de allí. El gigantesco bizcocho fofo de Oldenburg me habló, y me empujó hacia un episodio horroroso de mi vida escolar que me había dejado el cuerpo exactamente así, como él. Cuando lo miraba atónita, el pastelón me decía: “Sí, sí. Es verdad lo que ves y es verdad lo que sientes; sí, sí”.
Mi prima Lupita también fue víctima de lo que pasó. Ella lo vio pero yo lo sufrí en mis carnes; en realidad ella también sufrió, pero más como testigo. Años después tuvo las agallas de contarlo todo, a su manera, en su primer libro de relatos. Cuando lo leí tuve sentimientos encontrados porque leer algo que te ocurrió a ti pero en boca de un personaje literario que es ficción de una testigo, que, además, era tu íntima amiga, no es fácil de digerir. ¿Es posible que te arrebaten tu historia? Pues, si. El mundo está lleno de gente que hace exactamente eso. Y el arte no digamos. Pero en realidad, ninguna historia es tuya porque el mundo está lleno de gente a la que le ha pasado lo mismo que a ti. No solo a ti te pasa. No es tuyo. Tuve que aceptarlo, y, aunque me costó, me ayudó.
A decir verdad, lo que me dejó helada fue que Lupita se atreviera a escribirlo en primera persona. Eso si me pareció un descaro, como si me suplantara o se apropiara de mi voz en aquél momento atroz… Pero Lupita era así, nunca se cortaba: las demás éramos solo material de su trabajo. Seguramente me quería, pero me utilizaba. En el fondo, para mí fue toda una experiencia literaria. Y me quedó claro que una buena parte de nuestra intimidad pasaría a engrosar sus relatos cortos y a promover sus éxitos, como así ha sido durante un tiempo.
Lo que pasó está recogido en este fragmento de su relato Pupitres, que transcribo aquí:
«Entraron en silencio. Me vieron, y el primero animó a los otros con un gesto de su mano izquierda. Eran tres. El cabecilla tenía mirada febril. Muchas lo adoraban; y algunos chicos lo admiraban, era intocable. Habían esperado al descanso de la mañana, y cuando entraron se aseguraron de que no quedaba nadie en el aula, salvo otra chica con la que estaba hablando en un rincón. Nadie en ese momento podría haberse enfrentado a ellos, solo nosotras. La otra chica gritó asustada “socorro”, como si se arrepintiera; pero yo no abrí la boca. Ellos sí: escuché palabras soeces mientras se acercaban; eran palabras sádicas y la chica les gritó, poniendo mesas y sillas en su camino. Nos acorralaron. Llevaban zapatillas de goma, andaban con sigilo: eran fuertes, nos humillaban diariamente a mi y a otras, y también a los maricones. Aunque a ellos de otra manera porque no eran chicas. Ni siquiera los tocaban, los empujaban, les arreaban un golpe o los insultaban.
Podrían haber ido a por la otra chica pero enseguida comprendí que no. Me doblegaron: uno sujetándome por la espalda, otro agarrándome los brazos para dejar así desprotegidos y vulnerables mis senos aunque sin romperme la blusa negra que vestía, y el tercero, las piernas por detrás. Así podía el cabecilla pasarme la mano por el sexo y apretarme los pechos y tocármelos al tiempo que me tapaba la boca para que no se oyeran mis gritos. Pero no grité. Solo el cabecilla me tocaba. Su gozo lo vi reflejado en su rostro, porque lo tenía delante mirándome, en mi propia cara. Sin embargo, el placer de los otros dos era distinto. Guardaban sintonía entre sí -tontos e incautos-, y con el designio brutal del jefe. Le profesaban un amor rudimentario, estaban sometidos a su poder; era un amor ciego, miedoso, perverso.
Tras medio minuto o menos de forcejeos soeces, de amenazas, patadas y manotazos, el cabecilla apretó mi mandíbula en sus manos y me besó con violencia, forzándome la boca y su lengua dentro durante unos segundos varias veces. Ese beso se me atragantó: era una baba vil. Al rato, se fueron tal y como vinieron, dejándome en el mismo rincón dónde me atacaron; allí quedé quieta, sin llorar, con los brazos caídos hasta que, segura de que se habían ido, empecé a recomponerme la ropa. Mi melena negra me tapaba la cara, enmarañada, y así estuve, inclinada hacia delante, como si no quisiera moverme de allí. En un espasmo respiré largo, como si me estuviera asfixiando. Me puse de pie poco a poco y con un mohín de odio, sin mirar, mientras me abrochaba los botones sueltos, solté un escupitajo y me quedé mirándolo; en él reconocí el asqueroso beso de aquel tipo. Aquellos cerdos se habían marchado ya pero se habían quedado en mi vida, en mi vida muerta”.
Hasta ahí, el relato de Lupita, que no está mal aunque no es lo mismo. Nunca es lo mismo. No volvimos a hablar más de lo que pasó. Y como ella había sido testigo no necesitó preguntarme más ni parecía interesarle que yo le contara. Me quedé con el dolor dentro, ella también, y como nuestra amistad no pudo compartirlo, se fue acabando; es un dolor que, a pesar de todo, ambas conocemos y recordamos perfectamente. Sin embargo, el asunto se dio por zanjado.
En el colegio no querían saber nada, o muy poco; eran chicos muy populares, líderes, las chicas malas éramos nosotras. No había nada que hacer. Adelgacé, me quedé hecha un alfeñique: “¿Qué ha sido? ¿Qué te ha pasado? Nada, no ha sido nada”. Fue así como seguí descubriendo matices de la “nada” barroca, que a veces es tan viscosa como la flema fofa de aquel cerdo escurriéndose sobre mi mentón.
Mi cuerpo se fue empapando de la vida inerte de aquellos objetos que a Oldenburg tanto le gustaba deformar. Se quedó alicaído, flácido; pastel incomestible, baquelita blanda, teléfono despachurrado o ventilador deshidratado: era materia desinflada, sin respiración; era como mucosidad sucia, secretada por la máscara de la vida doméstica que se teje sin pensar día tras día, yendo y volviendo del colegio, desayunando, comiendo, cenando, hablando con mis amigas. Pero la vida simple de los primeros años, la que transcurre “como si nada”, estaba siendo parasitada vorazmente por otra vida paralela que había nacido, una vida que, como un enorme ojo ávido, veía más allá, y me adentraba en la violencia que no se destapa.
Lupita tenía razón cuando escribió, al final del fragmento de su cuento, que hay una “vida muerta”. Bien lo sé. Ella también la tiene pero nunca ha querido compartirla por miedo de que a su arte alguien se le siente encima. A mi me ha ayudado mucho el arte, y muy especialmente el arte que llama mi atención sin saber por qué, como el pastel fofo de Oldenburg, esa “piece of shit” a la que yo me harté de mirar con cierto desdén, hasta que me vi reflejada en él y sentí, con un escalofrío eléctrico de los que se gastaba el Dr. Frankenstein, que yo me sentía así.
Foto Principal: Claes Oldenburg, Floor Cake, 1962